Antes de estrenar su nueva obra, el actor recibió a LA NACIÓN y, en una charla donde hubo lugar para las reflexiones y el humor, recorrió sus inicios, habló de sus facetas menos conocidas y de sus sensaciones ante la vejez
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Cuando tenía 17 años, Julio Chávez era un enfant terrible que cursaba en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático. En el informe de fin de año, su maestro, Luis Agustoni, fue demoledor: “No te voy a evaluar como actor, pero como persona, cambiá o no vuelvas a este lugar”. El joven rebelde no se hizo problema. Pegó el portazo, decidió que estudiaría medicina y se buscó un trabajo como administrativo en una clínica, pero una noche, en la soledad laboral, se formuló la pregunta del millón: “¿Qué hago yo acá?”. Y entonces pensó en volver al Conservatorio y en actuar que había aplacado su temperamento. El plan funcionó: al cabo de unas clases, Agustoni lo felicitó por su rotundo cambio de carácter.
Hoy, medio siglo después, Julio Chávez (67) rememora la anécdota entre carcajadas y subraya que ese momento lo marcó para siempre. “Esa advertencia de Agustoni me enseñó que me iba a tener que hacer cargo de mí y que era responsable de mis actitudes. Digamos que me tomé la vida en serio”, explica el actor que ha brillado en teatro, televisión y cine y que supo construir papeles tan disímiles y formidables como El Gitano Perotti en la serie El puntero; Charlotte, la travesti que sobrevivió en Berlín al nazismo y al comunismo, en la obra teatral Yo soy mi propia mujer o El Oso, un exconvicto que quiere recuperar a su hija, en la película Un oso rojo, por solo citar tres roles al azar entre decenas de creaciones.
La charla transcurre en el Instituto Argentino de Musicales, una antigua casona luminosa con pisos de madera donde Chávez acaba de terminar un ensayo. Se lo ve de buen ánimo y dispuesto al diálogo, pero eso no quiere decir que sea un entrevistado con respuestas complacientes y políticamente correctas. Ya de entrada arroja varias definiciones tajantes. Escéptico, dice que hoy se perdió el valor de la palabra, que la inteligencia artificial supera todo lo previsible y que vamos en camino a deshumanizarnos. “Yo siento que hace algunos años recibí un palazo en la cabeza y quedé atontado, pero todo el avance tecnológico me parece brutal. Me preocupa hacia donde estamos yendo y lo que estamos autorizando. Ya no nos respetamos ni a nosotros mismos”. Su nueva obra teatral propone una reflexión al respecto. Escrita junto a Camila Mansilla, Lo sagrado –que se estrena este viernes 12 en el Paseo La Plaza y que cuenta en el elenco con el propio Chávez, además de Eugenia Alonso, Rafael Federman (que actuó en La sociedad de la nieve) y Claudio Medina– parte de una historia mínima: un escritor consagrado, que acaba de terminar un libro autobiográfico, recibe la inesperada visita del hijo de una antigua pareja, que viene a pedirle que cumpla una promesa que le hizo años atrás. “Esa promesa conlleva un hecho ético porque los humanos tenemos información sobre el otro que puede ser hiriente. Entonces, ¿dónde empiezan y terminan mis derechos? ¿Cuál es el límite? Es muy complejo definir qué es lo sagrado: enfrenta a un escritor de mi edad con un chico de 22 años. En esta temática también involucramos al arte, si en nombre de su legitimidad se le puede hacer daño a alguien”.
El mal de las distracciones
–En esta época marcada por la inmediatez, ¿qué significa hacer teatro?
–Es un acto de resistencia. Sigo creyendo en el fenómeno del relato y en la actividad del espectador que quiere que se le cuente un cuento. Ubicamos la obra en los años 60 en forma no inocente porque en esa época todavía se escuchaba con cierta seriedad un proyecto y la palabra tenía un espesor. Creemos en el valor de dos seres humanos que se comunican. Hoy, si no pasa algo rápido, la gente se distrae. Por eso no queríamos traer la historia al presente, no queríamos teléfonos celulares.
–¿Usás las redes sociales?
–Sí, tengo redes sociales y las uso. Muchas veces me siento empachado de ellas y por suerte, no han roto mi vínculo conmigo. No desayuno con Instagram. Todavía elijo con quién quiero desayunar y hablar. Hoy, ver una película o leer un libro, también es un acto de resistencia de una enorme exigencia y soledad.
–¿Ves películas en plataformas o seguís yendo al cine?
