FIBA, la ciudad como escenario: del Cementerio de Chacarita a pleno centro de la avenida Corrientes
La actriz y directora Analía Couceyro y el performer Tiziano Cruz desplegaron dos trabajos muy diversos entre sí en los cuales el entorno urbano juega un rol clave para las respectivas narrativas
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En la última década, las obras de recorrido urbano fueron ganando presencia en el mapa de la cartelera porteña como en lo que hace a la programación del Festival Internacional de Buenos Aires. De hecho, cuando el FIBA mutó a festival de verano anual, el Abasto fue epicentro de Bombón vecinal, una apuesta que incluyó varias situaciones performáticas que tuvieron lugar en las calles, casas, un taller mecánico y un estudio fotográfico de esa zona de Buenos Aires.
En lo que hace al festival que culmina el domingo se programaron tres experiencias que coparon extremos opuestos (en términos geográficos y simbólicos) de la avenida Corrientes. Justo en donde termina Corrientes hace dos viernes, a las 15, se realizó la primera función del de la edición 2022 del FIBA que culmina el domingo. Fue un trabajo dirigido por la talentosa Analía Couceyro llamado Nada de carne sobre nosotras. El punto de partida fue la puerta central de entrada a imponente Cementerio de Chacarita. A la hora indicada, los performers y la directora, actriz y dramaturga dieron la bienvenida al público de esa ceremonia teatral que tendría lugar mientras otros personas despiden a un ser querido. En función de esas dos realidades, es que Couceyro solicita extremar los cuidados para que la acción teatral en ningún momento interfiera con aquellos que se cruzan en el camino. El silencio, la cautela, el respeto dominan la caminata.
A partir de ese momento, el reducido grupo de espectadores, conducidos por el elenco, atraviesa la zona de las bóvedas de esta otra gran ciudad hasta llegar a esa monumentalista ciudad ubicada bajo el nivel del piso. En 2019, el director Juan Coulasso junto a la compañía La mujer mutante, había presentado en ese mismo ámbito Una obra más real que la del mundo. Entre tantas capas de ese maravilloso trabajo, la compañía rendía homenaje a la arquitecta Ítala Fulvia Villa (1913-1991) que fue quien diseñó y construyó en la década del 50 ese impactante panteón dominado por el cemento, las grandes escaleras, los jardines internos en pulmón del cementerio. Durante décadas, su nombre quedó invisibilizado por cuestiones vinculadas con el discurso machista imperante. En esa impactante ciudad tan digna como testigo del paso del tiempo y de la falta de mantenimiento del lugar los textos de Mariana Enríquez despliegan sus formas, sus resonancias, sus estremecedores pliegues.
“El vínculo entre literatura, actuación y espacio forman la tríada primordial de este dispositivo. Las actrices y actores guías sirven como médiums para las voces de los relatos de Mariana Enríquez, referente del género de terror, en los que lo siniestro se filtra en situaciones cotidianas”, se presenta esta obra en la página del FIBA. Una vez en esos sótanos, cada uno de los cinco intérpretes irá narrando en primera persona historias diversas de una casa tomada, de unos huesos que se asoman por ahí o de un chico muerto en una calle de Constitución. En lo que hace a la articulación entre el lugar elegido, el texto y la interpretación, ese delicado equilibrio entre las partes y el todo, los momentos a cargo de Susana Pampín y Lisandro Outeda logran momentos verdaderamente mágicos para esas historias inquietantes que se despliegan en el lugar mientras se escucha el ruido de una gotera en medio del silencio, mientras unas palomas usurpan naturalmente el espacio de la ficción que, con maestría, cada uno de los intérpretes (el elenco se completa con Rocío Domínguez, Ariel Farace y la misma Couceyro). Todo sucede como en una especie de ceremonia en que estas historias se expanden entre los nichos, la monumentalidad del espacio, el silencio y la delicada convivencia entres los seres vivos, los muertos y los perturbadores seres de la ficción que resultan tan cercanos.
De ir por la avenida Corrientes en dirección al Bajo, durante las tardes del festival las calles del barrio del Once fueron el marco escenográfico de Soy teatro, propuesta de Gaby Blanco, un intervención urbana guiada esta vez por un performer/delivery que recorría las calles y los locales del barrio en donde se sucedían escenas breves. Justamente en el barrio del Once, en el Centro Cultural Rojas, termina Soliloquio (me desperté y golpeé mi cabeza contra la pared), del performer jujeño Tiziano Cruz, que realiza funciones hasta mañana, domingo. Claro que su punto de partida es a unas cuadras de ahí: en la puerta del Teatro San Martín, en ese sector de la avenida en los cuales están varios de los teatros comerciales más significativos de la ciudad.
A la hora indicada, mientras se encienden las grandes marquesinas de las salas, el artista copa la cuadra rodeado de los casi 50 integrantes de banda de música de Poderosa Andina y los bailarines de Morenada Amigos Intocables de Retiro, del Barrio Mugica de la Villa 31. “Un artista llega del campo danzando por la calles de los teatros a los que no podrá acceder por su condición de negritud”, afirma él en el programa de mano que tiene mucho de manifiesto político. Así es como, entre la puerta del San Martín hasta Callao, la avenida se convierte en territorio expresivo de danzas y músicas que no suelen formar parte los contenidos artísticos que suelen poblar esos teatros. El contraste entre la música y el baile con el espacio urbano se impone, descoloca. Todo sucede en medio del caos de tránsito y la saturación visual y sonora de la avenida. Al llegar a Callao, los músicos, los bailarines y el público, de golpe, se transforman en peatones que circulan por vereda en dirección al Rojas. Ya no suena la música, ya no hay baile. Todos los integrantes de la Poderosa Andina, los bailarines de Morenada y el mismo Tiziano, vestidos con esos maravillosos trajes plagados de colores, irrumpen en lo cotidiano. El efecto es desconcertante (y también poético y político aunque se trate del momento menos pautado y más caótico de Soliloquio). La propuesta culmina en la sala del Rojas en donde el artista, ya solo, despliega una acción escénica en donde expone su propias contradicciones como artista, como indígena, como homosexual, como individuo de las márgenes en pleno centro de una ciudad con sus teatros más simbólicos y ajenos a su identidad.
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