Lo que Blackie me enseñó
Un accidente doméstico común en los ancianos, una caída en el baño, el miércoles pasado, me dejó parecido a la caracterización de Lon Chaney en El fantasma de la Ópera de 1925. No pude participar, por lo tanto, del homenaje que en esa tarde se rendía a Blackie en el Maipo. Dedico entonces esta columna a la evocación de esa mujer extraordinaria, a la que conocí cuando Jacobo Timerman me envió a entrevistarla para Primera Plana, a comienzos de los años 60. Confieso que nunca asistí a sus recitales de negro spirituals y blues; yo era muy joven por entonces (años 30, 40) y la vi por primera vez en 1942, creo, en Si Eva se hubiese vestido .
Blackie (o sea, Paloma Efrom) vivía en una casa de departamentos, de inevitable estilo francés, en la avenida Córdoba entre Uruguay y Paraná, o por ahí. Yo había oído de su trato austero y su severidad y lo comprobé cuando me ordenó, apenas di el primer paso, que me calzara los patines de fieltro que mantenían el parquet inmaculado. No volví a verla hasta años después, cuando vivía en Santa Fe ¿y Anchorena? (no recuerdo bien) y me citó para ofrecerme reemplazar, en su programa de Radio Continental, por un tiempo a Bernardo Ezequiel Koremblit, que se iba de viaje. Acepté, no sin cierta alarma: yo había hecho algo de radio con el malogrado Miguel Ángel Merellano y con Antonio Carrizo, pero Blackie, dada su personalidad, me sonaba a mayor desafío. Me convenció mi amiga y colega Giselle Casares, que colaboraba en ese programa.
Nunca olvidaré la primera tarde, cuando ella me preguntó qué estaba leyendo. Era una semblanza de Schliemann, el descubridor de Troya y sus tesoros, y de cómo había resucitado a la ciudad dela Ilíada . Conté esa historia y Blackie comenzó a desgranar sus comentarios, a hacerme preguntas. Cuando terminó el espacio, advertí que, increíblemente, en un programa radial de la tarde habíamos comentado un episodio que aparentemente no debía interesar a muchos y, sin embargo, el teléfono de la radio no paraba de registrar la reacción favorable de los oyentes. Primera enseñanza: la cultura interesa a mucha gente, cuando se tiene la habilidad de hacerla interesante. En sucesivas emisiones comprobé la destreza con que Paloma resolvía los mil problemas que pueden surgir a cada rato frente al micrófono. En un gran portafolios, una especie de bolsa insondable, guardaba infinidad de recortes, anotaciones, libros, que en cualquier momento cubrían la ausencia de un invitado, o la accidental falla de un colaborador. Segunda enseñanza: estar siempre preparado para una eventualidad cuando se enfrenta al público.
¿Qué no le interesaba a esa mujer de voz grave, ceño severo y una oculta ternura, que a veces dejaba asomar en una leve caricia, en una inesperada sonrisa? Culta, lectora incansable, tenía sentido del humor y se preocupaba de verdad por los problemas del prójimo.
Dos imágenes inolvidables: cuando estábamos creo que en Splendid, en una tarde de lluvia feroz, el portero de la radio la llevaba en brazos hasta el taxi que la esperaba en la puerta (ya no se sentía bien). Y, en la época de Continental, yo entro al Tortoni por la puerta de Rivadavia y la veo en una mesa lejana, tan menuda y frágil, sumergida en la lectura, rodeada de libros y papeles. Sentí que estaba muy sola, pese al afecto de tantos: acaso en esa soledad estaba su fuerza, como lo quería Ibsen.
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