La actriz vuelve a encarnar al Gorrión de París, en un montaje sórdido, minimalista, que apela a los sentidos
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El 28 de febrero de 2010 bajó el telón la primera versión de Piaf, de Pam Gems, dirigida por el británico Jamie Lloyd. Por aquel entonces ya dejaba una marca imborrable en el sendero del teatro comercial. Fueron intrépidos sus productores al haber asumido el riesgo de traer al país el mismo montaje de un epicentro teatral de excelencia como Londres, con su misma protagonista, que no era popular ni televisiva. Hoy ya están agotadas las entradas para más de un mes de funciones, pero recordemos que por aquel entonces también fue muy complicado conseguir buenos lugares durante los ocho meses de funciones. En ese sentido, el Liceo tuvo históricamente los mayores sucesos de venta de entradas anticipadas (una modalidad no tan habitual en la escena porteña), tanto con Piaf como con Salsa criolla, del gran Enrique Pinti. Allá por 2010, había que sacar entradas como mínimo con dos semanas de anticipación y cada día una multitud se congregaba en filas, a la mañana, frente a su boletería, con espectadores ávidos de emoción a flor de piel.
Sí, podemos decir claramente que Piaf es otro fenómeno teatral porteño. En ningún otro lugar donde se presentó esta obra (estrenada originalmente en 1978, en Londres) obtuvo el suceso que tuvieron sus puestas en Buenos Aires. Porque recordemos que Rubens Correa también realizó el primer montaje porteño, entre 1983 y 1986, en el teatro Lorange (hoy Apolo), con un elenco encabezado por Virginia Lago, que allí realizó también uno de sus trabajos teatrales consagratorios (cómo olvidar también aquella impactante actuación de Susana Ortiz, como su amiga Toine).
El creador de esta nueva mirada, mucho más musical, sobre la obra de Gems es Jamie Lloyd, quien la estrenó previamente en el Donmare Warehouse, de Londres, también con Elena Roger. Es decir, antes de emocionarnos a nosotros, lo hizo con los ingleses, que le dieron el preciado premio Olivier. A ella la acompañan en escena Julia Calvo, Diego Jaraz, Rodrigo Pedreira, Natalia Cociuffo, Ángel Hernández, Federico Llambí, Eduardo Paglieri, Iván Espeche, Nacho Pérez Cortés, Romina Groppo, Martín Andrada y Gustavo Guzmán. La dirección musical es de Carlos Brítez; la producción general, de Mariana Correa y la reposición escénica, de Edgardo Millán.
A través del comienzo de su montaje, el creador mete al espectador de sus narices en los años 30, donde una sola escenografía basta para hacerlo sentir en un suburbio parisino, en cierto escenario de esa ciudad, un estadio de box o en algún antro. La sordidez de su mirada acompaña el derrotero de esta talentosa mujer a quien la vida abofeteó de manera temprana e incluso padeció estocadas mortales en pleno esplendor. A través de ese montaje sórdido y minimalista, Lloyd crea “fotos”, estampas, imágenes que, con la iluminación justa y necesaria, fría, se nutre de contraluces casi sin colores. Allí, entre la penumbra y el humo, se reproducen escenas bellamente diseñadas desde lo visual, interrumpidas con cortes guillotina que no le dan la oportunidad al espectador de aplaudir sino de continuar envuelto en ese embrujo emotivo. El cuadro completo en el que Piaf conoce a su gran amor, el boxeador Marcel Cerdan –que reproduce un combate de boxeo, un encuentro de pasión amparado por un diálogo de profundo amor y una despedida para siempre– quedará en el cuadro de honor de las puestas en escena mundiales.
Pero sin Elena Roger no hay Piaf. La intérprete la recrea a través de una composición que la monta en una montaña rusa de emociones y estados psíquicos. La encarna desde un trabajo hiperrealista que modifica, sacude y conmueve. Pero, además, se estremece y logra estremecer en canciones como “Non, je ne regrette rien” y “La vie en rose”. Ella hace que uno pase por alto algunas escenas innecesariamente largas o algún desnivel interpretativo en el ensamble. Elena Roger entiende perfectamente a la criatura que la habita durante casi dos horas, la expone, la comparte y la entrega. Y eso la hace memorable.
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