Lluis Pasqual: el niño terrible del teatro español recuerda al “príncipe” Alcón, la admiración de Alfonsín y una escapada en avión presidencial a Cataratas con Banderas
De paso por Buenos Aires, el director catalán recuerda sus míticas puestas en el país desde los años 80 y su larga y tormentosa relación con el primer actor; este año regresará a escena con una puesta de Los días felices de Beckett protagonizada por Cecilia Roth
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El director teatral Lluis Pasqual es una de la figuras más destacadas de la escena española. De joven, se hablaba de él como el enfant terrible del teatro europeo. Hasta hace poco, su trabajo como director de escena se complementó con la dirección de grandes salas europeas. En 1976, junto a amigos y en plena período expansivo tras la muerte del dictador Franco, fundó el Teatre Lliure, sala emblema de Barcelona. En los 80, fue nombrado director del Centro Dramático Nacional de España. En los 90, dirigió el Odéon-Théâtre de l’Europe, de París; y la Bienal de Teatro de Venecia. Hasta antes de la pandemia, volvió a ocupar la dirección de Lliure y, luego, la del Teatro del Soho Caixabank, la sala Antonio Banderas ubicada en Málaga. En su extensa y premiada trayectoria hay dos intérpretes íntimamente ligados a su recorrido: la dama de la escena española Nuria Espert y el “príncipe del arte del actor”, como él mismo lo definió, Alfredo Alcón. Con ambos Lluis Pasqual ha tenido un vínculo artístico que le ha permitido iluminar todavía más a estos dos seres iluminados, Con puesta de Pasqual, Espert y Alcón protagonizaron Haciendo Lorca.
En el primer lunes de 2023, en un bar de San Telmo, Lluis Pasqual comparte una charla con LA NACION. Vino a Buenos Aires por motivos personales, pero también laborales. La ciudad ya le es conocida gracias a los diversos montajes que presentó en los teatros porteños. En ese viaje por el tiempo, recuerda su primera visita a Buenos Aires cuanto trajo La vida del rey Eduardo II, de Inglaterra, que protagonizó Alcón junto a Antonio Banderas y un numeroso elenco del Centro Dramático Nacional que se presentó en el Teatro Nacional Cervantes.
De aquellas pocas funciones el Cervantes que acapararon todas las miradas, él cuenta una anécdota que narra con tanta emoción como gratitud. “Raúl Alfonsín fue a ver la obra y al otro día nos invitó a la Casa Rosada. En medio del ese encuentro nos preguntó qué conocíamos de la Argentina y le contamos que solamente Buenos Aires. Que habíamos llegado para el montaje, funciones y que debíamos volver ese mismo domingo a Madrid. Me acuerdo que Merecedes Sampietro, que era parte del elenco, le comentó que se quedaban con ganas de ir a conocer a las Cataratas del Iguazú. Inmediatamente, Alfonsín nos dijo que iba a pensar en alguna alternativa. Lo concreto es que el domingo nos puso a disposición su avión presidencial, de pinta militar, fuimos a las Cataratas y la vuelta fue directamente a Ezeiza, en donde ya estaban nuestras maletas, y nos subimos al avión para volver a España. Eso fue un gesto que ya no ocurre en ningún sitio del mundo…
—Anécdota maravillosa. Cuando el Cervantes cumplió cien años, trabajadores de la sala no recordaban que en los últimos tiempos un presidente haya presenciado una función. A lo sumo, pueden ir al Cervantes, que depende del gobierno central, para un acto político o protocolar. Y, recordemos, en 1984 Alfonsín no estaba atravesando días fáciles porque el aparato represor estaba presente.
—Sin embargo, se había hecho del momento para ir a ver la obra y, luego, recibirnos en su despacho y organizarnos el viaje. Fue increíble. Ese gesto decía algo de él y del país.
—Más allá de la presencia de Alcón y Banderas, aquel dispositivo escénico, con la acción trasladada al patio de butacas cubierto de arena y el público en los palcos, dejó un marca en el público, fue un hito.
—Supongo que se juntaron muchas cosas para que haya quedado en el recuerdo. Lo que también tengo muy presente es el fervor del público, aunque hay que dejar en claro que una representación teatral en este país tiene un componente casi religioso. La gente nos esperaba afuera para darnos las gracias. Recuerdo que hacía un frío del carajo y nos aguardaban a la salida. Algo que me conmueve todavía hoy profundamente es que unos chicos y chicas jóvenes nos trajeron unos calcetines. No tenían dinero para regalarnos otra cosa y, como ellos trabajan en una fábrica de calcetines, nos llevaron eso. Lo más enternecedor de todo fue que eran calcetines de niños, de bebé, porque debían hacer en esa fábrica modelos de niños. Fue tan emocionante. Ese fervor, que puede ser hasta excesivo, se perdió en Europa. Luego, con las otras veces que vine a trabajar aquí, me acostumbré a ese tipo de recibimiento. Cuando se piensa en teatro se suele referir a los actores, lo cual es una equivocación. Hay que pensar en ellos pero también en el público al mismo tiempo. Es un todo. Cada colectividad teatral tiene su público cómplice. Yo no pude venir cuando Alfredo y Nuria Espert presentaron Haciendo Lorca, pero las fotos que me mandaban eran como una escena de Broadway con gente esperando en la salida…
—Recordame: ¿eso fue en la Martín Coronado del San Martín?
