Historias de revista: los debuts de Nélida Lobato, Susana Giménez y Moria Casán contados por el hijo del “zar de apellido injusto”
La trastienda de momentos claves del teatro porteño narrado por el hijo de Carlos A. Petit, Carlos M. Petit, figura fundamental del teatro de la revista, de varios títulos de sumo éxito de público y “un apellido injusto”
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Carlos A. Petit, el llamado “zar de la revista” en tiempos en que ese género alcanzó su época de esplendor, era productor, guionista de cine y director de teatro y ocupó un lugar clave en la trayectoria de jóvenes actrices que, con el tiempo, se convirtieron en verdaderas estrellas del espectáculo. Pasó con Nélida Lobato, pero también con Susana Giménez, con Moria Casán y con tantas y tantos artistas que trabajaron con este señor que llegó al teatro El Nacional luego de su paso por el teatro Ópera de Lanús. A lo largo de su trayectoria en cine, teatro y televisión, Carlos A. Petit trabajó con Pepe Iglesias, Juan Carlos Mareco, Niní Marshall, Mirta Legrand, Norma Pons, China Zorrilla, Mariano Mores, Zulma Faid, Adolfo Stray, Nati Mistral, Nélida Roca, Alfredo Barbieri, Adriana Aguirre, Estela Raval, Dringue Farías, Mariano Mores, Susana Brunetti, Juan Verdaguer, Federico Luppi y tantísimos otros nombres de una lista en la que conviven mundos diversos y complementarios del teatro porteño.
A los días de salir publicada esa nota tomó contacto con este cronista su nieta, Patricia Petit. Tras agradecer el repaso por la vida de su abuelo famoso, advierte que su padre fue un estrecho colaborador de Carlos A. Petit y que, a sus 84 años, es el que en reuniones familiares siempre cuenta historias de aquellos tiempos glamorosos y nombres de figuras que hicieron historia. La próxima escena, lógicamente, es un bar de Belgrano con el “hijo del zar”: Carlos Mario Petit, abogado. Lo primero que corrige de aquella primera nota es que su padre no era bajo, a pesar de algunos artículos de la época que relacionaban su estatura con su apellido. “Papá medía 1,74 metros; pero claro, en la foto en el restaurante Veracruz que publicaron aparece rodeado por Norma Pons, Zulma Faiad, Mimí Pons y Elena Barrionuevo que, lo recuerdo claramente, eran altas pero tenían puestos unos buenos tacones”, aclara con suma cordialidad.
Carlos A. Petit, el abuelo famoso que fue uno de los productores que marcó el pulso del teatro comercial durante los años 50, 60 y 70, nació el 2 de febrero de 1913. O sea, el señor creador de grandes escenarios, que mandaba a diseñar inmensas escaleras, a traer plumas exóticas de otros lares y a programar a varios capocómicos de peso nació una noche de Carnaval con las calles y los clubes llenos de gente festejando. Su actividad en el teatro comenzó de muy joven, en 1938, junto al cómico Adolfo Stray, haciendo espectáculos en el teatro Opera de Lanús. Desde el Sur del conurbano se convirtió en uno de los grandes productores y directores de la avenida Corrientes.
Durante la extensa charla con Carlos M. Petit, las anécdotas se mezclan. En dos momentos de la conversación, al hijo del “zar de la revista” le gana la emoción y su entusiasmo y admiración por su padre. Habla de esta figura con un orgullo que no disimula y ni desea hacerlo.
A finales de los 60, Petit padre se había empecinado con traer a Nélida Lobato, la bailarina que marcó una época en la revista porteña, y a las Bluebell Girls, las bailarinas del Lido de París consideradas “las mujeres más bellas del mundo”. Esas mujeres despampanantes que compartían el glamoroso escenario del cabaret parisino con Edith Piaf, Sylvie Vartan, Marlene Dietrich, Josephine Baker o Elton John no hablan castellano. La solución al problema se encontró, y no por primera vez, en la mesa familiar de los Petit.
Carlos A. mandó a su hijo Carlos M. al departamento de policía para que tramitara su pasaporte. Corría 1968. “¿A dónde vamos?”, le preguntó el hijo. Y el padre, como la cosa más normal del mundo, le contestó: “a París, a contratar a Nélida Lobato y a las Bluebell Girls”. El hijo no sabía quien era esa señora ni aquellas bailarinas. En aquellos tiempos tenía 30 años y la abogacía era su escenario. Como hablaba inglés, se transformó en una pieza clave de este otro escenario mucho más glamoroso. Padre e hijo partieron de Ezeiza en un trayecto de 17 horas hasta la capital francesa.
