Los capocómicos de la revista porteña: peleas de cartel, un chiste que llegó a las manos, y las críticas al gobierno de turno
Desde Fidel Pintos a Pepe Arias y de José Marrone a Alberto Olmedo, eran un componente fundamental en aquellos espectáculos de variedades que se balanceaban entre una sexualidad soft y la actualidad nacional
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Sociedad patriarcal al fin, el espectáculo, casi siempre, lo encabezaban ellos. Los cómicos -no se les decía “humoristas”- eran la columna vertebral de la revista, ese género que llegó influenciado por la estilización y elegancia francesa y que adoptó formas propias en nuestro país, hasta convertirse en un modo de hacer teatro con identidad porteña. Una suerte de feria de las variedades de fortísimo arraigo popular y reservorio de enormes talentos como Tato Bores, quien encabezó La mariposas en el Maipo en 1982 o Juan Carlos Calabró que hizo Carnaval de estrellas en el Broadway durante la más cercana temporada 2010.
Está quien afirma que la primera figura femenina ha sido siempre la cabeza de compañía, pero la historia marca otra cosa, al menos hasta entrada la década del sesenta, donde nombres como los de Nélida Lobato y Zulma Faiad comenzaron a preceder al del varón. Más adelante, haría lo propio Moria Casán, la última gran vedette del país con rango de primera figura.
A lo largo del tiempo, el machismo era plausible medirlo no sólo desde las marquesinas, sino, y fundamentalmente, desde los contenidos. La revista ha sido un termómetro de los parámetros de la evolución, o no, de la sociedad.
Generalmente, los cómicos solían denostar y cosificar a la mujer con sus chistes, pero se cuidaban de hacerlo con las grandes estrellas femeninas. Había excepciones, desde ya, pero la norma era que la belleza de vedettes, media vedettes, figuritas y coristas, con más o menos ropa, según la época y la propuesta, era vapuleada por ellos. Ellas, en el siglo pasado, cumplían un rol más bien decorativo que apelaba a despertar el morbo sexual de los caballeros de la platea. Con el correr del tiempo, las cosas se fueron equiparando.
El productor Carlos A. Petit, uno de los empresarios que más ha hecho por el crecimiento del género en Buenos Aires, sostenía que “los cómicos eran la base de la revista y el rol de capocómico, la figura principal del espectáculo”. Petit fue, durante años, el pope del teatro El Nacional, competencia del Maipo, apodado como “la catedral de la revista”.
“La palabra capocómico no está en el diccionario”, refunfuña el índice de la Real Academia Española. Es que se trata de un americanismo que proviene del italiano “capocomico” (sin tilde) y que define a un ‘actor muy dúctil y con características de estrella, que por lo común era el jefe de una compañía teatral”. A su vez, “capo”, y de esto sí da cuenta la RAE, determina a una “persona con poder y prestigio o muy entendida en una determinada materia”. Un “capolavoro” es una “obra maestra”. Entre la sapiencia y la “obra maestra” se conjuga esa categoría esencial de la revista porteña, el capocómico.
Castrito, Adolfo Stray, Dringue Farías, Fidel Pintos, Marcos Caplán, Mario Fortuna, Alberto Anchart, Pepe Arias, César y Pepe Ratti, Osvaldo Pacheco, Alfredo Barbieri, Carlos Sacazziota, Oscar Valicelli, Don Pelele, Tato Bores, Santiago Bal, Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Jorge Corona, Antonio Gasalla, Carlos Perciavalle, Nito Artaza y Miguel Ángel Cherutti son algunos de los integrantes de esa variopinta galería de celebridades que oficiaron de capocómicos, que tenían, además de la virtud de hacer humor, monologar con fluidez y ángel, enfundados en un atuendo elegante o estruendoso. Eran celebridades muy queridas por el público.
Cuestión de cartel
Solían tener el nombre repetido en la marquesina para abrazar al de la vedette principal que se encontraba en el medio. Por ejemplo, en 1976, el letrero de El Maipo de Gala se conformaba con Jorge Porcel, Ethel Rojo y Alberto Olmedo. También durante los setenta, en El Nacional, se ofreció Buenos Aires al verde vivo, la última revista que compartieron José Marrone y Adolfo Stray, donde el rubro se definía con el nombre de Marrone duplicado y en el medio el de su compañero. Más abajo, en cartel francés, aparecía Alfredo Barbieri. La vedette Violeta Montenegro tenía un destaque en el letrero, pero debajo de los cómicos.
