Hernán Casciari: tras el éxito de Una obra en construcción, un homenaje al histrionismo de Chichita, su mamá “ludópata”
Esta noche, en El Nacional, el escritor subirá a escena junto con su nuevo espectáculo, Una madre extrovertida, una creación “absolutamente autorreferencial” basada en sus cuentos
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Hernán Casciari contribuyó a acrecentar el mito del artista maldito sobre el vínculo entre los excesos y la obra creativa: como un Hemingway, un Bukowski o un Hendrix pero barrial y entrañable, su adicción -el cigarrillo- era una prolongación de sus libros. Y no concebía ambos asuntos por separado.
Hasta el infarto. Fue en diciembre de 2015 en Montevideo. “Había generado una especie de ritual involuntario –revela ahora Casciari, a punto de subir a escena para presentar Una madre extrovertida-. Empecé a fumar a los 12 años y nunca lo hice por separado. Tras el infarto, intenté escribir y después del segundo párrafo empezaba a tantear el tabaco en el escritorio y se me iba la idea. Dejaba de sentir placer por eso que estaba pasando de tener el cuento, de releerlo fumando, de que la idea que tenía sería un escalón para la siguiente. Todo eso dejó de pasar. Escribir empezó a ser muy automático. No me divirtió más. En el camino de transición encontré otros placeres como leer en voz alta, hacer teatro, producir cine, adaptar mi propia obra anterior”.
Entre esos nuevos placeres está regresar al teatro. El encuentro será el martes 7, a las 20.30, en el teatro El Nacional, con una obra inspirada en sus cuentos y acompañado por su madre, Chichita.
–¿Cómo surgió la idea de tener tu mamá en escena?
–Se dio naturalmente. Volví de España hace algo más de seis años y uno de los festejos del regreso fue presentarme en el teatro para leer mis cuentos. Se llamaba Una obra en construcción: allí invitaba a mi vieja, a mi hermana y a mis amigos a que subieran al escenario en el momento en que yo les leía aquello que los interpelaba. Pensé que iba a durar dos noches pero sucedió algo inusual: el boca a boca generó muchísimas más funciones. Terminamos haciendo temporada en Mar del Plata y solo dejamos de presentarlo a partir de la pandemia. Pero mi vieja quedó muy golpeada: envejeció mucho durante el último año y medio. Y decidí volver a hacer una función cada tanto. Fundamentalmente para darle el gusto a ella, como una terapia: cuando sube al escenario está muy vital y cuando baja vuelve con los achaques. Hacemos una presentación cada tanto, en lugares que ella les guste: teatros que estén cerca de un pariente…o de un casino, porque es medio ludópata.
–¿Una madre extrovertida es pariente cercano de Una obra en construcción?
–Digamos que es la versión unplugged. Aquella estaba hecha con otras familias; en esta versión, salimos los dos solos junto con mi primo, Juan Carabajal, quien nos acolchona con pianitos.
–¿Qué es lo que más te interesa de llevar al escenario las relaciones familiares?
–Reconstruirlas. En el momento en que estoy arriba del escenario con Chichita tenemos una relación. En los camarines y al subir a escena tenemos un tema de conversación común, que no siento que sea un tema careta que se deba tener por ser tu madre. Por fuera de ello, es una señora tremendamente profesional y creativa. Nadie lo haría mejor. Abajo del escenario la relación cambia. Siento bastante culpa por no ir los domingos a su casa para cumplir con el ritual de los fideos con la madre. Nunca tuve esa costumbre. Y al mismo tiempo sé que ahí hay algo, aunque ella no me lo reprochó nunca, que le hubiera gustado que ocurriera.
–Si el arte es la suspensión de la incredulidad, como postula Coleridge, ¿hay que pensar que para tu mamá el teatro es terapéutico, sanador?
–No sé si llega a tanto, pero sí que se divierte. Igual, en ese contrato tácito que se arma con el espectador, nos ocurre al revés: la gente viene muy convencida de hacer esa suspensión y se encuentra con que esa vieja que está ahí arriba no es el personaje sino la persona. Hay un cuento que hacemos a veces –solo cuando veo que mi vieja está bien de ánimo- que tiene que ver con la noche del entierro de mi papá. Ella hace unos parlamentos que son los que hacía en la vida real aquella noche. En un momento se quiebra y el público se da cuenta: la que llora es una señora que está llorando un recuerdo, no una actriz dramática.