Apenas llegaron se fueron a la pensión en donde vivía esa bailarina exquisita que había sido contratada como estrella del Lido, el famoso cabaret de los Campos Elíseos. En ese departamento, vivía junto a su pareja, el gran bailarín y coreógrafo Eber Lobato, y el hijo de ambos. “Eber fue quien verdaderamente hizo a ella. Así como la Masía fue clave en la formación de Messi, él creó a Nélida Lobato. Y salir de la época de Nélida Roca, una persona hermosa, para pasar a la Lobato fue un cambio copernicano”, traza Carlos M. Petit sobre ese recambio entre aquella figura morena de porte impresionante a esta bailarina que nunca paró de formarse y de tutearse con las búsquedas más experimentales del momento.
En París, según cuenta Petit hijo, fue la misma Nélida la que insistió para que el señor de tantos éxitos contratara a las Bluebell Girl, a ese grupo de mujeres altas y esbeltas entre las que había húngaras, polacas, francesas, inglesas, alemanas y de otras latitudes. “De golpe me encontré durante toda una tarde en una de las mesas del Lido frente a cien mujeres, cien te repito, que estaban dispuestas a viajar a la Argentina -recuerda con un dejo de entusiasmo que todavía lo moviliza-. La idea inicial de mi padre era traer a unas 24 bailarinas y modelos, que eran las que aparecían más desnudas. Pero papá se entusiasmó y terminó trayendo entre 36 y 40. Te aclaro: se les pagó a todas tres meses de adelanto en dólares. Nunca había visto tantos dólares juntos en mi vida, nunca. Enseguida las partes se pusieron de acuerdo. Papá pagaba el 10 por ciento de la recaudación bruta, cosa que generó un gran revuelo entre los empresarios teatrales de la época. Su teoría era que el éxito lo hacían los artistas, ya que mientras él se iba a cenar a casa ellos estaban trabajando en el teatro. Tené en cuenta que al costo de inversión para ese espectáculo había que sumarle el alquiler de los departamentos en Buenos Aires, tarea de la que me tuve que encargar porque a papá esas cosas lo superaban. Ya en Buenos Aires les arrendé a la vuelta de El Nacional, por Lavalle, unos departamentos ubicados en un edificio viejo en donde dormían en habitaciones para tres o cuatro. Dos capitanas siempre se encargaban de cuidarlas. Te puedo asegurar que esas 40 mujeres caminando desde Lavalle al El Nacional paraban el tránsito. Eran mujeres altísimas, impactantes”.
— Me quedé en un “detalle”: ¿su padre había viajado con una valija con todos esos dólares? Porque, entiendo, que no eran momentos de hacer transacciones como las conocemos hoy.
— Te explico: había un banco español ubicado frente a El Nacional. No sé cómo hizo para hacer la transacción mediante ese banco. En París paramos cerca de Place Vendôme. Para que te des cuenta de cómo eran esos tiempos para leer el diario del lunes se iba a la sucursal de Aerolíneas Argentinas el jueves.
— ¿Qué pasó cuando llegaron las bailarinas a Buenos Aires?
— Las fui a buscar a Ezeiza en dos Traffic. Ya en Ezeiza no paraban de mirarlas.
— Y al poco tiempo estrenaron en El Nacional Corrientes… casi esquina Champs Elysées, la revista que implicó la vuelta de la Lobato y su debut en un gran escenario.
— Sí, fue para ese espectáculo. Papá tenía títulos lindísimos… Como cuando estrenó El gran deschave, con Federico Luppi y Haidé Padilla, otro título que pegó muy fuerte. La obra de Sergio De Cecco tenía otro nombre y papá lo cambió por la palabra deschave que era un término nuevo para ese momento. Esa otra obra fue un éxito descomunal. Pero sigamos con lo de Nélida, que fue algo descomunal. El trabajo de Eber Lobato no pegó mucho, era muy afrancesado.
— Corrientes… casi esquina Champs Elysées fue un verdadero éxito en boletería.