En 1979, el rubro en Qué revista en Tabarís se distribuía así: Dringue Farías, Adriana Aguirre y Osvaldo Pacheco. Ese mismo año, a la vuelta, sobre la calle Esmeralda, Antonio Gasalla encabezaba Gasalla es el Maipo y el Maipo es Gasalla. Debajo del título, recién aparecía la referencia a Claudia Lapacó.
Por supuesto, cuando la vedette tenía un rango estelar y con la sociedad más abierta al posicionamiento e igualdad de la mujer, sus nombres comenzaron a ir primero, tal el caso de Zulma Faiad en Fantástica, quien estuvo secundada por Marcos Zucker, Carlos Scazziota, Rafael Carret y Vicente Rubino, o Érase otra vez, Nélida Lobato, donde Enrique Pinti hacía una actuación especial.
Moria Casán, con los años, también encabezó sus espectáculos, en un rango superior al de Nito Artaza y Miguel Ángel Cherutti, los últimos capocómicos que dio el género. Sin embargo, en la misma época, finales de la década del noventa y comienzo del nuevo siglo, Jorge Corona encabezaba por sobre la vedette con sus propuestas de un humor más picaresco.
Santiago Bal, en la década pasada, dirigía los espectáculos que estelarizaba su entonces esposa Carmen Barbieri y solía ubicarse en la marquesina con la leyenda “un espectáculo de Santiago Bal”.
Lo cierto es que, si la vedette femenina ha sido siempre un eslabón insoslayable de la revista porteña, los capocómicos fueron la pata ineludible, el ingrediente que le otorgaba humor y le sumaba contenido político a la propuesta.
Un poco de historia
El capocómico no siempre formó parte de la revista. En los comienzos, la mujer, enfundada en trajes sugerentes y envuelta en plumas, era la gran protagonista. Con el tiempo, el varón, asociado siempre al humor, comenzaría a tomar cuerpo.
El género acompaña a nuestro teatro desde sus orígenes. A fines del siglo XlX se lo llamaba revista criolla y fue el espectáculo Ensalada criolla, estrenado en 1898, su mojón fundacional, tal como señala el periodista e investigador Pablo Gorlero en un reciente artículo en LA NACION. A partir de la década del ´20 con la llegada de la compañía francesa Ba-Ta-Clan, con Madame Rasimi en la cabeza de la organización, el género se revitaliza y cambia su estética. En ese mismo artículo de LA NACION, se hace referencia a la Mistinguett, la primera gran vedette que deslumbró en los escenarios de Buenos Aires.
Ya en el siglo XX, Leopoldo Simari, que compartía la vocación artística con su hermano Tomás, fue uno de los primeros actores en monologar y hacer pequeños cuadros de comedia en la revista. Fallecido en 1941, fue quien abrió, en cierta medida, al juego tal como se lo conoció después. Es cierto también que los Podestá, luego de su famoso circo criollo, también impusieron algunos tópicos de las variedades que irían conformando el basamento de la futura revista porteña.
La radio fue un semillero de figuras que luego pasaban a los escenarios revisteriles. Cuando el sainete comenzó a decaer en las preferencias masivas del público, actores como Enrique Muiño, Elías Alippi, Luis Arata y Juan Carlos Thorry comenzaron a transitar la revista, en algunos casos emulando el rol del cómico y en otros como “atracción”.
Romper la cuarta pared
Como se dijo anteriormente, los capocómicos nunca tenían un rol menor. Todo lo contrario. Salvo en los números musicales de los que, generalmente, no formaban parte y donde sí se lucía el cuerpo de baile y, a veces, participaba la vedette principal; en el resto de la estructura de la revista, el cómico se apoderaba de un lugar esencial con dos espacios bien definidos: la “cortina” y el sketch. Un show de revista podía contar con más de un cuadro de ambas propuestas.
