La traición del primer plano
Un lector muy enojado me increpa por teléfono: "Usted le ha faltado el respeto al patriarca del espectáculo argentino, nada menos que a don Enrique Muiño". Se refiere, claro está, a la columna titulada "Muiño-Alippi, la extraña pareja", publicada el pasado miércoles 13 de marzo.
Trato de explicarle que, en realidad, es exactamente lo contrario: tan sólo que, como muchas otras grandes figuras del teatro en los años 30, Muiño fue abruptamente transportado del escenario a la pantalla, sin la necesaria adaptación al nuevo medio. Eleonora Duse fue la primera actriz de teatro que advirtió la necesidad de otra técnica expresiva para el cine, en Cenere, un film de 1910.
En general, a los actores argentinos de la época les costó bastante adaptarse al nuevo medio. Pepe Bianco, cuya novela Las ratas fue llevada al cine por Luis Saslavsky, me comentó una vez: "Fijate que los actores argentinos nunca tienen gestos casuales: jamás se rascan la nariz, o la oreja, parecen estar siempre esperando ansiosos el pie para decir su letra".
No se trata, pues, de un defecto de don Enrique -el exceso de gesticulación, que en escena ni se nota-, sino de la falta de una orientación adecuada. Justamente en el mismo film que motivó la observación sobre el exceso de expresividad de Muiño, hay un ejemplo de notable sobriedad. Se trata de La guerra gaucha, de Lucas Demare (1940), en la secuencia en la que Francisco Petrone debe reconocer el cadáver de su hijo adolescente, muerto en acción. Sin mover un músculo de la cara, tan sólo con la intensidad de la mirada, Petrone asume la grandeza de la tragedia. Aun hoy, a más de medio siglo de ser filmado, sigue siendo uno de los primeros planos más extraordinarios de la historia del cine, y no sólo del cine argentino; comparable con primeros planos de Spencer Tracy, Paul Muni o Anthony Hopkins.