Hoy estrena Laponia, una obra sobre las ilusiones, en El Picadero; y espera ansioso el estreno de la serie Diciembre de 2001, por Star+
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Con la sonrisa que le dibujó el ensayo todavía en la cara, Jorge Suárez se prepara para zambullirse en su café. La espuma dibuja su círculo en la bebida que el actor eligió para sentarse a charlar con LA NACION, casi adelantando esa metáfora del tiempo circular que volverá una y otra vez durante la entrevista. Y es que Laponia, la obra que estrenará este sábado 14 de mayo junto a Laura Oliva, Héctor Díaz y Paula Ransenberg, dirigidos por Nelson Valente, transcurre en Finlandia, país al que Suárez viajó a principios de los años 90, durante una gira teatral en la que llevó El acompañamiento, de Carlos Gorostiza, a los escenarios nórdicos junto a Fernando Álvarez. El círculo polar ártico que se erige como escenario de la pieza de los catalanes Cristina Clemente y Marc Angelet que subirá al Picadero trae consigo guiños de ese tiempo que va y viene en su vida: así como Francisco Javier fue su director en aquel viaje y vuelve a presencia una y otra vez en las palabras de Suárez –para quien es su “maestro”–, también Laura Singh, su compañera y madre de sus dos hijos, aparece por duplicado en el tiempo, luego de hacerse cargo del vestuario y maquillaje de esa puesta finlandesa hace treinta años y mientras ultima los detalles, por estas horas, de la piel que vestirá a los personajes durante las noches en las que Laponia se sueñe porteña.
Suárez habla de la aurora boreal –-ese cielo increíble que es huella de la fría y bella Laponia finlandesa– y tarda apenas unos segundos en relacionarlo con el teatro. El actor de 59 años –que deslumbra sobre tablas desde hace 42– asocia las maravillas con su oficio y nadie debiera sorprenderse. Como adelantando algo de la obra que está por estrenar, también él se pregunta por el lugar que le cabe hoy a la magia arriba de un escenario: “Mi personaje es Olavi, un finlandés que vive en Finlandia con su esposa argentina. La obra comienza cuando llegan mis cuñados de visita, para vivir todo lo que significa ese momento de la Nochebuena en este lugar especial: Papá Noel, cuya leyenda tiene que ver con Laponia, los renos, las luces, la aurora boreal, que es como el signo de la magia, con sus colores increíbles... Es muy emocionante pensar que, en el fin del mundo, donde transcurre la obra, hay un atractivo tan grande y desconocido, que uno no puede ni siquiera imaginar sin haber estado ahí, en ese mismo lugar. Casi como el teatro, ¿no? Hoy tenemos aplicaciones para verlo por una pantalla y también es muy lindo, pero es la posibilidad de estar ahí, ante esa otra respiración, esa mirada, ese gesto, la que permite los momentos mágicos”.
–¿Siempre sentiste magia arriba de un escenario?
–Empezó con la primera obra teatral que hice en mi vida, en el colegio secundario, en cuarto año. Era El emperador de la China, de Marco Denevi, y yo hacía del protagonista porque a la profesora se le había ocurrido que ese personaje era para mí. Yo no tenía ni idea de lo que era el teatro. Un día, en escena, sentí que empezaba a conocer algo y me subyugué. El teatro me cautivó, me arrebató del cuello y me llevó para siempre. Ahí nació una búsqueda, porque una vez que uno lo consiguió, quiere repetirlo, aunque sea unos instantes durante alguna obra. Yo estoy enamorado de mi profesión y siento que es un oficio, que es artesanal, pero también veo hoy una pérdida de eso artesanal. No hay clásicos en el teatro de calle Corrientes. No hay un Arthur Miller, un Tennessee Williams, un Beckett… Obras más llenas de contenido. Parece ser que el teatro está reservado solamente para la diversión. Y aunque no es poco, porque divertirse es muchísimo en la platea, lo que quiero decir es que hay algo que acompaña al teatro además de la diversión.
–¿Qué sería eso?
–Creo que hay reflexión, hay pensamiento, hay un después, una charla en la que uno no puede dejar de hablar de lo que vivió, algo de lo cual uno no se debiera desprender así nomás. Yo creo que el teatro también tiene otra misión, que quizá podemos empezar por decir que es un poco una misión imposible. O pretenciosa… porque quiere ganarse unas almas y compartir sensaciones y momentos con ellas.
–¿Por qué creés que no hay clásicos?
–Tengo la sensación de que los productores tienen un poco de temor: vivimos momentos económicamente muy complejos, muy difíciles, y montar una obra es realmente algo muy caro. Es tan grande el esfuerzo económico para hacerla, que se prefiere ir a lo más seguro, y lo más seguro es intentar divertir, nada más ni nada menos. El tema es el después. ¿Qué pasa en la mesa de la pizzería, durante la cena, o en casa, cuando uno llega después de haber visto la obra? Por ahí es un discurso viejo y quien lee la nota podrá pensar que me quedé en otro capítulo, pero la verdad es que yo defiendo esto porque estoy convencido de lo que digo: el espectador es mucho más hábil de lo que uno imagina.
–¿Cómo es el espectador de teatro?