La “cortina” era el monólogo que realizaba el actor enfrentado al público, al que podía hacer participar rompiendo la cuarta pared. El nombre de “cortina” proviene de la disposición escénica. En general, estos extensos y esperados parlamentos se hacían con el artista parado en proscenio -el sector del escenario más cercano a la platea- con un telón detrás que ocultaba el resto del espacio, donde se montaba, en simultáneo, la escenografía del siguiente cuadro o se armaba la escalera, símbolo inequívoco del género, desde donde descenderían las figuras para el saludo final con toda la compañía presente.
El contenido de este monólogo de humor podía ser de lo más diverso y muy potenciado o condicionado por el momento político y social del país. En general, la picaresca sexual y la crítica al poder de turno eran dos tópicos ineludibles. Claro que, de acuerdo a la época y al paradigma reinante, el contenido variaba considerablemente.
En general, y dependiendo mucho de la ductilidad del artista, el libreto pautado podía ser amputado y se le solía adosar bocadillos improvisados que daban cuenta de algo sucedido durante el día y con connotación masiva, alguna infidencia de la compañía o disparar un diálogo con algún espectador puntual que “inspiró” al cómico. “Mi vecino tiene un peluquín como el del señor de la cuarta fila”, dijo un cómico, antes de recibir una trompada del caballero del que se estaba mofando. Créase o no.
“Señora, ¿vino con su papá?”, le dijo una vez el gran Marrone a una dama mucho más joven que su pareja y remató: “El jovato está lleno de plata, pero...”. Así era el género. O un aspecto del mismo. Si el espectador se sentaba en las primeras filas, sabía que podía ser víctima de una rotura de cuarta pared del más puro estilo brechtiano, pero con menos altura académica. Pero también la revista le dio lugar a números como los que proponían Mariano Mores, María Elena Walsh, Tania, Tita Merello o Aníbal Troilo quienes engalanaban los espectáculos siempre de producción muy costosa en vestuario y escenografía y con elencos numerosos. En aquellos tiempos era habitual hacer tres funciones. Hoy, con suerte, sólo los sábados se repite función en el circuito comercial. Cambia todo cambia.
Interpelar la realidad
A comienzos del siglo pasado, la picardía utilizada hoy resultaría naif y la crítica que se le hacía a las autoridades imperantes variaba su tono si se trataba de un gobierno democrático o uno de facto. Hipólito Yrigoyen fue blanco de burlas y se lo solía denominar en los soliloquios como “El peludo”, el apodo con el que se lo había bautizado, en cambio, no se solía mencionar a un dictador, aunque, con eufemismos, se criticara su gestión.
Durante los tiempos de la dictadura que azotó al país desde el 24 de marzo de 1976, en la revista se jugaba con la situación política, pero en la medida de lo posible. En ese tiempo, en el Tabarís, Osvaldo Pacheco y Moria Casán, encabezaron La revista del proceso, pero en las puertas de la sala debajo del título figuraba el agregado “La revista del prosexo”. En aquella propuesta, escrita y dirigida por Hugo Sofovich, el grupo I Medici Concert y Mario Castiglione se ocupaban del humor junto a Pacheco.
Los militares solían ser más condescendientes con el teatro de revistas que con otras expresiones artísticas. Sin embargo, las obras del género no estuvieron exentas de serios contratiempos y hasta tragedias. Acaso el hecho más recordado por lo furibundo de sus consecuencias fue el atentado al teatro El Nacional, ubicado sobre la avenida Corrientes a metros del Obelisco. El 22 de julio de 1982, un incendio consumió la sala con excepción del foyer y la marquesina. Aunque ningún peritaje de aquel tiempo lo corroboró, se cree que se trató de un ataque intencional debido a que en uno de los sketchs de la revista Sexitante, que se daba en esa sala, los personajes se mofaban de los militares. La pieza estaba protagonizada por Susana Giménez y Juan Carlos Calabró, un cómico de humor cándido en televisión y cine, pero que se adaptaba al tono de la revista teatral.
Cuando llegó la primavera democrática, también en el Tabaris, propiedad de Carlos Rottemberg, como lo es actualmente, en ese entonces socio de Guillermo Bredeston, la sala ofreció La revista de las erecciones generales, protagonizada por Moria Casán y Zulma Faiad, donde Mario Castiglione, también autor y director, oficiaba de capocómico. Corría 1987, y uno de los monólogos de la propuesta lo mostraba al actor como un sacerdote. Ya eran tiempos donde se respiraba libertad y se podía desacralizar el poder político y hasta el religioso. En 2008, hasta Jorge Lanata debutó como “cortinero” en La rotativa del Maipo.