–Como espectador, veo extraordinarias películas en Mubi. En rigor, en todas las plataformas encuentro a grandes realizadores y disfruto con films actuales. Hay una directora canadiense (Sophie Deraspe) que hizo una versión de Antígona que es soberbia. El ser humano sigue siendo extraordinario. Y no solo en cine: veo a pensadores, gente muy joven que es brillante. No estoy escéptico en ese sentido. Yo sigo a un chico, Diego (Singer), que hace el programa Filosofía a la gorra en Internet, y que tiene una cabeza brillante.
–Trabajaste mucho en cine, ¿tenés alguna película en carpeta?
–Tengo ganas de volver a dirigir una película basada en un libro mío, como hice con Cuando la miro [protagonizada por Chávez junto con Marilú Marini y estrenada en 2022]. Y después no tengo un proyecto fijo. Siempre escribir, pintar, dar clases.
–¿Y la televisión? Has protagonizado varias series para TV, especialmente en Polka, que este año anunció que no tiene ninguna ficción en producción.
–No aparece el proyecto que me entusiasme. Participé en muchas series y aprendí enormemente. Es algo que he desarrollado durante casi 20 años.
–¿Te cansó la televisión?
–No, pero estoy satisfecho. Aceptaré aquello que me vuelva a dar fe, gusto y alegría. Pero últimamente las series de ficción solamente se basan en biografías y eso no me interesa.
–¿Por qué no te gustan las series biográficas?
–¿Sabés lo que pasa? Tengo miedo que me toque el timbre algún familiar de la figura retratada y me reclame: “¿Vos te diste cuenta de lo que dijiste sobre mi tío?”. Todavía existe el portero eléctrico y la persona que lo pueda tocar. Yo no quiero eso. No le encuentro el gusto.
El coleccionista
–¿Cuáles son tus otras pasiones?
–Soy coleccionista de muñequitos que guardo en una vitrina, entre ellos los pequeños que venían en los chocolates. Además, atesoro cientos de películas que tengo en DVD: cada film viene con su respectiva chapita blanca en el lomo de la caja. Tengo muchísimos libros que me están esperando y muchas películas que aún no vi. Es todo alimento para mi vejez.
–¿Te preocupa la vejez?
–Lo que más me preocupa es el desfasaje entre lo que siento y lo que veo cuando me miro al espejo. Eso es un plan maligno. Cada vez me acerco más a lo que era mi papá. Muchas veces he pensado si no es un plan siniestro de nuestros padres para que creamos que somos nosotros y en realidad somos ellos (se ríe). Tengo pudor de darme cuenta que vivo como si tuviera otro cuerpo y otra cara. De golpe, me veo al espejo y concluyo en que no puedo comportarme así con la cara y el cuerpo de hombre grande que tengo. Es una película de terror. Y además me parece que la vejez y la muerte son cosas privadas. Y hacemos de ellas hechos pornográficos.
–¿Hay una exhibición de la muerte?
–Absolutamente. No quiero hacer de eso un hecho público. Tampoco me gustaría involucrar a mucha gente. Yo tengo solo dos o tres personas a las que voy a permitir visitarme a terapia intensiva. Por otra parte, los actores contamos con la obligación de hacer una reflexión sobre el cuerpo y el tiempo porque somos los relatores en la tribu, los que conscientemente contamos cuentitos. Cada uno elige qué le relata a la señora que lo mira. Amo a quienes llevan con candor lo que es la vejez y las arrugas cuando los ojos y los párpados se les caen. Es horrible tener adentro un ser casi muerto con apariencia de joven.
–Entonces, nada peor que alguien te elogie lo bien que te mantenés estéticamente...
–Cuando me dicen “no parecés tus casi 70 años”, lo vivo como una ofensa. ¿Cómo que no parezco? Lo que sí padezco es el tema de la muerte, se me hace muy presente. Pero te voy a decir algo: últimamente estoy un poco desencantado con los seres humanos, de manera que no estoy tan triste de pensar que en algún momento me voy a tener que ir. Algún aspecto positivo tiene el desencanto.
–¿Qué te dio el teatro?
–Es el único espacio donde intento hacer el ejercicio del pensamiento. No tengo un espacio político ni científico para pensar. Yo me alisté en el teatro como un soldado ignorante que llega para hacer algo de su vida y sin quererlo me he transformado en alguien que ha establecido vínculo, identidad, respeto, agradecimiento. Es el único juicio al cual me voy a hacer presente cuando tenga que dar explicaciones. En todos los otros espacios, pueden hacer lo que quieran conmigo, ya que no me voy a presentar porque nunca he pagado una cuota, pero en el arte sí.
Vulnerabilidades
–¿Te seguís sintiendo vulnerable frente a la crítica y la mirada de los espectadores?
