La mandíbula proyectada hacia adelante como una proa, los ojos de duende que desmienten su porte imperial, la boca panorámica envolviendo esas consonantes tajantes e implacables: todo tal cual uno lo recordaba y como quería que fuera. Y quienes nunca lo habían experimentado, ¡bienvenidos al placer! De un modo u otro, Glenda Jackson está de vuelta, y lo que es mejor todavía: está de vuelta en un papel lo suficientemente grande como para requerir su presencia en el escenario.
Con gran acierto, el nombre de su personaje es A. A es la mayor de las Tres mujeres altas, de Edward Albee, que acaba de estrenarse en Broadway con una producción que derrocha entusiasmo y que también protagonizan Laurie Metcalf y a Alison Pill. La obra no solo le pone un signo de exclamación a la carrera actoral de la tanto tiempo postergada Glenda Jackson, sino que además funciona como un monumento conmemorativo —lo que equivale a decir hilarante y aterrador— para Albee, que murió en 2016.
Aunque Tres mujeres altas le valió el premio Pulitzer en 1994 y marcó su retorno del territorio salvaje de la crítica después de dos décadas de descrédito, este es el estreno de esa obra en Broadway. Pero la puesta en escena devastadora y chic al mismo tiempo de Joe Mantello, en el Golden Theater, hizo que la espera valiese la pena.
Por el contrario, la espera de Jackson no estaba necesariamente destinada a ser recompensada. La estrella intelectual de los clásicos del cine (Mujeres apasionadas, María Estuardo, Un toque de distinción) y la televisión (Elizabeth R) de la década del 70, con dos premios Oscar a la mejor actriz y un puñado de Emmys en su haber, había interrumpido su carrera actoral en 1992, cuando fue elegida para integrar la Cámara de los Comunes por el Partido Laborista. Lo que no quiere decir precisamente que haya dejado de actuar, como en más de una ocasión lo probaron sus enardecidos discursos en el Parlamento inglés.
No obstante, para el año 2015, cuando se retiró de la política, muy pocos esperaban que la actriz de 79 años volviera a subirse a un escenario. Más tarde, en 2016, llegó un estimulante Rey Lear en el Old Vic, un anuncio de que la Jackson no había perdido ni su potencia ni su brío.
–¿Y cómo se supera El rey Lear?
–De alguna manera, Tres mujeres altas –una comedia sobre la decrepitud o una tragedia sobre la supervivencia, según cómo se la mire– es la "Reina Lear" vista en un espejo que distorsiona.
A es una rica anciana de 92 años que intenta en vano hacerse pasar por alguien de 91: un fósil de la vieja escuela, con toda la malicia, la determinación y el ánimo tiránico que eso supone. Se pasa la mayor parte del tiempo abusando del recuerdo de un mal matrimonio y de un hijo que es todavía peor, por ser gay. Así y todo, nunca se puede estar seguro de que lo que ella dice sea verdad: tanto sus quejas como su racismo, su antisemitismo y su homofobia dan la impresión de ser casi una cantinela rutinaria.
Para A aferrarse a un sentido de identidad significa mantener esmaltado el caparazón de su narcisismo, por más que ya se haya olvidado de lo que alguna vez le resultaba tan fascinante dentro de él. Glenda Jackson, con una bata color lila y una peluca canosa y ondulada, ahonda en esa contradicción, desatando carcajadas con la lúgubre idea de que cuando la muerte acecha, ser desagradable es un vicio fabuloso.
En todo caso, en el primer acto los testigos de su "ser desagradable" son Laurie Metcalf , en el papel de B, su cuidadora cincuentona que "ya lo vio todo", y Alison Pill, en el papel de C, la envarada emisaria veinteañera del estudio de su abogado, que trata de poner algo de orden a un caos de cuentas sin pagar. La quisquillosa y blanda Metcalf es particularmente mordaz en ese entorno, a veces intimidando y a veces consintiendo a A, todo con tal de pasar otro día desagradable con el menor alboroto posible. Confinada en el gran dormitorio de su empleadora, yendo y viniendo a los pisotones, de pantalón gris y zapatillas, es una broma visual.
Pill, en el personaje que menos se despliega, no sugiere de ninguna manera una vanidad juvenil tan poderosa como la de A. Metida en su coraza personal de un traje a rayas, es ácida, casi implacable, y hace ostensible su necesidad de tomar distancia de la perspectiva de terminar convirtiéndose precisamente en esa misma clase de mujer. Y luego, en el segundo acto, que en este caso se desarrolla en continuidad con el primero, su pesadilla se vuelve realidad.