— Es que papá siempre pensó en el éxito, no había fracaso. Cuando surgió lo idea de esa obra le advertí que había que llenar el 80 por ciento de la sala para cubrir el costo de inversión. No le importó, lo hizo igual. Ya estrenada la obra le propuse vender las entradas los lunes para las funciones de los sábados. Era una manera de tener una masa de dinero el lunes, que es el peor día de la semana para alguien que administra un teatro. Funcionó. La cola daba la vuelta hasta la entrada a la confitería La Ideal, donde papá iba siempre a tomar el té a las cinco de la tarde ¡Era una locura, todos querían las dos entradas de la segunda fila al centro cuando solamente son dos!
Durante la charla, este señor que no desea ser fotografiado porque considera que el visionario fue su padre, traza un perfil de Carlos Artagnan Petit (así era su nombre completo). “Papá no fue un empresario: fue un promotor de espectáculos, un soñador, un visionario, un hombre intuitivo. A pesar de estar en medio de la farándula era un señor muy serio y disciplinado. Al que fumaba o pescaba fumando en el escenario, se iba. No había vueltas. Ahora bien, ibas a comer y era el tipo más agradable del mundo. Aunque luego de lo de París me mandó a Montreal para contratar a otro grupo de bailarinas que hacían can-can, a él le molestaba que yo estuviera en el teatro salvo para cosas puntuales. No había soñado con tener un hijo en ese ámbito, y así fue”, dice quien tampoco se siente parte de ese ambiente. Por eso mismo nada de fotos ni de ponerse en el lugar central de una historia. Habla, si se quiere, en nombre del padre.
Carlos A. Petit tuvo dos hijos. Su esposa, Patricia Sofia DePilla, murió muy joven de cáncer. Así como tuvo su momento de esplendor en El Nacional, luego buscó refugios en otras salas. Los últimos ocho años de su vida fueron muy duros. “Sufrió mucho, vivió todo ese tiempo encerrado. Increíble porque nunca lo vi fumando ni borracho. Lo único que le gustaba eran los caballos de carrera”, reconoce su hijo. A lo largo del tiempo, la familia Petit se mudó de la calle Charcas a Thames y Paraguay a una casona enorme. Allí fue en donde este señor del espectáculo invitó a los compañeros de su hijo que egresaban del Buenos Aires a un gran fiesta a la que asistieron sus amigos Luis Sandrini, Malvina Pastorini, Adolfo Stray y el radical Ricardo Balbín. Luego, en las buenas épocas, se mudaron a Libertador.
En la batería de sus anécdotas que narra su hijo en una cafetería de Belgrano aparece el nombre de Moria Casán. Fue Carlos M. Petit, el hijo, quien le hizo su primer contrato. “Me acuerdo que Moria me dijo: ‘¿vos creés que con este físico yo puedo ser maestra?’. Era escandalosamente sensual y excelente persona”, la evoca con sumo afecto. La misma Moria recordó en una nota aquel encuentro. Ella había ido a ver Cuando abuelita no era hippie, una de las tantas revistas de Petit. Esa noche, un amigo en común los presentó. Al parecer, el señor Petit se quedó impresionado con la altura de Moria y le ofreció hacer un casting. Obvio, ella no se lo perdió. “Papá la puso en la segunda fila y le hizo ver a la segunda bailarina de la segunda línea. Cuando llegó la segunda función la subió al escenario y lo hizo perfecto. Papá me dijo: ‘Esta mujer es escandalosamente artista, va a brillar en donde quiera’. Así como había sucedido con Nélida Lobato y Susana Giménez, Moria debutó gracias a papá”, comenta. Aquello fue en Frescos y fresquitas, en 1973, con Alfredo Barbieri y Don Pelele.
Esto me mandan mis compxs de JULIO CESAR, la primera en FRESCOS Y FRESQUITAS TEATRO ASTROS 1973 y la de la BOLSITA regalada por la GRAN LUISITA 💕💕💕 pic.twitter.com/nyiyQRrVl7
— Moria Casán (@Moria_Casan) June 16, 2022
—Con tu papá –ya te tuteo porque llevamos largo tiempo hablando– Susana había debutado con Las mariposas son libres…
—Sí, pero dejame que te cuente algo que te va a divertir. Papá venía a casa a cenar a las 8 y media de la noche. Estábamos mi hermana, María del Carmen, y una prima en que mi padre descansaba el cuidado de esa hija tan hermosa de ojos celestes como él. Estábamos comiendo frente a un televisor Sylvania tipo ropero como los que había antes y apareció Susana en la publicidad de Shock. Eléctricamente, te lo juro, la vio y me dijo: “Buscame a esa chica”. Yo no tenía idea cómo hacerlo, no era mi mundo. Pero me fui al otro día a Radio Belgrano y, luego, al viejo Canal 7. En ese momento ella estaba de novia con Héctor Caballero. Un tiracables del canal me contó que Caballero paraba en un departamento de la calle Schiaffino al lado de lo Pepe Arias y cerca de lo de Nélida Roca. Ahí fui muy embolado esperando a ese señor que me habían dicho que era bajito y simpático. Me quedé como dos horas porque sabía que a papá yo tenía que cumplirle. Al rato, cae Caballero. Le digo que soy fulano de tal y le cuento como venía la cosa. “¿Me decís que tu papá quiere ver a Susana? Parece una joda”, me dijo. Yo le aclaré que ya me había tomado cuatro cafés esperándolo y que no era ninguna joda. Para que me creyera le mostré mi documento, porque no eran épocas de celulares y esas cosas. A las dos de la tarde del otro día, mi padre los esperaba en El Nacional para que Susana fuera protagonista de una obra que era para una debutante con carisma.
