Lo que se pierde se tiene para siempre, un ejercicio donde lo poético y lo cotidiano son dos caras de la misma moneda
Los vínculos de padre, madre e hija mutan y se entretejen en este brillante trabajo de Javier Berdichesky y Andrés Gallina, en el que Sofía Gala Castiglione y Marita Ballesteros se destacan sobre el escenario
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Autor: Javier Berdichesky, Andrés Gallina, basados en cuentos de Alejandra Kamiya. Dirección: Anahí Berneri Intérpretes: Sofía Gala Castiglione, Marita Ballesteros, Enrique Armido, Camila Marino Alfonsín. Vestuario: Roberta Pesci. Escenografía: Lü Carnicer. Iluminación: Iván Gierasinchuk. Coreografía: Susana Szperling. Música original: Jackson Souvenirs. Sala: Dumont 4040 (Santos Dumont 4040) Funciones: viernes 20 hs. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: excelente.
El título parece contradictorio, cómo es posible perder algo y, sin embargo, que la pertenencia se convierta en definitiva. En ocasiones, bajo la forma de las cosas se ocultan otras o como dice Alejandra Kamiya “las sombras tienen la forma de aquello a lo que están encadenadas.” Es posible pensar que lo que se pierde queda en la memoria con los rasgos que tuvo en el momento en el que se perdió; el tiempo no pasa sobre lo perdido, no lo desgasta, no lo modifica.
La narrativa puede trasponerse a la escena de manera efectiva, poética, pero en general suele partirse de un texto para construir otro: uno que es palabra impresa deviene en múltiples lenguajes que se inscriben en un escenario; cambios de lenguaje y de materialidad. Esta vez no es un cuento, “intentar hacer con jirones un vestido nuevo” como diría la narradora: de algún cuento surge la historia, de otro, ciertos diálogos, un personaje se cuela de un tercero y así sucesivamente. Sin duda -un trabajo brillante de Javier Berdichesky y Andrés Gallina- la dramaturgia arma un rompecabezas que borra todo rastro de costura. Como si fuera una pieza única.
Una mujer que porta una lámpara, Camila Marino Alfonsín, recibe al público. La escenografía tiene una impronta rústica. El único lugar donde la rusticidad aparecerá es en la materia con la que se la ha construido.
El procedimiento de transformación ante la vista de los espectadores es el que predomina. Se reparten de un modo particular las palabras, algunas se subrayan, se prestan, se arma un relato con secreto que de a poco se irá develando. Al mismo tiempo que se construyen los relatos se modifica el espacio, la escenografía-objeto (porque se la manipula de manera constante) puede ser vereda o ataúd, baúl de recuerdos o televisor, todos y cada uno de los elementos construidos se vuelven significantes y se transforman.
Uno de los personajes, el del padre, Enrique Armido, es ebanista. La serie de huecos, los cajones, los cambios de posición de los objetos quedan más cerca del diseño que de la funcionalidad, el hombre acaricia la madera con escasas palabras y con herramientas.
La que lleva la voz cantante es la hija, Sofía Gala Castiglione, que empieza diciendo que no tiene recuerdo de los tres juntos: madre, padre, ella misma. Lo que se tematiza, tal vez, podría rozar el realismo, podrían pensarse modos de familias, vínculos, pero ese espacio que muta, la casa de la madre y del padre que ella siente como una sola, dividida en dos mitades y separada por ocho cuadras de distancia, nos acerca y nos aleja de lo real, como en un péndulo. Las palabras, prosa poética en todo su esplendor, los vestuarios -más marcados los de las tres mujeres- parecen decir “soy ficción”. El tiempo que pasa y no deja huellas en los cuerpos que actúan y que narran.
La madre es una magnífica Marita Ballesteros, a la que vemos envejecer en gestos y en movimientos y renacer de algún modo con la vuelta de tuerca de uno de los cuentos.
Lo que se pierde se tiene para siempre está ubicada en una línea que divide la palabra cotidiana asentada en la referencia -hija, madre, padre, casas, taller, mujer que ayuda, televisor, hermano, muebles, escuela, campo- y la palabra que construye universos en los que aquello que se dice no nombra, en los que se guarda, olvida, obtura la memoria. Este ejercicio de doble anclaje también se vislumbra en los objetos-escenográficos, en la iluminación, en el vestuario y en la actuación de todos y cada uno de los que habitan la escena. Tal vez tenga que ver con el origen: un pie en la narrativa y otro en la escena, en la pura palabra y en las materialidades diversas.
Sin duda, la dirección de Anahí Berneri entramó estos elementos dispersos a priori, provenientes de orígenes distintos, y los conjugó en un mismo espacio de tal modo que la percepción de la propuesta es de armonía absoluta, como si perder y quedarse con algo, como si lo poético y lo cotidiano, fueran simplemente dos caras de una misma moneda.
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