Las nueve horas de Stoppard
Tom Stoppard cobró fama cuando estrenó en Londres, en 1966, "Rosencrantz y Guildenstern han muerto" (puesta en el San Martín por Osvaldo Bonet en 1969). Nacido en la actual República Checa, llevado muy niño a Inglaterra, criado y educado allí, sucesivas obras -entre ellas, también conocidas aquí, "Travesties" (1974) y "La invención del amor" (1997), ambas dirigidas por Julio Piquer- afirmaron su renombre. Ahora presenta, en el Olivier Theatre, una trilogía titulada "La costa de Utopía", que dura nueve horas y se divide en otras tantas entregas: "Viaje", "Naufragio" y "Salvataje".
"Hoy en día no se habla mucho en el teatro", ha observado Stoppard. Para contrarrestarlo lanza a escena a noventa personajes que, según los críticos, parlotean sin cesar de una punta a otra de la trilogía, rodeados (o, mejor dicho, cercados) por montones de libros, diarios, revistas, folletos, telegramas y toda clase de papel impreso -además de cartas-, y dedicados a discutir vehementemente sobre Pushkin, Hegel, Kant, Schelling, Fichte, Marx y Saint-Simon. Porque se trata nada menos que de una crónica de los revolucionarios rusos en el siglo XIX, centrados en Alexandr Ivanovich Herzen (1812-1870), precisamente autor de "El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia". En torno de ese personaje circulan otros, seguramente mejor conocidos por el público: el novelista Turgueniev, el anarquista Bakunin y el filósofo Karl Marx, presentado este último como un energúmeno.
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Porque Stoppard no ahorra dardos contra los bolcheviques y el comunismo tal como lo instauraron Lenin, Stalin y sucesores. Se entiende: su familia huyó de los nazis, primero, y luego de los soviéticos, y cuando el dramaturgo volvió a Checoslovaquia, en 1970, lo que vio no le gustó nada. Dice el crítico inglés Peter Kemp: "Además de la sobreabundancia de parlamentos y textos, "La costa de Utopía" derrocha personajes y lugares. Abarcando desde 1833 hasta 1868, la acción se traslada de una finca campestre a Moscú y San Petersburgo, a un balneario termal alemán, a salones, barricadas y bohardillas de artistas en París, una cárcel en Sajonia, la costanera de Niza, el Parlamento en Londres, la isla de Wight y cafés y un castillo en Suiza... Habiendo pasado tantos años en la investigación destinada a este colosal proyecto, Stoppard parece decidido a no suprimir nada que figure en sus libretas de apuntes... A lo largo de esta trilogía que trata de la pesadilla de la censura estatal uno se encuentra deseando que el autor hubiera usado más a menudo el lápiz rojo..."
Director de semejante desmesura, cuyo trabajo es elogiado como espléndido, es el veterano Trevor Nunn, que ha procurado ordenar un material tan rico y buscado la manera de disimular la irresistible tendencia del autor a irse por las ramas ("aun los que comparten la admiración de Stoppard por Herzen comienzan a impacientarse tras nueve horas de reiteración de sus virtudes y de repetir los mismos argumentos contra sus oponentes"). Para ello se sirve de la formidable maquinaria del Olivier, su escenario giratorio, proyecciones y la inspirada música de Steven Edis. El resultado es que cada escena quita el aliento por su belleza plástica: "La casa de campo de Bakunin, donde transcurre la primera mitad de "Viaje", es un deslumbrante idilio de plateados abedules frente a una fachada neoclásica. Se oyen trémulas balalaikas mientras las jóvenes se conmueven con "Eugenio Oneguin" y las novelas de George Sand... La otra mitad se abre con una escena en la pista de patinaje del Zoo de Moscú, donde jóvenes parejas se deslizan sobre el hielo y alrededor de ellos las jaulas de los animales aparecen y desaparecen, amenazadoras".
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