Poema ordinario. Dramaturgia: Juan Ignacio Fernández. Dirección: Lisandro Penelas. Intérpretes: Fernando Morales Beascoechea, Ignacio Torres, Cecile Caillon, Julieta Timossi. Diseño de luces: Soledad Ianni. Escenografía: José Escobar. Vestuario: Eugenia Limeses. Diseño sonoro: Agustín Valero. Asistencia de dirección: Fernanda Pérez Bodria. Sala: Moscú Teatro, Camargo 506. Funciones: sábados, a las 22; y domingos, a las 18. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: muy buena
Del silencio inicial al chirrío de los grillos. En apenas unos segundos, el sonido conduce a la platea a un ambiente húmedo y lejano. Y entonces, ya está dentro de la historia. Esa es una de las capacidades más abrumadoras del teatro: hacer viajar en un instante al espectador con sonidos, imágenes y palabras. Y aquí todos los elementos escénicos están trabajando juntos, en armonía para construir esta historia, para darle verdad a un cuento, para darle espesura, para demostrar con fuerza que si al texto se le suma una puesta cuidada y sólida crece, se ensancha.
Hay acaso algo aún más potente que las pasiones humanas: la naturaleza, feroz, indomable. Esto lo sabe bien el dramaturgo Juan Ignacio Fernández, conoce y explora en sus textos la capacidad arrolladora de la naturaleza, su salvajismo, su irreverencia. Y los hombres, en una batalla perdida, intentan entenderla los más sutiles pero dominarla jamás. Esta historia ocurre al costado del río Paraná. Una mujer y su hija viven en la barranca del río. Para subsistir alquilan la pieza del fondo, la que en un pasado mejor fue de Lorenzo, el otro hijo, a un joven ingeniero que temporalmente trabaja en el pueblo. Pero, después de cinco años de ausencia, Lorenzo vuelve. Buscando respuestas de su pasado se encontró con más preguntas y con más rencores.
Una historia compleja de seres destrozados, abandonados y que abandonan, sumergidos en la podredumbre, con las vidas ajadas por vínculos pobres pero con la incansable búsqueda de la felicidad o, al menos, destellos de ella. Calor húmedo del litoral, cervezas que se acumulan en los cuerpos. Y la naturaleza que acecha. La Tutu, animal misterioso, sabe de tiempos y de espera para conseguir a sus presas.
Penelas cuida detalles, entiende que gran parte de esta historia hay que construirla desde las actuaciones y desde la puesta, crear el clima necesario de profunda intimidad a la vez que de inquietud. Por eso, los cuatro actores llevan la tensión en el cuerpo, la desconfianza, la tristeza. Cecile Caillon como Federica, la madre borracha, disfuncional y que por momentos pierde la cordura es realmente apabullante. Se celebran actuaciones tan certeras, con resto. Y la proximidad con la platea permite el disfrute de todos los gestos.
Cuando Penelas y Lumerman fundaron esta sala hace unos pocos años le pusieron Moscú, su deliberado homenaje a aquel teatro nacido a comienzos del siglo XX sigue vigente. Aquí la historia es ordinaria. Y sí, es abrumadoramente habitual, común y eso la hace cierta. Claro que la clave está en llevarla a escena y que el teatro haga su magia: encontrar la esencia del hombre en sus pequeños gestos, es sus pesares mundanos.
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