La ira de narciso / Dramaturgia: Sergio Blanco / Intérprete: Gerardo Otero / Iluminación: Ricardo Sica / Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez / Video: Francisco Castro Pizzo / Entrenamiento corporal: Viviana Iasparra / Asistencia de dirección: María García de Oteyza / Producción: Maxime Seugé, Jonathan Zak / Dirección: Corina Fiorillo / Funciones: jueves y viernes, a las 20.30 / Sala: Timbre 4, México 3554 / Duración: 80 minutos / Nuestra opinión: muy buena
Tras la muy elogiada Tebas Land, Corina Fiorillo vuelve a dirigir un texto del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco. Hay aquí varios de los procedimientos de su pieza anterior, empezando por su pacto de autoficción. La pieza se organiza alrededor de un personaje que es el propio Sergio Blanco, encarnado por Gerardo Otero. Esas coordenadas enturbian al máximo el difuso límite entre realidad y ficción. Otero aclarará el código, pero, al hacerlo, marca una de las cuestiones más ricas de la obra: las relaciones siempre complejas entre un texto y su puesta.
El espacio, uno de los grandes aciertos de La ira de Narciso, se arma a partir del piso apenas elevado, las luces a vista que el actor operará y una serie de pantallas. La puesta enfatiza su artificialidad, denuncia sus condiciones de producción. Aquí nada falta y nada sobra, ninguna pieza es superflua en el engranaje que presenta Fiorillo. La sala de Timbre 4 se aprovecha también en sus pliegues, las escaleras que separan las filas de butacas, las puertas por las que el actor entra a escena consiguen una densidad poética al utilizarse.
La obra trata del viaje de Sergio Blanco a un congreso en Liubliana, capital de Eslovenia, donde va a dar una conferencia sobre el mítico Narciso. Mediante una aplicación de citas para teléfonos celulares, tiene un encuentro con un joven en su hotel. La relación se enturbia con el paso de los días y la presencia de una serie de manchas de sangre que Blanco descubre en su habitación y llevan la pieza a un registro de policial.
Gerardo Otero se ofrece a un texto y un papel que exigen una máxima exposición. Tiene buenas herramientas para hacerlo: dicción clara, concentración superlativa, cuerpo dispuesto y, quizá lo más valioso, un gran trabajo de foco. Si la historia pasa clara es por el saber mirar que utiliza. Su foco cambia cuando es un personaje u otro, cuando apela a un espacio del recuerdo o a algo que está mirando en ese momento, un trabajo sutil que compone un universo. La iluminación de Ricardo Sica y el vestuario de Gonzalo Córdoba Estévez saben, también, jugar al límite entre lo que muestran y lo que ocultan.
El mito de Narciso es, entre otras cosas, un mito de la mirada. El reflejo del ojo del bello joven contra el agua de la fuente que terminó por condenarlo habla de un juego de repeticiones, de espejos que se miran, de un abismo que se refleja en otro. Esto está en la obra, la acumulación de objetos iguales recorre toda la pieza, sean latas de gaseosa o muñequitos. La batalla de la repetición es, también, la que se libra entre una dramaturgia en extremo inteligente y el cuerpo del actor. Si el texto entraría bien en una antología literaria, hay algo del cuerpo de Otero que lo lleva a otra zona, ambigua. Como esa escena en la que da forma a una extraña danza con movimientos boxísticos, testimonio de un cuerpo que se resiste y lucha a la sujeción que las palabras, por momentos, parecen exigir.
Los puntos de fuga que ofrece la pieza son sus momentos más ricos, esos que no cierran con la lógica estricta que el policial demanda, donde los múltiples planos y paradojas con los que juega La ira de Narciso encuentran su unión.