Desde el proscenio, la sala Martin Coronado vacía y en penumbras luce como un animal salvaje. En reposo, pero atento a todo. Agazapado. “Esto no era así antes”, dice Joaquín Furriel, sentado en la primera fila pero con el cuerpo en torsión, mirando el desierto de butacas que en este mediodía descansan de todo espectáculo. “Las filas eran enteras; esto no estaba”, sigue, en alusión al pasillo central que ahora divide en dos la platea. “Si te tocaba estar en el medio, salir al final de una función era un incordio”.