Después de haber tenido la astucia de aclimatar al público para una comedia naturalista sobre la fragilidad de la memoria, Albee se regocija en barajar y dar de nuevo. Por medio de una magnífica escena trucada digna del vodevil, hace aterrizar al espectador en un mundo renovado, en el que A, B y C ya no son tres mujeres distintas sino la misma mujer, reflejada a diferentes edades.
En la nueva configuración, con todo el elenco vestido en tonos combinados de violeta –espléndido vestuario de Ann Roth–, el tono se va oscureciendo hasta que la obra se vuelve estridentemente divertida. Imposible haber escuchado una historia subida de tono acerca de la anatomía de un hombre como la que cuenta Glenda Jackson en el segundo acto. Aun así, A, B y C, que ahora son una fotografía viviente, tienen más que ganar con el éxito de la otra, y también más que perder con su fracaso.
Esto tal vez ocurra porque en esencia todas ellas son la madre de Albee, que como él siempre decía, lo compró en una agencia de adopción por 133 dólares con 30 centavos, y nunca perdió la esperanza de poder devolverlo. Tres mujeres altas, está basada, en parte, en las conversaciones que Albee tuvo con ella sobre la vida, el matrimonio y el descontento de ser madre.
Sin embargo, a diferencia de sus primeros trabajos, en esta obra Albee no insiste en tener el control. Tres mujeres altas es tan estricta como generosa e incluso amorosa con sus personajes como con el público. Y rinde homenaje a la dureza y al miedo cuando C jura jamás convertirse en B y B espera no convertirse en A. Al hacerlo, Albee logra insuflarle a la obra un existencialismo beckettiano que atraviesa las barricadas comerciales, disfrazándolo todo de entretenimiento cómodo y convencional.
Bueno, no siempre cómodo. Hacia el final, cuando Jackson le da voz al terror que siente A al ver menguar sus facultades y se percata de la idea de que la muerte va a ser un alivio, uno puede sentirse golpeado por esa tendencia de Albee a dispararse para cualquier parte. O más bien, por su falta de disposición para dejar de hacerlo.
Esto no quiere decir que se trate de la obra perfecta. Dada su estructura cubista, no es de sorprender que eventualmente los temas se empiecen a reciclar con más gracia que novedad. Y que, tal como está escrita, C no siempre resulte convincente.
Con todo, el paso del tiempo le hizo bien a estas Tres mujeres altas, y la producción de Mantello le sigue sacando brillo a sus ideas y confirmando su originalidad. Los trucos de la puesta en escena superan a los pergeñados por Albee, con la impresionante escenografía de Miriam Buether, al principio tan linda y acogedora, pero reservándose para después las dimensiones de una verdadera alienación. La iluminación de Paul Gallo y el sutil diseño de sonido de Fitz Patton sostienen bellamente la idea de una obra donde las identidades se deslizan del mismo modo en el que lo hacen los personajes.
Eso sí, al final, la obra vuelve a las actrices. La larga historia que tiene Jackson con nosotros y su aura de mujer indomable implican que su presencia en el papel de A no es un mero golpe de efecto comercial, sino que ella es una defensora natural de los temas centrales de la obra. Es, política y personalmente, la encarnación del no entrar dócilmente en esa plácida noche: para Jackson, la muerte y el thatcherismo son la misma cosa.
Y a pesar de que Metcalf y Pill no se parecen en nada a Glenda, ni tampoco entre ellas dos, sus habilidades actorales y la conexión con sus personajes exceden las disimilitudes físicas. Metcalf, alguna vez famosa por hacer tragedia y ahora convertida en una comediante sin par (gracias a Roseanne, Casa de muñecas, Parte 2 y Lady Bird) es, por lo tanto, una criatura muy Albee. Y aunque no sea relevante, basta con ver cómo Pill compone a C para pensar en la mujer joven y devastada que interpreta, bajo la dirección de Mantello, en el estreno de la obra independiente Blackbird.
Observar a estas Tres mujeres altas también implica enfrentar los fantasmas y los ecos de muchas otras mujeres. Ellas completan el salto imaginativo de Albee en las almas difíciles, que por supuesto nos representan a cada uno de nosotros. Y le hacen honor a una obra que más allá de sus fragilidades y de sus arrugas ha sabido envejecer hermosamente, transformándose en un clásico loco y ardiente.
Traducción de Jaime Arrambide
Jesse Green
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