–Sí, soy vulnerable a las críticas y la opinión de los otros, es una puerta que no he cerrado. Los actores trabajamos con la sensibilidad y uno de los temas que no quiero perder es la vulnerabilidad. Y tengo por suerte una herramienta que se llama ejercicio de pensamiento. Es más: me gustaría que hubiese más tribunales en nuestro oficio...
–¿Para qué servirían los tribunales?
–Para que nos pidan explicaciones a nosotros, los actores. Tengo discusiones estéticas e ideológicas sobre el teatro porque todo hecho artístico es una invitación para discutir. Yo me siento ciudadano del problema estético. Cualquier ser humano que hace algo relacionado con el arte y el lenguaje pone sobre la mesa una reflexión estética, aunque sea un japonés a quien no conozco. Eso es una universalidad que le compete al pensamiento.
–¿El teatro te permitió vivir muchas vidas?
–Sí, soy un gran farsante, pero el ser humano es un hermoso mentiroso que cree que hay una verdad. Como actor, pintor y escritor, estoy liberado y no siento carga si estoy mintiendo. Yo no voy por el mundo mirando cómo la gente dice la verdad; al revés, me fijo cómo mentimos, pero no por maldad. Cuando ves a un nenito imitando al papá, te das cuenta que no existe lo auténtico. Sin saberlo, el niño hace sus primeros ejercicios actorales. Pobres los que creen que existe una identidad fija, qué tortura debe ser eso.
–Hay actores que construyeron su trayectoria en el circuito off, otros en el cine o la televisión. Vos lograste el cruce perfecto entre ser popular y de culto. ¿Cómo lo hiciste?
–Es una cuestión generacional. Tuve grandes maestros y me los tomé en serio. Soy un hombre de fe, creo que se puede mejorar como actor. Siempre intenté hacer el ejercicio de preparar la milanesa en la cocina que sea y con la carne que sea, aplicando los conocimientos tal como mis maestros me enseñaron. Advertí desde muy chico mis problemas actorales y siempre elegí miradas. Y cuando lo hice, fui muy respetuoso con el maestro. Para formarse, hay que someterse. He tenido y sigo teniendo ejercicios de sometimiento. Después se produjeron casualidades.
–¿Qué experiencia teatral recordás con mayor cariño?
–Para mí fue inolvidable haber integrado el Grupo de Repertorio, que dirigía Agustín Alezzo en los años 70, en plena dictadura militar, en un momento de enorme dificultad, con muchos actores, autores y directores prohibidos. El ejercicio teatral se hacía de una manera amorosa porque había un hecho estético. Alezzo y otros maestros que tuve, como Augusto Fernandes o Carlos Gandolfo, hacían foco en la tradición. Ellos buscaban entender cómo los grandes referentes hicieron lo que hicieron. No había tanta preocupación por ser original y construir algo nuevo.
–Sos maestro y entrenador de actores, ¿cómo ves a las nuevas generaciones?
–Hay de todo. Me encuentro con una enfermedad que es la velocidad. Observo dificultades para reflexionar de una manera más serena y discutir un material. No nacimos ayer: hay algo que es histórico. Al final, la película Matrix anticipó todo, no era broma. A veces en mi estudio leo obras de Fernando Pessoa que me conmueven, paneo entre quienes me rodean, veo que no le pasa nada a nadie y me pregunto si tengo que leer de nuevo.
–Estamos en un feriado [la nota se hizo el Viernes Santo]. Recién terminaste el ensayo para la obra y ahora das una entrevista. ¿No te gusta el ocio?
–No entiendo la razón de la buena prensa del ocio. Yo quiero estar todo el tiempo haciendo cosas. Para mí, el ocio es estar en el interior del trabajo. Descansar me resulta muy trabajoso. Me gusta hacer cosas y tener la fábrica prendida todo el día.
–¿Tomás vacaciones?
–Cada vez me voy menos. Es una escena que no sé hacer. Me resulta insoportable actuar que la paso bien. A mí me gusta proyectar cosas, leer, estudiar, pensar. Cada vez voy a menos fiestas, no tengo condiciones para eso. Me podría quedar en casa, construir el mundo ahí y no salir más. La verdad: ese talento de la gente para hacerse amigos de dinamarqueses en las vacaciones, yo no lo tengo.
–¿Es una fobia?
–No lo creo, pero irme de vacaciones me llena de inquietud y de tristeza. Solo siento ganas de volver a mi casa. El descanso es para otra vida.
Para agendar: Lo sagrado, con Julio Chávez y elenco, en el Paseo La Plaza (Av. Corrientes 1660). Funciones de viernes a domingo.
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