–Es muy pedigüeño: quiere teatro, quiere la sangre, quiere el sudor, quiere que algo pase arriba del escenario. Al espectador de teatro no lo conformás con cualquier cosa. Y creo que, sin querer, estamos dejando solamente en el área del teatro off la posibilidad de equivocarse o acertar con la búsqueda de material.
–¿Creés que esta lógica termina atrapando también al teatro oficial?
–Diría que es casi protagonista de esta ausencia de la que hablo. Yo trabajé diez años consecutivos en el Teatro San Martín, cuando ya había pasado la época del elenco estable, porque tanto el San Martín como el Cervantes tenían el suyo. De hecho, en el Conservatorio Nacional donde yo me formé, que fue después la Escuela Nacional de Arte Dramático, luego el IUNA y ahora la UNA, los dos mejores promedios egresados accedían directamente a la Comedia Nacional. Y lo mismo sucedía con la Escuela Municipal, que pasaban directamente al elenco estable del teatro municipal. Eso desapareció y parece una falta de inversión en lo teatral. ¿Por qué no se abre el Teatro Alvear? ¿Por qué no es una fuente de trabajo para los artistas? Yo no quiero que se me tome como un enojón, pero hay algo que supone abrir los ojos y darse cuenta de lo que está pasando.
–¿Qué está pasando?
–Creo que hay gran material artístico en la Argentina, lo que no hay es el suficiente apoyo a la cultura. Y yo sé que estamos en un país donde es mucho más importante que un chico coma y se eduque a que la gente vaya al teatro, pero todo tiene que estar en su medida. Y creo que el Teatro San Martín y el Cervantes, volviendo a lo que decía recién, deberían preguntarse a sí mismos qué están haciendo y qué pretenden construir. Esto sí lo declaro como un reclamo: poner más atención en la cultura, no creer que es algo espontáneo y de gente que tiene ganas de expresarse. Y por eso cuando digo apoyo a la cultura no me refiero solo a la plata, sino al concepto, a lo que significamos los que hacemos estas actividades. La cultura es nuestra identidad, es lo que nos diferencia y representa frente al mundo.
Suárez encuentra un ejemplo preciso para ese “después” del que habla, al recordar su participación en Diciembre 2001, la serie dirigida por Benjamín Ávila que se verá por Star+ y que relata los hechos que desencadenaron la crisis política, económica y social de 2001, producción en la que el actor interpretó a Adolfo Rodríguez Saá. El rodaje –-”muy movilizador”, dirá– no solo le despertó en la memoria aquellos días de estallido nacional sino también unos tiempos que fueron de los más importantes de su vida. “Violeta, mi última hija, nació en noviembre de 2001 –recuerda Suárez–. Yo estaba ensayando una obra en el San Martín, El misántropo de Molière, con Jacques Lasalle, un director que venía de Francia a dirigir la obra y que había sido director de la Comédie Française... En medio de todo eso tan fuerte, de repente, el Presidente se va en helicóptero y sellan todos los bancos con chapas para que no les rompan los vidrios. En ese momento, yo tenía un bebé en brazos. Era la otra cara de esa realidad. Eso tan hermoso e inesperado que tienen la vida y el teatro: se estaba incendiando la República y yo tenía en mis manos el amor”.
Mientras acuna con sus brazos el recuerdo de esa pequeñita que hoy es su hija de ya 20 años y ya se ve la borra de su café sedimentando al fondo de la taza, las palabras de Suárez vuelven otra vez a girar con esa magia circular: “Terminamos estrenando con las cacerolas en la puerta del teatro, en medio de los bocinazos, y el recuerdo de esa desesperación que se vivió hizo que fuera muy shockeante hacer la serie. Mientras filmábamos, nos preguntábamos: ‘¿Le vamos a recordar esto a la gente?’ Yo estoy esperando ver la serie, porque a pesar de que nos recuerda algo triste, uno aprende de eso… Eso es lo que digo de la cena del después: hay algo que aprender. El después es atractivo. Es lo que a mí me generó ver a José María Vilches haciendo El Bululú cuando yo era un chico. Lo que me pasó cuando lo vi y dije: ‘¿Y esto qué es?’. Es algo parecido a lo mágico. Por eso uno va al teatro. Yo sé que entro a la sala y es una mentira. Sé que el actor me está contando algo, que no lo está viviendo, y sin embargo me lo creo: pago para que me mientan en la cara y me creo la ilusión. De eso se trata Laponia, también: si bien se habla de Papá Noel y de creencias vinculadas a cosas concretas, se refiere también a la ilusión de un niño cuando piensa que el papá o la mamá lo van a llevar a la plaza cuando lleguen a casa. Cosas como esas, que vivimos los que pertenecemos a mi generación, hoy empiezan como a aquietarse, se tornaron de otro color desde que uno pasó a enterarse de todo al instante, a no tener que esperar prácticamente por nada. Esta obra habla de eso: de no dejar caer ese sentimiento mágico. Y de apelar con muchas ganas a que no se pierda la ilusión”.
Para agendar
Laponia
De Cristina Clemente y Marc Angelet
Dirigida por Nelson Valente
Funciones: Viernes y sábados, a las 22.15; y domingos, a las 20.30.
Teatro El Picadero, Pje. Enrique Santos Discépolo 1857
Localidades: $ 2500.- en boletería del teatro o por plateanet.com
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