La Bella Otero
En agosto de 1906, el debut de una artista de fama mundial conmovía a Buenos Aires. En El Nacional, teatro inaugurado hacía poco (y que perdura en Corrientes al 900, en el emplazamiento original), su fundador y propietario, Jerónimo Podestá, hacía un alto en la temporada para recibir a la Bella Otero. Era notorio que la fama de Carolina, gallega de Pontevedra, nacida en 1868, provenía menos de sus dotes de bailarina que de sus innumerables amoríos con nobles europeos, incluidos dos o tres reyes, millonarios norte y sudamericanos, y, en fin, todo aquel capaz de mantener a esta bellísima mujer en su rumbosa existencia de "gran horizontal", eufemismo éste aplicado en París -su centro de operaciones- a algunas damas de pequeña virtud (otra metáfora) y caudalosos gastos suntuarios: joyas, ante todo, y luego ropa lujosa, mansión en la ciudad y casa de campo, automóviles, criados a granel, viajes en primerísima clase, etcétera. Liane de Pougy, Cléo de Mérode, figuraban también en la lista. A la Bella le complacían sobre todo las alhajas: en un film sobre su vida, María Félix, que la encarna, dice esta línea memorable (tratamos de reproducir su extravagante fonética): "Yeme les perles me surtú les emerodes".
Con semejante currículo, una multitud de elegantes, esnobs y curiosos colmó esa noche la sala de El Nacional para asistir a la primera de las diez funciones, anunciadas en este diario como "de cantos y bailes, tres comedias en un acto y una pantomima, con una orquesta de 24 profesores, dos compañías de pantomima con la Otero de protagonista, y el primer mimo de París, M. Jacquimet, con un repertorio especial para familias". Esta última advertencia se proponía desactivar el rumor de escándalo que acompañaba a la Bella. Ignoramos si las familias respondieron a la invitación, pero el grueso del público se compuso, naturalmente, de enardecidos caballeros deseosos de comprobar los méritos de una cómica (como se denominaba por entonces, con desdén, a las mujeres dedicadas al teatro) cuyo equivalente actual sería una modelo notoria.
* * *
Arturo Jiménez Pastor describió con sorna el debut, en la revista Caras y Caretas: "Aparecer la Belle y producirse una aclamación heroica fue todo uno [ ]. Y así fueron sucediéndose las aclamaciones, dirigidas por los caballeros principales de los palcos de honor, mientras la grande artista se despachaba con una genial pantomima [ ]. La Belle bailó unas seguidillas también geniales, cosa nunca vista [ ]. Ella frunció las cejas, diciendo «¡Ja!» y estalló una ovación; volvió a presentarse, puso las manos en las caderas, diciendo «¡Je!» y estalló otra ovación ¡Inolvidable espectáculo!". Después de una breve gira por Uruguay y Brasil, Carolina reapareció en Buenos Aires, en el Casino, y se despidió. Debemos, una vez más, estos datos a la imprescindible "Historia del teatro argentino", de Beatriz Seibel (Corregidor, 2002).
De monsieur Jacquimet, "primer mimo de París", ni una palabra. Tampoco sabemos, aunque es presumible, con cuántos de esos caballeros porteños principales "de los palcos de honor", alternó durante su estada la célebre cortesana. Quien hace de ella una descripción admirable es Colette, en una entrevista que figura en "La vagabonde". Es un día de verano en París. La Otero recibe a la escritora en enaguas y descalza. Como su conversación no da para mucho y su francés, tampoco, resuelve que la mejor manera de expresarse es bailando, y así lo hace. Bañada en sudor, despeinada, baila enardecida, sin cansarse. La prosa de Colette registra cada detalle: la espesa pelambre de las axilas, la figura espléndida (según los cánones del novecientos) de la gallega frenética, la cabellera renegrida, pegoteada, la oscilación de las caderas, la expresión alucinada. Innumerables toallas enjugan después la transpiración que gotea sobre el piso. Al parecer, algo salvaje y auténtico se desprendía de la Bella, algo que trascendía su equívoca fama y la publicidad que la exaltaba.
Carolina llegó casi a centenaria. Murió en 1965, en Montecarlo, donde transcurría su interminable ocaso, pese a la precaria situación económica, sentada día tras día a las mesas de juego donde antaño había despilfarrado las fortunas de hombres que -dice la leyenda- se suicidaron, arruinados por ella. Su sombra lujosa es una de las muchas que discurren todavía por los recovecos de El Nacional.