La última visita de la gran Eleonora Duse
El 3 de octubre de 1858 nació, al parecer en Viareggio, la célebre actriz italiana Eleonora Duse: el año próximo se cumplirá el sesquicentenario de ese acontecimiento. Y hace poco más de un siglo, en agosto de 1907, Eleonora Duse actuó por última vez en Buenos Aires, en el Odeón. Había venido ya en 1885, con la compañía de Cesare Rossi, cuando apenas despuntaba la fama que la consagraría en el mundo.
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La imprecisión sobre el lugar del nacimiento de Eleonora se debe a que sus padres, Alessandro Duse y Angelica Cappelletto, eran cómicos de la legua, figli d arte , errantes por los caminos de Italia. Fue la suya una infancia triste, casi miserable, de la cual arrastró siempre la melancolía y (dada la alimentación escasa) el físico frágil. Aunque la pusieron en las tablas a los tres años de edad (hacía de Cosette niña, en una versión de Los miserables) , el teatro no le gustaba. Pero siguió la tradición familiar y ganó el primer aplauso como Julieta (tenía la misma edad del personaje) en la tragedia de Shakespeare, representada en la Arena de Verona.
La gran oportunidad se le presentó en Nápoles, donde era seconda donna en el elenco de Adolfo Drago, cuando tuvo que reemplazar a la prima , que había enfermado. En la sala estaba un famoso actor, Giovanni Emanuel, que la convocó poco después al formar compañía con la no menos famosa Giacinta Pezzana. A los veinte años, la Duse fue Electra en Orestes, de Alfieri, Desdémona, en Otelo, y, por fin, la consagración: Teresa Raquin , sobre libro de Emile Zola, que la felicitó por su trabajo.
A partir de allí, entre amores siempre contrariados (la unión más célebre la tuvo con Gabriele D Annunzio, que la maltrató y ofendió) y giras internacionales cada vez más amplias y exitosas, Eleonora fue desarrollando una personalidad singular, una intensa espiritualidad unida a una sensualidad refinada. El único enamorado que la comprendió y ayudó, que le enseñó a cultivar la lectura, a vestirse con gusto y a elegir a sus dramaturgos, fue Arrigo Boito, el libretista de Verdi y compositor de la ópera Mefistófeles . Gracias a él, la Duse conoció a Ibsen, en adelante su autor favorito. Siguió fiel a D Annunzio, pese al maltrato ( Francesca da Rimini, La Gioconda, La città morta, La antorcha bajo el almud ) y a que él, que le había prometido su tragedia rural La figlia di Iorio después se la encomendó a Irma Gramatica. Pero sus grandes personajes fueron los de Ibsen: Elida, en La dama del mar ; Hedda Gabler ; Rebeca West, en Rosmersholm . Y, de Dumas hijo, Margarita Gautier en La dama de las camelias , en abierta rivalidad con Sarah Bernhardt (la que, por otra parte, según Eleonora, le reveló la magia y el misterio del teatro durante una representación en Turín).
Esos fueron los personajes que trajo la Duse en 1907 a Buenos Aires, en su segunda y última visita. Debutó con La Gioconda , de D Annunzio, y el Odeón se vino abajo de ovaciones y bravos. En 1932, el historiador Taullard consignó: "No era físicamente ni la sombra de lo que había sido años antes: pasaba ya los cincuenta (en realidad tenía 47) y tenía la cabeza casi blanca, había perdido sus encantos, pero en la escena aún hacía olvidar su decadencia". Tal vez por aquello que escribió el gran crítico danés George Brandès: "La señora Duse no es bella, pero es capaz de la belleza".
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Festejada y mimada por los porteños, la Duse fue invitada por la compañía de Pablo Podestá a una función en su honor, en el Marconi. Se representaron Barranca abajo y Gabino el mayoral . Finalizada la función, saludó a Pablo en el camarín y con su franqueza habitual le dijo: "Vine forzada y salgo maravillada". En 1912 anunció su retiro de la escena, pero debió volver, en 1921, arruinada por la guerra. Murió repentinamente en Pittsburgh, en los Estados Unidos, durante una gira, el 21 de abril de 1924, y fue sepultada en los terrenos de su villa en Asolo, frente a las colinas y los bosques que amaba. Fue la primera en advertir que el cine (filmó Cenere en 1916) exigía una técnica interpretativa distinta de la del teatro. Pirandello dijo de ella: "Nunca fue y no podría ser simplemente una actriz [ ]. Su espíritu se ha ido desarrollando sin pausa a través del estudio intenso y la meditación profunda sobre la vida: así, se ha convertido en una grandísima personalidad, y no solamente del teatro [ ]. Quien, como yo, tuvo la suerte de verla en La dama de las camelias , no olvidará jamás el encanto romántico, la secreta dulzura y la tremenda pasión que sólo ella es capaz de expresar en esa medida".
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