FIBA. ¿Es o no es Hamlet, de Shakespeare?, esa es la cuestión
Un texto catártico, monótono y provocador, desgastado por el tiempo y carente de emocionalidad
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(Suiza, Alemania, Francia, Grecia) Texto y dirección: Boris Nikitin. Performer: Julian Meding. Música: Uzrukki Schmidt. Conjunto barroco original: Der Musikalische Garen. Grupo barroco en escena: Cecilia Camero, Valentina Victoria Guirigay Colmenares (violines), Paula Sadovnik (violinchelo) y Manuel de Olaso (clave y dirección). Video: Georg Lendorff, Elvira Isenring, Kal Mayer. Escenografía y vestuario: Nadia Fislarol. Luces: Benjamin Hauser. Teatro: Coliseo, Marcelo T. de Alvear 1155. Duración: 90 minutos. NUESTRA OPINIÓN: Regular.
La muerte de su padre, que falleció de ELA, hizo que el creador suizo Boris Nikitin escribiera un texto que refiere o cuestiona a Hamlet. Cómo le ocurrió al príncipe de Dinamarca, a Nikitin, esa pérdida, le provocó que su “realidad se derrumbara”, según una frase de esta obra. Ya no se trata de la duda de “ser o no ser”, si no cómo el actor Julian Meding, alter ego de Nikitin y protagonista explica: “el no era”.
Si agudizamos la imaginación, podremos suponer que previo al asesino del rey en la pieza de Shakespeare, Hamlet vivía en un “castillo de cristal”. Se presume que la realidad exterior, quizá, no se filtraba demasiado como para provocar un estado de locura latente en el protagonista, como sucede después. Pero cuando Hamlet descubre que su padre fue asesinado por su tío y que su madre, la flamante viuda comete adulterio con él, más las muertes y asesinatos que se suceden después, sumado a la aparición del espectro del Padre, el mundo –tanto el de adentro, como el afuera del castillo– parecen derrumbársele al joven príncipe.
Nikitin construye con instantes de su propia historia de vida un texto catártico, provocador, en el que desnuda ya no su propio dolor, sino las miserias de la humanidad que él observa y se propone compartirlas con el espectador, le guste o no al público. Su relato se convierte en una poética que surge del sufrimiento del que ahora es más consciente que nunca, al menos es lo que se presume al escuchar esos relatos, que esconden rabia, angustia, odio e impotencia ante aquello que uno sólo no puede solucionar, hace falta la unión colectiva de unos y otros para lograrlo. Por eso el dramaturgo-director hace su convocatoria explícita al público.
Este Hamlet que Boris Nikitin, si el dato no nos falla, estrenó en 2016, en Kaserne Basel (él es comisario del Festival Bienal Basel Documentary Platform), es una propuesta que mezcla el teatro de cámara, con el teatro documental, al que le suma algunas canciones interpretadas por el protagonista Julian Meding, en tonos punk (desafina los acordes, su voz se vuelve algo imperativa, algo de él nos recuerda a Sid Vicious, el líder de Sex Pistols, sin que llegue a mostrar aquella rebeldía). La estética es minimalista. Meding está solo en el escenario del Coliseo. Lo acompaña una silla, un micrófono, una pantalla y una cámara que lo filma en directo y proyecta imágenes suyas. Más tarde se sumarán imágenes documentales de un asilo de ancianos. En algunos tramos el oratorio se complementa con un grupo de música barroca, que lamentamos no tenga un mayor protagonismo en la propuesta.
El espectáculo tiene la intención de cuestionar, de “molestar” al público, como si de un acto de rebeldía se tratara. Pero sólo logra convertirse en una propuesta monótona, desgastada por el tiempo (la partida de espectadores de la sala fue numerosa), carente de emocionalidad. Sólo la sonrisa tierna de un señor mayor en silla de ruedas y las caras asombradas o llenas de sorpresa de los ancianos a los que filman en un geriátrico –cuyas imágenes se proyectan–, consiguen despertar emociones compartidas en el espectador. Pero esto ocurre recién en la mitad del espectáculo. Hasta esos instantes y después, Julian Meding ilustra muy bien físicamente su rol de personaje andrógino y queer que se le asignó, pero no le aporta ninguna emocionalidad. Es más bien frío, distante. Sus movimientos son lentos. Su rostro es totalmente inexpresivo, un leve movimiento de hombros, una mano que se mueve levemente, una pierna que apenas se flexiona, son parte de su performance. Sólo despierta de su letargo cuando tira un micrófono, o se acuesta en el suelo y canta. Es indudable que el actor responde a lo indicado desde la dirección, sin embargo su vestuario, las dos máscaras que emplea, parecen querer indicar una posible peligrosidad latente. Lo cierto es que esto nunca asoma y tal vez hubiera sido saludable sumar matices dramáticos al personaje, tan sólo para que el espectador pudiera entablar una mayor empatía con el protagonista.
El teórico y crítico teatral polaco Jan Kott dice que “cada generación encuentra en Hamlet sus propios rasgos. Y quizás es esto, esta posibilidad de mirarse en Hamlet como en un espejo, lo que constituye su genialidad”. Quizás en este aspecto valgan dos ejemplos. En 1987, el gran Ingmar Bergman estrenó una versión teatral de Hamlet, en la que el príncipe sorprendía a su amigo Horacio con un beso y Ofelia era víctima de una violación. Mientras la pieza abría con el sonido de fondo del vals La viuda alegre. La Compañía Teatral Pequeño Rex, que dirigen Analí Miranda y Darío Szraka presentan desde hace más de dos años, en distintos espacios de nuestra ciudad, su versión de Hamlet titulada Janbled –mientras mi cuerpo sea mío–, con un grupo de personas con discapacidad intelectual y el texto surgió de las resonancias que la obra provocó en ese grupo determinado. La acción tiene lugar en una sala de espera de una clínica. La admiración que despiertan en el público es asombrosa.
Boris Nikitin, como tantos otros creadores, intenta establecer una dialéctica con el público para concientizarlo sobre lo que ocurre en la sociedad de su tiempo. Queda en cada uno aceptar o no su propuesta.
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