–¿Hay algo de morbo o de perversidad en esa situación extrema?
–Al revés: cuando no está preparada para hacerlo, la llevo a la comedia. Y cuando se siente fuerte, ella misma me lo pide. Porque además, algo que surge de ella es la improvisación. Me sorprende con novedades en la estructura y se genera un espacio muy divertido entre nosotros. Me llama la atención lo bien que nos llevamos en la ficción.
–En esa ficción, ¿cuánto hay de recreación literaria?
–Nada: es absolutamente autorreferencial. Son historias reales.
–¿Estaba en tu mamá la veta histriónica?
–Lo que hago es una lectura de cuentos muy relajada. Al no estar nervioso, el cuerpo empieza a funcionar de esta manera. De hecho, nunca jamás ensayamos. Siempre lo hicimos con gente: todas las veces que lo hicimos, el público fue el conejito de Indias.
–Desde tus primeras versiones hasta ahora, ¿fuiste variando el eje de la obra?
-No, porque mi obra escrita es hasta 2015. Las historias tienen que ver con mi infancia, mi adolescencia, la relación con mis hijas, con mis padres. No hay mucho para cambiar: son recuerdos.
–En esta representacion familiar, ¿qué rol le asignás a tu padre?
–Él murió en 2008 y está tremendamente presente como recuerdo en mis historias que se cuentan. Son como dos pilares, que por lo menos en esta función, desde esta madre extrovertida, tienen mucho que ver.
–De esta madre extrovertida asumís –y contás– que te avergonzaban algunas actitudes inesperadas, algo que pertenece al universo adolescente, aquello de no querer mostrar a los viejos.
–En caso de mi vieja ella era muy notoria. Yo le envidiaba mucho a mis amigos las madres silenciosas, que traían la bandeja con el Nesquik y se iban sin interactuar con los amiguitos del hijo. Mi vieja era lo contrario: tenía una voz muy chillona y pretendía ser el centro de universo. Eso me daba pavor. Me avergonzaba muchísimo, tanto en mi casa como en la escuela. ¡Lo peor que podía pasarme en la vida era aparecer en la escuela a defenderme cuando me sacaba una mala nota! Además, a una edad mía muy temprana ella pensaba que yo era un niño prodigio. Y yo era muy conciente de no serlo. Además de meterme mucha presión yo notaba que era muy mentirosa. Que hacía más grandes ciertas hazañas que no existían. Me la hizo pasar muy mal. De eso se habla en esta obra. Ella trata de defenderse de verdad, no en el guion. A veces lo consigue…
–¿Cuáles fueron tus primeras manifestaciones hacia la literatura y cuál era la mirada de ella?
–Empecé a escribir desde muy pequeño, sobre todo poesía. Y me avergonzaba mucho la mirada paterna sobre lo que yo hacía. El concepto era que si no hacés deporte sos puto. ¡Y escribir poesía era ser redondamente puto! Yo las escondía. Pero mi mamá las encontraba en un doble fondo de mi mesa de luz y se las mostraba a sus amigas diciendo lo genial que era yo. Por un lado, debía esconder cosas de mi padre y por otro, tratar de que mi madre tampoco se enterara. Porque para ella todo era genial. Siempre. No importaba qué. Hasta lo malo era genial: cuando empecé a drogarme, me convertí en un genio incomprendido. Es una situación espantosa.
–¿Cuál fue el detonante para tu fuga hacia la literatura?
–Los amigos de la primaria, que también tenían esos problemas con sus padres. Entre nosotros hicimos como una familia por opción. Gracias a ellos empezó mi oficio.
–¿Cuándo entendiste que era un oficio que podía ser tu medio de vida?
–Desde el inicio: cobré mi primer sueldo a los 13 años, en el diario El Oeste, en Mercedes. Mi papá le dijo al dueño del diario “Dale algo para hacer porque está muy insoportable con este tema”. Entonces me encargó un trabajo de cronista de básquet infantil. Entregaba mis crónicas y cobraba todos los meses. Poco tiempo después empecé a hacer editoriales. Y fundé un diario a los 19.
–¿Con qué tuvo que ver tu viaje a Buenos Aires?