—En el Lola Membrives, En la Coronado fue en donde montamos Los caminos de Federico. Esa vez nos encerramos en la sala Alfredo, Daniel Bianco y yo. Fue un proceso maravilloso porque a los dos nos encantaba ensayar. Ahí lo convencí de hacer Doña Rosita la soltera, en la que estaba extraordinario y que él no quería hacer. Durante esos ensayos, no sé por qué te cuento esto, yo había incluido en Los caminos… un trozo de La zapatera prodigiosa y le propuse hacerlo en andaluz porque debía dar gracias. Pero él siempre se las ingeniaba para no ensayar esa parte hasta que un día dije basta. Alfredo y yo nos entendíamos con la respiración, como me pasaba con Nuria. En medio del ensayo, para remarcarle que eso tenía que generar risa en el espectador, le dije la frase que no tenía que decir: “Alfredo, no todo es San Juan de la Cruz en la vida”.
—Estalló el demonio.
—¡Uf…! Nunca jamás habíamos tenido una mínima discusión, pero estalló en un ataque de ira mítico de los suyos diciéndome que él no sabía hacer reír, que era una actor limitado y todo ese rollo. Tras cartón, se produjo un silencio total de una hora por reloj. Era ver quién aflojaba. A la hora, sin pronunciar palabra hasta ese momento, comenzó a decir el texto de La zapatera… en andaluz. Daniel empezó a reírse, Alfredo empezó a crecer y terminamos cenando en Edelweiss, como todas las noches. Pero esa hora duró una eternidad.
—Con el tiempo, ¿hablaron de esa largo silencio?
–Nunca. Yo sabía que había dicho lo que no debía decirle, pero era el detonante para que se dejara de joder.
—Lo que son las derivas de las cosas: Alcón, con los años, terminó protagonizando en teatro Los reyes de la risa, con Guillermo Francella, como tantas otras obras corridas de su registro conocido.
—Sí, claro, pero durante años evadió la comedia.
—Y se enojaba cuando era tratado como un actor shakesperiano.
—Sí, lo supe; pero lo había sembrado él. Afortunadamente, lo último que hizo fue Final de partida, un obra de un humor muy inteligente y menos solemne.
—Qué maravilloso vínculo el que construyeron.
—Sí, pero fue todo por casualidad. Nuria me había hablado de él. Yo quería hacer Eduardo II, que ya había montada en Cataluña. Quería hacerla en el Teatro María Guerrero, de Madrid, pero no encontraba actor en España. Se lo comenté a Nuria y me habló de Alfredo, a quien no había visto actuar. El mes de esa charla, Alfredo hizo en España Don Álvaro o la fuerza del sino, dirigido por Paco Nieva. Alfredo, como todos los grandes, no es que estaba mal: ¡estaba peor! Tanto que a la hora del saludar al público se escondía detrás de la actriz porque le daba pudor. Todo era muy mal, un horror, eso suele ocurrir en el teatro; pero cuando te das cuenta que el arroz ya está quemado no hay forma de arreglarlo. Esa noche, después de la función, fui al camarín a presentarme y le ofrecí hacer Eduardo II. Me preguntó: “¿después de haberme visto hacer esto me ofrecés esto otro? ¡Si estoy como el culo!”. Como a los días él iba a hacer un recital poético en Barcelona fui a verlo. Ahí confirmé que había un gran actor. Al tiempo, estrenamos nuestra primera obra juntos.
—Cuando falleció Alfredo te mandé un mail proponiéndote escribir algo sobre él para LA NACION. A las horas llegó un texto bellísimo que pasé a Joaquín Furriel, con quien había trabajado en Los días felices. El entorno de Alfredo decidió que ese texto tuyo fuera la despedida en la voz de Furriel.
—Madre mía, si lo hubiera sabido no lo habría escrito…
Pasqual se queda en silencio, escondiendo tal vez la emoción detrás de sus gafas, hasta saltar con una humorada. Aquel texto que tituló “Ha muerto un príncipe del arte del actor”, comenzaba de este modo: “Un crítico teatral inglés escribió un día con mucha justeza que no se podía interpretar del mismo modo si uno se llamaba Laurence Olivier que si uno respondía al nombre de John Gielgud, el de Richard Burton o el de Marlon Brando. Alfredo Alcón estuvo siempre a la altura de lo que nos puede hacer soñar su nombre. A mí me hizo soñar cuando no le conocía y una amiga pronunció ese nombre y me dijo que el actor que yo andaba buscando era él. Y siguió alimentando mi sueño desde el primer día que le conocí. Y alimentó el sueño de todos y cada uno de los espectadores que le vieron en el cine, en la televisión, y sobre todo en el teatro, y se sobrecogieron, como lo hice yo desde el primer encuentro, ante un gigante del arte de la interpretación”.
