Estrenos de teatro. Queremos ir al Tibidabo, una obra de sentimientos profundos y verdaderos
La directora Natacha Delgado propone una puesta en escena que convoca a distintos universos
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Autora: Cristina Clemente. Dirección: Natacha Delgado. Intérpretes: Piedad Montero Márquez, Carolina Sobisch, Fabiana Mozota. Diseño de iluminación: Diego Becker. Diseño gráfico, proyecciones, producción ejecutiva: Timoteo Castagna. Producción general: Piedad Montero, Carolina Sobisch. Sala: Timbre 4, Boedo 640. Funciones: domingos, a las 20.15. Duración: 75 minutos
Un parque de atracciones como un lugar paradisíaco al cual se desea volver. Algo así puede leerse en esa expresión de deseo. El sueño de volver a la infancia, de no tener que hacerse cargo de los padres sino de seguir bajo su cuidado y protección. La aclaración es importante porque la dramaturga es catalana. Algunas inflexiones, algunos datos referenciales, ciertos modismos señalan el registro geográfico. La temática, sin embargo, es universal. Y cuando concluya la función todos podremos compartir el deseo de las protagonistas de irnos a ese famoso parque de atracciones (se llame como se llame).
En un rincón del hogar, dos hermanas hablan. En realidad, la propuesta de la dramaturga es predominantemente dialogada. Sobre las palabras y las interacciones verbales, Natacha Delgado, la directora, propone una puesta que juega convocando otros universos. Son dos mujeres jóvenes, una vive con los padres y estudia, la otra ya se ha independizado. Se acaban de enterar de la enfermedad de la madre de ambas. Y se interrogan sobre cómo comunicarle esa verdad tan dolorosa al padre. Finalmente, no lo harán. Tomarán la decisión de ocultarle el diagnóstico.
La obra juega dos elipsis, una cuando la madre ya necesita compañía y luego, cuando todo pasó. En sentido estricto no es revelar el final porque el relato está inscripto en esa oscilación para esconder la situación, para envolverla, para desviarla. Bajo la enorme responsabilidad que asumen estas dos mujeres, algo que parece del orden de lo personal, íntimo o familiar, se asoman firmes todos los mandatos. Se comprende que las hijas no le revelen a la madre su situación de salud, pero ¿y al padre? Ahí es donde la lectura ya no es individual sino colectiva.
La dirección de Delgado habilita otros espacios y otras lecturas. El artificio del micrófono, las proyecciones, los objetos articulan una instancia que produce distancia. Justamente esa distancia imposible de tomar que tienen las jóvenes respecto de su situación. Pero, además de subrayar la ficción como tal y la puesta en tanto puesta, también propone una mirada autorreflexiva en torno a la representación.
No de manera literal, pero la mujer argentina que cuidará a la madre buscará una excusa para su presencia cotidiana en la casa. Y esa excusa, bajo la forma de recetas de cocina y de ingredientes difíciles de conseguir, complicará más la vida de las chicas. Como si el engaño del engaño fuera armando un laberinto del que luego resulta imposible salir, la representación se pone en primer plano y se juega con ella: cocinar, bailar, desviar los olvidos, transformar los desvaríos de la memoria en bromas. El gesto de la representación aparece subrayado. Los procedimientos escénicos (así como ciertos juegos de “narrador omnisciente”, comentarios que anticipan el futuro de los acontecimientos) señalan que se puede actuar por una buena causa.
Queremos ir al Tibidabo tiene mucho humor (también humor negro) porque es uno de los modos posibles de sobrellevar lo implacable, de afrontar lo que no tiene retorno. En un momento señalan que esa experiencia con la madre (y por consecuencia, el trabajo extra con el padre) “les llenó la vida de detalles. Cambió el orden de las cosas”. Y reflexionan de manera amplia sobre esos cambios, de los más pequeños a los, tal vez, verdaderamente significativos.
Es muy hermoso también cómo relatan el intento de que la madre no vaya perdiendo la memoria con explicaciones constantes: le dicen qué es una cuchara, para que sirve, se nombran a sí mismas, le recuerdan que son sus hijas (en una especie de referencia a los cartelitos de Cien años de soledad) en un intento, por supuesto inútil, de evitar que la memoria se vaya por la canaleta de la enfermedad. No queda un solo mandamiento laico que no sea puesto en juego, el sacrificio fundamentalmente de las mujeres. Pero aparece algo muy conmovedor también, la mujer que la cuida, se ha encariñado profundamente con ella. Entonces, se propone una vuelta de tuerca: en este mundo de ocultamiento para tapar la verdad y el dolor, también existe el espacio para los sentimientos profundos y verdaderos.
Las tres actrices llevan fluidamente los parlamentos a veces cortos y punzantes y en ocasiones, micromonólogos por parte de cada una. Un viaje al país de la ternura que, sin duda, tocará más de cerca a quienes experimenten alguna situación semejante.
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