La madre del desierto: nueva chance para la Difunta Correa
La madre del desierto / Libro y dirección: Nacho Bartolone / Intérpretes: Alejandra Flechner, Santiago Gobernori / Iluminación: David Seldes / Escenografía y vestuario: Endi Ruiz / Música: Franco Calluso / Funciones: De jueves a domingos, a las 21 / Teatro: Nacional Cervantes / Duración: 70 minutos / Nuestra opinión: muy buena
La Difunta Correa -lo saben hasta los escépticos- es un mito nacional acerca de una mujer, suerte de soldadera con bebé a cuestas, que siguió a su marido, obligado a combatir por las huestes de Facundo Quiroga. En sanjuanina tierra sarmentosa (por Sarmiento, el prócer, sí; pero también por áspera y desértica), la mujer, cuenta la leyenda -indocumentada- murió de agotamiento y deshidratación, pero -voilà el milagro que la convirtió en santa popular, sin esperar el visto bueno del Vaticano- durante dos días siguió alimentando a su criatura con la leche que fluía generosa de sus pechos. La zona de Vallecito, donde se cuenta que fue encontrada por unos arrieros, se convirtió en santuario, donde los visitantes siguen dejándole botellas de agua para calmar tanta sed. En el lugar hay salas que atesoran ofrendas de los promesantes: trajes de novia, objetos diversos, incontables exvotos que semejan instalaciones espontáneas. Asimismo, la Difunta Correa dio pie a una olvidable película local (1975), a versos de León Benarós, a infinidad de plegarias al dorso de estampitas con la icónica imagen de la finada de rojo, tendida en el suelo, el niñito abrochado a su pecho, un rayo de luz divina iluminando la escena. En 2014, se anunció que Florencia Kirchner había dirigido un corto inspirado en Deolinda Correa. La actriz y dramaturga cordobesa Camila Sosa Villada viene haciendo en distintas ciudades El cabaret de la Difunta Correa, y un reciente estreno fílmico, La novia del desierto, evoca indirectamente el mito que inspira a Nacho Bartolone: La madre del desierto.
Un telón desprolijamente colgado y que se arruga al llegar al piso tiene pintadas elevaciones que sugieren tanto el Valle de la Luna de San Juan, como una parte de Monument Valley de un western de John Ford. Sobre el escenario, un árbol mustio del que cuelgan cintas coloradas, un palo con carteles señalizadores (Usted está aquí, La Rioja), cactus y otras suculentas aquí y allá, falsas piedras, una enorme calavera de caballo? Así es la fantástica escenografía creada por Endi Ruiz, artista singular que también diseñó el vestuario en consonancia: inefable mameluco azulado con estrellitas para el Bebo Pura Leche, estupendamente actuado por Santiago Gobernori, tanto en la minuciosa gestualidad, como en el trabajo vocal y la expresividad de su rostro; las ropas de Deolinda Correa, a cargo de Alejandra Flechner, que subraya los rasgos cómicos de su rol -más aún cuando interpreta brevemente a su marido (y entonces Gobernori se vuelve Facundo Quiroga)- denotan igual libertad creativa: Ruiz viste a la mujer con miriñaque sobre el que quedan hilachas de una falda y debajo, unos calzones que aluden al chiripá de la Mazorca rosista, de un rojo desteñido. Y la pieza maestra: un supercorpiño color carne con sus correspondiente pezones que habría dado envidia al mismísimo Howard Hughes (el creador de sostén de Jane Russell en El proscripto). De esos pechos de pacotilla se prende el Bebo, cuando no discurre sobre los derechos de su edad antes de anunciar que es un ente separado. El niño sin bautizar, sin nombre, que va a quedar sin madre y -seguro- sin padre, deviene el personaje más interesante, sorprendente de esta obra que, aunque portadora de ideas, irreverente y divertida, no llega a las alturas de Piedra sentada, pata corrida, la primera estrenada de Nacho Bartolone, sin duda mejor trazada narrativamente. De todos modos, el dramaturgo y director prosigue desplegando su revisitación personal y desmadrada de la historia argentina, las fluctuaciones de la identidad, las antinomias como marca de origen. Además de las múltiples referencias que cita el programa de mano, Bartolone es capaz de recurrir con igual desenfado a un poema de Osvaldo Lamborghini y a una canción que popularizaron Gaby, Fofó y Miliki.
Corresponde destacar a los músicos, interpretando oportunos temas de Franco Calluso, que casi se funden con el paisaje vestidos uno de cóndor, la otra de cactus.
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