Al otro día se hizo la reunión. Aunque no era su mundo, a esa encuentro asistió Petit hijo porque había sido el contacto entre ese señor petiso y simpático y el “zar de la revista” que medía 1,74 de estatura. “Susana era una mujer deslumbrante, con aura y muy inteligente. Alguna vez se enojó con papá porque él le había dicho que no era una vedette, que ella era una star. Creo que nunca le gustó ese comentario…, pero eso fue después. Durante esa reunión le contó el libro y esa misma noche Susana llamó a papá y le confirmó que iba a hacer la obra. En Las mariposas son libres Rodolfo Bebán hacia de un ciego y Ana María Campoy hacía de la madre del personaje de Susana. La dirigió José Cibrián, un señor muy serio que trabajó mucho con papá. Fue un éxito glamoroso”, recuerda este señor que poco sabía de esa mujer que estaba de moda. Parece ser que antes del estreno Susana tenía terror de olvidarse de la letra. Una noche, según cuenta, Cibrián la paró en seco: “Si te olvidás la letra te tirás al foso de la orquesta y listo”. Por las dudas, vale aclarar que eso nunca sucedió.
El glamour y las cosas de las farándula no fueron ni son parte del mundo de Carlos M. Petit, este abogado orgulloso de su padre que, a lo largo de la vida, desarrolló diferentes tareas gerenciales en distintas empresas. Desde hace años, se instaló en Patagonia, en la localidad de General Roca. Por temas de salud es que ahora está en Buenos Aires. Aunque siempre tomóo distancia del mundillo del espectáculo, fue un observador clave de los movimientos en el teatro El Nacional en este tiempo dorado que administraron su padre junto a Enrique Muscio. Luego de ese período dorado de la revista y de conflictos en El Nacional llegaron otros gestores claves: Héctor Ricardo García, en el Astros; y Alejandro Romay, en El Nacional. Así fue como Carlos A. Petit mudó sus producciones a otras salas. “La época de Stray ya había pasado y llegaron los tiempos de Jorge Porcel y Alberto Olmedo o las obras de los hermanos Sofovich”, cuenta el hijo. Carlos A. Petit falleció el 18 de marzo de 1993, a los 80 años. “Fueron todos los productores a saludarlos, desde Carlos Rottemberg a Daniel Tinayre”, recuerda su hijo.
Tal vez para no dejarse llevar por esos sentimientos que todavía lo entristecen cuenta, casi como una yapa, una anécdota que refiere a un actriz todavía en actividad que no quiere decir su nombre por pura caballerosidad. “Ella quería crecer, pero era el momento de Susana, Moria y tantas otras estrellas. Un día encaró a papá pretendiendo tener más protagonismo. Papá paró el ensayo, subió hasta el último escalón de la gran escalera del número final, le pidió al sonidista la música de esa escena y que encendieran el cañón de luz que te impide ver. Actuando de mujer, bajó las escaleras en camisa y pantalón sin mirar nunca para abajo. Acto seguido, ayudó a subir a la actriz y, ya desde abajo, le pidió que bajara las escaleras. A esta actriz las piernas le temblaban. Yo estaba ahí casualmente. Desde arriba, le dijo que no, que no podía. ‘Eso quería escuchar, yo la voy a ayudar’, y la ayudó a bajar enseñándole cómo hacerlo. Ese era Petit, mi papá”.
Ese señor que, como alguna vez le dijo China Zorrilla tomando un té en la confitería La Ideal, el señor del “apellido injusto”.
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