Hello, dolly!: el clásico brillante de Broadway en la calle Corrientes
Nuestra opinión: muy buena
Libro: James Stewart / Canciones: Jerry Herman. dirección: Arturo Puig / Elenco: Lucía Galán, Antonio Grimau, Darío Lopilato, Laura Azcurra, Agustín Sullivan, Ángeles Díaz Colodrero, Matías Acosta, Christian Giménez, Flavia Pereda y elenco. coreografía: Elizabeth de Chapeaurouge / Dirección musical: Ángel Mahler / Producción: Ángel Mahler y Leo Cifelli. Teatro: Ópera Orbis. Duración: 110 minutos.
Siempre es para celebrar que uno de los grandes musicales de Broadway se estrene en Buenos Aires, tanto por la posibilidad de encontrarse con uno de esos enormes proyectos musicales que forman parte ya de los clásicos del siglo XX, como por el hecho de ser una gran fuente de trabajo. El reciente estreno de Hello, Dolly! es precisamente eso. Uno de esos musicales de gran factura, inscripto en el imaginario de todo amante del musical, y que, como tal, se encuentra corrido del tiempo y no le afecta que el contexto y la cultura hayan cambiado lo suficiente como para hacer de ciertos elementos dramáticos y filosóficos un elemento de museo. Es cierto que la concepción del amor, del matrimonio y del rol de la mujer o el posicionamiento del hombre han quedado, felizmente, atrás en el tiempo. Pero el universo compacto que es Hello, Dolly! hace que podamos verla y disfrutarla sin aplicarle concepciones más contemporáneas.
Inmortalizado en la pantalla grande por Barbra Streisand en la película de Gene Kelly, pero que cuenta en su historial escénico con roles protagónicos como el de Carol Channing, Ginger Rogers, Bette Midler, Libertad Lamarque, Nati Mistral o Daniela Romo, ahora en Buenos Aires se sube al rol de Dolly Gallagher Levi una siempre carismática, seductora y precisa Lucía Galán.
A lo largo de las casi dos horas de duración el espectador podrá sumergirse en un universo de ficción cerrado, en el que prevalece cierta ingenuidad y un humor por momentos tan inocente que produce ternura. A mitad de camino entre un pragmatismo frío y racional y un romanticismo naif, la historia de esta casamentera tan singular vuelve a asomar con algún que otro recorte menor en la versión que le hace perder cierta coherencia interna en la trama para aquel que no lo conoce, pero para el que sí lo conoce de memoria no faltará casi ninguna de sus clásicas canciones.
Si bien tanto a los intérpretes como a la técnica le faltan algunos ajustes –que lograrán seguramente con el paso de las funciones–, hay que decir que Lucía Galán logra el hipnotismo necesario como para que incluso cuando está en segundo plano sobresalga, tal como sucede en la escena en la que come hasta el hartazgo mientras el foco está puesto en otro lado; y la precisión y seguridad con la que se mueve por el escenario por sobre todo en las canciones forma parte del disfrute que produce esta versión. Ángeles Díaz Colodrero vuelve a lucirse una vez más componiendo uno de los personajes más entrañables de esta puesta. Su Irene Molloy encaja perfectamente en el universo de este musical y ella demuestra una vez más lo enormemente merecido del Premio Hugo que recibió el año pasado por su composición protagónica en Papaíto Piernas Largas. Antonio Grimau es otra de las grandes decisiones de casting, ya que es un artista que puede resolver con solvencia lo estrictamente musical y que como actor tiene la carnadura suficiente como para componer a Horacio Vandergelder. Por su parte, Darío Lopilato, Agustín Sullivan y Laura Azcurra acompañan con muy buena precisión cada una de las escenas, por sobre todo en lo que hace a lo compositivo.
Sorprenden sí algunas decisiones de dirección de Arturo Puig, como es el poner en determinadas escenas a los actores a hablar frontalmente a público. Más allá de si es acertada o no esa decisión, lo que sorprende es lo errático de la misma ya que no lo sostiene todo el tiempo ni cuando lo hace hay una justificación dramática. La escenografía y el vestuario, provenientes de la impactante versión mexicana, son de una calidad realmente notable que por momentos se impone a todo el resto. Ver los cambios de decorado y la majestuosidad de algunos de ellos, como en la escena que transcurre en el restaurante Jardines de armonía, es directamente soberbio. Y es fundamentalmente en esta escena en donde el ensamble se luce, aunque lo hace a lo largo de toda la obra, por su precisión, dinamismo y el disfrute que transmite desde el escenario a la platea tanto en las escenas en las que acompaña a algún protagónico como en aquellas en las que es el protagonista absoluto. Cada uno de ellos se luce, pero lo logran fundamentalmente por la armonía que hay en el trabajo en conjunto.
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