Un hecho curioso en tiempos de la última dictadura argentina también tuvo como marco la sala del Tabaris. Allí, en 1981, Jorge Corona y Alberto Anchart eran las figuras principales de Los locos están locos, la revista que encabezaban los capocómicos de martes a domingo en dos funciones y los sábados con el agregado de la trasnoche. Fue en ese tiempo cuando una bomba hizo volar la sala de El Picadero, donde se iba a llevar a cabo Teatro Abierto, el ciclo que le daría visibilidad a los dramaturgos, actores y directores censurados por la dictadura. Cuando aconteció el atentado en la sala de El Picadero, a cargo entonces del prestigioso actor, director y docente Antonio Mónaco, hoy radicado en Mar del Plata, fue Rottemberg uno de los empresarios que ofreció su teatro para que se pudiera llevar adelante el ciclo. Como la revista con Corona y Anchart arrancaba a las 21.30, a la tarde se podían ofrecer las funciones de Teatro Abierto. A pesar del miedo, nada sucedió con la sala del Tabaris. Por las noches, Corona y Anchart hacían alguna alusión a lo que sucedía por la tarde con un repertorio bien diferente.
A veces, los productores recibían multas y reprimendas sobre los contenidos de los monólogos de los capocómicos, que era lo que más molestaba a los gobiernos de turno. El dólar está cabrero y El gran casorio político fueron espectáculos emblemáticos que referenciaban a la realidad nacional, pero también había otros más simpáticos como Estos churros son caseros o De París llegó el desnudo.
Estilos
El periodista Leo Vanés, todo un especialista en el género, solía decir que la revista contaba con “el humor fuerte de los italianos, las melodías pegadizas de los españoles y el envoltorio lujoso de los franceses, exactamente igual que lo que sucede con la comida en la Argentina”. Tenía razón.
Y en esa mezcla de ingredientes, cada capocómico manejaba un estilo propio. Cada artista tenía una especialidad: Pepitito Marrone zapateaba como los dioses y se animaba con el tap; Fidel Pintos era un as para inventar palabras con su famosa “sanata”; Jorge Corona remataba sus “chistes verdes” con la frase “simultáneamente” y se acomodaba una corbata gigante que se continuaba más allá del saco; Gasalla y Perciavalle, más cercanos al café concert, dialogaban con el público; y, más acá en el tiempo, Nito Artaza se anclaba en un humor naif -lo sigue haciendo- pero, ante una minúscula osadía, remata su rutina con “sana, sana”, reparando la picardía ante un público que, en su caso, suele ser familiar.
Algunos humoristas trabajaban acompañados, como I Médici Concert, de donde surgió Mario Castiglione, Los Blue Jeans, con Beto César y Ernesto Segal, o Los Bombos Tehuelches, liderado por Ismael Echeverría, aunque más que ocupar un rol de capocómicos, se ubicaban como “humoristas invitados”.
Jorge Luz, que había integrado Los cinco grandes del buen humor, también hizo revista, formando rubro con Jorge Porcel. Ambos interpretaban a Tota y Porota, dos vecinas del barrio de La Boca.
Si en los noventa, Nito Artaza y Miguel Ángel Cherutti conformaron una marca registrada (Tetanic, Lo que el turco se llevó), con exitosas temporadas porteñas y, sobre todo, en el teatro Atlas de Mar del Plata, una década antes, Alberto Olmedo y Jorge Porcel hacían lo propio conformando un rubro de lo más taquillero, aunque no siempre trabajaban juntos. Porcel encabezó con Susana Giménez y Moria Casán No rompan las olas, un clásico espectáculo del género. Y Olmedo terminó su carrera haciendo comedia.
La revista porteña sobrevive en el recuerdo de aquellas generaciones que disfrutaron de su fantasía. Pensar en este género es acariciar los nombres de esos humoristas que pisaban el escenario con comodidad y ductilidad. Artistas que podían hablar desde la picaresca hasta hacer hincapié en la burlona mirada sobre la realidad nacional.
Sin capocómicos no podría haber habido teatro de revista. Ellos son, junto con las vedettes, los pilares de un género que algún día volverá a pisar fuerte.
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