–Con que la gente que vive en el interior cuando termina en el secundario se viene a Buenos Aires.
–¿Con la intención declarada de insertarte en el medio laboral del periodismo?
-Nunca dejé de escribir. Nunca terminé la escuela porque me la pasaba haciendo revistas. Tampoco fui a la universidad, porque no había terminado el bachillerato. Todo lo que hice en mi vida fue fundar diarios y revistas. Hasta que apareció Internet: entonces lo empecé a hacer con mucha más fuerza.
–Internet es una bisagra interesante: sos el primer escritor best seller originario del mundo virtual.
–Objetivamente, el primero que tuvo éxito. Hubo un montón de pibes de la universidad que entre 1998 y 2002 intentaron hacer obras virtuales, pero los leían cuatro. Yo inmediatamente tuve un montón de lectores.
–¿Cómo atravesaste la transición del papel al universo virtual?
–No soy tecnológico: no tengo relación con la tecnología. Las primeras cinco novelas las escribí con Lexicon 80. Internet es fabuloso porque logró hacer mucho más fácil la comunicación directa. Sin la intermediación de un editor, de un representante. Pero las 27 letras siguen siendo las mismas.
-Ese éxito te puso en la mira de las editoriales.
-La pegué muy rápido en Internet y las multinacionales se hicieron eco enseguida. Más respeto que soy tu madre fue la primera novela en castellano salida de un blog. Publiqué dos libros más hasta que renuncié a todo para fundar mi propia editorial, Orsai.
–¿Cómo se hace para renunciar al éxito?
–Me fui por incomodidad. No encontré nunca interlocutores válidos en la industria editorial y periodística. Soy muy apasionado por lo que hago y encontré gente que no me devolvía una pelota. Cuando firmé el contrato por mi primera novela, que estaba escrita y publicada en Internet, viajé por primera vez a Barcelona a la editorial, Plaza & Janés. Tenía la idea peregrina (que hoy me da risa) de que me iba a sentar en una mesa y que íbamos a hablar de gramaje de papel, del interlineado, del lomo, del diseño, del marketing. ¡Me sacaron cagando! Me dijeron: “Vos sos el autor, dejás el manuscrito y nos encargamos de todo”. Tardé dos años y medio en darme cuenta lo mal que lo hacían y que además me cagaban la plata. Renuncié y lo armé del modo que me parece que tiene que ser. Eso se puede hacer cuando las pretensiones no son muy codiciosas. Que lo que te gusta son los libros y no la guita. Además reconocer que tampoco hace falta tanta guita para ser feliz, que no hay que duplicar las ganancias año por año. Muchas veces las empresas consiguen eso a costa de la calidad del producto. Tratamos de no caer en esas tentaciones absurdas de que el dinero sea más importante que lo que amamos.
-Dejaste de escribir en 2015, el año de tu infarto. ¿Tiene que ver?
-En ese momento estaba escribiendo un cuento semanal en el dominical de El Mundo de Madrid. Cuando salí del infarto, entregué el siguiente cuento y me di cuenta de que no podía escribir. Obligatoriamente había dejado de fumar. Me di cuenta de que no podía escribir sin fumar y renuncié: no escribí más literatura.
-Contribuís al mito de los artistas malditos, que sin alguna adicción no pueden crear. ¿Qué extrañás más, el cigarrillo o la escritura?
–Entre 2016 y 2017 la respuesta hubiera sido el cigarrillo. Sin fumar me perdía en ciertas situaciones sociales, me quedaba muy quieto. Pero ahora desapareció de mis fantasías. Y la escritura la encuentro en otro lado, como el escenario, tirándome al vacío de un párrafo que no está escrito.
–En tu sitio web hay una pregunta inquietante, en tipografía gigante: ¿qué pretende Ud. del señor Casciari? ¿Qué respuesta te das?
–Cercanía. El traspaso que hago de la literatura al escenario es muy meditado para que parezca coloquial. Hago un esfuerzo de gramática, de intención y de matiz para que lo que escribo no parezca literatura, sino un amigo que te está contando algo. En este juguete se genera mucha cercanía. El otro piensa que soy su amigo. Que debo responder como un amigo y no como un escritor. Es muy difícil decirle que es mi forma de ser literario. Pero no me cuesta.
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