Estrenos de teatro. Pastor alemán o cuando la familia es un juego de matrioshkas
La familia Maurizi está constituida por artistas, un legado del abuelo Alberto, pero tras su muerte descubrieron un pasado oculto y oscuro
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Dramaturgia: Franco Maurizi. Intérpretes: Victoria Maurizi, Pedro Maurizi. Músico: Diego Maurizi. Iluminación: Carolina Rabenstein. Producción: Pastor alemán, Camila Almeida, Milena Shifres. Dirección: Sofia Jaimot, Franco Maurizi. Sala: Abasto Social Club, Yatay 666. Funciones: Domingos, a las 17. Duración: 65 minutos.
¿Y vos quién sos? Esa pregunta resuena una y otra vez. Una pregunta sobre la identidad. ¿Puede uno responder quién es? ¿puede hacerlo respecto de las personas más cercanas? Pastor alemán se arma en un espacio poblado de historia. Cajas cerradas y cajas abiertas, con un contenido de recuerdos asomándose por todos lados, VHS, fotos... ¿disfraces o vestuario? En un costado, alguien maneja las imágenes; del otro lado, un músico. Casi en el centro: un televisor, debajo una videocasetera y más fotos enmarcadas.
El dispositivo desplegado no parece complejo. Pero nos engaña. Como la facilidad de responder a la pregunta del inicio. En principio, lo que se pone en escena es del orden de lo real. Anclado en el teatro documental, los dos actores –y luego sabremos que todos los del escenario– que son familia intentan reconstruir, en alguna medida, la vida del abuelo que ha fallecido.
Victoria Maurizi y Pedro Maurizi llevan adelante la tarea de reconstrucción de esa vida. Y lo hacen de manera lúdica. La propuesta de interpretación, bien lejos de la búsqueda de habitar un personaje y quedarse en él, recurre a devenir perro, bailar ante la señal estipulada, pelear con el otro. El lenguaje oscila entre lo poético y la información. Indicarán que la abuela de ambos es una obsesiva del registro: videos, fotos, cartas que se envían previamente copiadas nada se le podía escapar. La memoria parece ser un archivo catalogado en alguna de las cajas.
El abuelo Alberto fue el que abrió el camino de la familia de artistas. Reconstruir su vida es articular la propia genealogía. Sin embargo, hay otra línea: la que da origen al título. Es el lugar de los perros, específicamente de los pastores alemanes. Se dice que siempre tuvo perros, que todos se llamaban Athos. No se sabe cuántos fueron. ¿Cómo se entrama la vida del artista, amante de la familia, apasionado de los pastores alemanes con algunos signos de interrogación, huecos de datos, ausencias de registro?
A través de la dramaturgia de Franco Maurizi aparece la pregunta de cómo se entrama la vida del artista, amante de la familia, apasionado de los pastores alemanes con algunos signos de interrogación, huecos de datos, ausencias de registro.
Con estas descripciones podría fácilmente abonarse a la idea de la propuesta simple. Sin embargo, es necesario decir que los hermanos actores intercambian todo el tiempo roles, pueden ser perro, adiestrador, abuelo, Alberto niño, Abuela, profesora de danza… y lo aclaran sencillamente para que no haya confusiones. Pero no solo van cambiando de personaje, sino que hay una serie de textos que se repiten, como los atributos de un pastor alemán, pero van cambiando de contexto y de objeto caracterizado. Eso, por supuesto, lo resignifica todo de una manera inesperada.
Algo en el relato hace que las cosas se reiteren. A veces, con variaciones mínimas. En ocasiones, para señalar la continuidad: una profesora de danza y una, tal vez, instructora de la Policía Federal repiten el mismo discurso para la incorporación de Alberto a los respectivos mundos de la danza y de las fuerzas de seguridad. También hay duplicaciones, juegos, entre lo que se dice en los videos y en la escena. Una especie de réplica de actos, de decires, fotos en la pantalla y en las manos de los intérpretes.
Así como los discursos van rodando entre los dos protagonistas y van cambiando de contextos en los que son producidos, así como en algún momento están en lugar de una persona y luego en lugar de otra, el ejercicio de construcción de identidad se pone de manera evidente en escena. Porque en ese proceso se pone en relación el vínculo con los otros, los lugares de pertenencia, y aquí, la condición de pertenecer cruje. Desde la dirección planteada por Sofía Jamot y Franco Maurizi se percibe la oscilación y la duda. La indicación de la actuación es avanzar y detenerse.
El personaje del Abuelo se oscurece. Lo vemos payaso, bailarín, divertido. Los intérpretes/nietos mencionan sus cicatrices. Una por una. Las razones de cada marca inscriben causas distintas, según quien lo cuente. Lo que parece un acontecimiento íntimo, familiar, deviene una historia colectiva. Y empiezan a comprenderse las ausencias de relato, la falta de inventario, los huecos en la enumeración de las actividades de un período de su vida. El perfil del abuelo se transforma. Una frase se dice más de una vez: “Cambiar lo que es por lo que queremos que sea.” ¿La identidad puede constituirse como un deseo? Modificar las leyes de la química, de la física, de lo que sea para que algo se convierta en otra cosa, soñar con un pasado que no tuvo lugar. Y como no es posible evitarlo, contarlo para tratar de entender. O para que no se repita.
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