¿Cecilia Roth haciendo Beckett?
De pequeño, la madre de Lluis Pasqual solía escuchar canciones de Federico García Lorca. En perspectiva, claramente aquello dejó su huella. De joven estudió filología catalana. Entró a estudiar teatro, según ha declarado, a los 16 años casi por casualidad, con la idea –no menor– de cambiar al mundo. También por casualidad le pidieron de dirigir una obra a los 19 años. Aceptó. Alquilaron un teatro para tres días y duró dos años. De repente, se convirtió en alguien. Cuando se encontró con el escenógrafo Fabià Puigserver y otros amigos fundaron en 1976 el Teatre Lliure tras la muerte del dictador Franco. Era una época histórica de entusiasmo, fundacional, de querer sacarse “toda la caspa”, como dice el mismo Pasqual. El Lliure, con el tiempo, devino en el gran centro dramático de Barcelona que, con los años, terminó dirigiendo en diversas oportunidades.
Su cartas de presentación en aquellos tiempos iniciáticos era “juventud, energía, fuerza y entusiasmo, Y pasión, por ser español- apunta el llamado enfant terrible de la escena de ese país, devenido también en un exquisito gestor de salas-. En España una de las primeras cosas que hizo el gobierno socialista fue restaurar 50 teatros. Logré tener una cena con el ministro de Economía porque el de Cultura no podía afrontar esa inversión. En la reunión con el ministro me pidió una cifra para encarar todo eso. Rápidamente, imaginé un número, lo tiré en la mesa y me dijo ‘vale’. Eso, ahora, para conseguir una mínima parte de ese monto te lleva un año y te tienes que acostar con medio gobierno. No puede ser…”, apunta entre risas en el bar de San Telmo.
Cuando ya era un director de escena de fama mundial, su primer montaje porteño fue Eduardo II. El último, si no fallan los cálculos, fue en 2019, cuando Nuria Espert presentó Romancero gitano. Entre una obra y otra presentó en estas tierras Los caminos de Federico y La tempestad, ambas el Teatro San Martín, con Alfredo Alcón. En 1992, otra vez en el Cervantes, presentó Tirano Banderas, de Valle Inclán, en donde actuaban Lautaro Murúa, Leonor Manso y Patricio Contreras, entre otros.
En 2018, se instaló en un departamento en Madrid un tanto cansado del clima político de Barcelona. De buenas a primeras, al año vino la pandemia que le hizo cambiar de ritmo, bajar varios cambios. “Como no tengo tanto mundo interior, leí sin culpa”, admite. Pero, al parecer, a los 71 años, al que pensaba tener una agenda sin tantos compromisos, algo le salió mal: tiene 2023 lleno de proyectos. Uno será en Buenos Aires. “Yo no te lo debería decir porque trae mala suerte, cosa que espero no suceda; pero con producción de Sebastián Blutrach [dueño del teatro El Picadero] queremos hacer para el año próximo, pero ensayaremos esta temporada, Los días felices, de Beckett, con Cecilia Roth. Y en lo que hace al resto del año tengo pendiente una puesta de Bodas de sangre en el teatro Romano de Pompeya, Italia; una ópera en el Teatro de la Zarzuela, de Madrid; y abro la temporada de la Scala de Milán con Don Carlo, de Verdi. Ya ves, toda la idea de tener un año relajado se me fue a la mierda”, dice entre risas.
Confiesa que de los cuatro proyectos, Los días felices es el más deseado. En la obra, el personaje de Winnie aparece enterrado hasta la cintura. Cada mañana se despierta elogiando la belleza del día mientras, cada vez, su cuerpo se va enterrando más. “Me parece que es la imagen general del mundo y, específicamente, de la Argentina, aunque se me podrá cuestionar que yo diga esto viviendo en otro lado. Pero esa superviviente que viene de un pasado esplendoroso y que aunque cada vez esté más tapada sigue sonriendo, maquillándose sin que se sepa muy bien los motivos. El público termina viendo a esa mujer solamente la cara, siempre al borde del ahogo; pero -aclara- no se muere”.
Nunca había trabajado con Cecilia Roth. Lluis Pasqual suele decir que le gustan los buenos actores, por eso ella. Y también porque para este proyecto consideró que era importante que se tratara de una actriz argentina. “Hay un momento de la obra en que dice que habla, que habla, que habla para vivir, para que alguien la escuche — cuenta entusiasmado-. Y vosotros, que sois practicantes del psicoanálisis con un fervor tan grande casi como el fútbol, es algo que siento aquí que todos hacen”.
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