Estrenos de teatro. Dos bacalaos noruegos es una entrañable propuesta con el regreso de Popovoski y Yoko Onda
Dirgidos por la talentosa María Rosa Frega, los clowns Octavio Bustos y Leticia Torres reviven a sus personajes en una joya escénica
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Autor: Patricio Bazán, Octavio Bustos, María Rosa Frega y Leticia Torres. Dirección: María Rosa Frega. Intérpretes: Octavio Bustos y Leticia Torres. Vestuario: Jorge Orlando. Escenografía: Salvador Aleo. Iluminación: Simón Aguilar. Coreografía: Gustavo Monje. Sala: Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543). Funciones: sábados, a las 21. Duración: 60 minutos. Entradas: $1.300.- se pueden adquirir en la sala, o en www.centrocultural.coop
En la sala más pequeña del Centro Cultural de la Cooperación –que este mes cumple 20 años– se presenta un espectáculo de varieté, que es una de esas joyitas, que cada tanto ofrece el teatro y si se las detecta, es para no perdérselas. Dos bacalaos noruegos nace de una creación colectiva, entre sus dos intérpretes, su directora y el dramaturgo Patricio Bazán. Aunque el personaje de Popovoski, el clown que interpreta Octavio Bustos, es una creación propia del actor que data de 2003, luego en 2005 le añadió otras peripecias y ahora lo vuelve a traer a escena, con nuevas vertientes metafísicas y de una seguidilla de situaciones tan absurdas, como existencialistas y desopilantes.
Dos teloncitos de fondo y un banco de plaza, todo en color gris acerado, que va modificándose con la iluminación, completan su ambientación escenográfica. En ella, Popovoski (Octavio Bustos) y Yoko Onda (Leticia Torres), se sacan chispas a partir de dos interpretaciones tan meritorias, como delirantes y certeras. No sólo en el exacto manejo del tiempo dramático, también en ocurrencias y espontaneidad. Ambos artistas tienen una sólida formación en el género clownesco, también en técnicas físicas e interpretativas y en escena, mediante una sucesión de bien estudiados matices, dan en el blanco para hacer brotar la risa casi constante de los que observan.
Sus ocurrencias parten de lo cotidiano, a las que les añaden una cuota de surrealismo y de elementos metafísicos y simbólicos a sus situaciones. Esto es representado a partir de algunos interrogantes que se plantean, como por ejemplo, Yoko se pregunta por qué ir a la peluquería, si se puede disfrutar de una tarde de sol en la plaza. O por qué no hacer lo que se siente, aunque quizá para el resto pueda parecer algo insólito. O por qué no entregarse a lo lúdico, en lugar de encerrarse en múltiples prejuicios. Popovoski y Yoko parecieran ser el anverso y reverso de una misma moneda, cara o ceca, vivir o morir, disfrutar o sufrir.
Denominado varieté metafísico, en su apertura nomás, el personaje de Yoko Onda (cabe aclarar que existe una ilustradora japonesa, con H en su apellido: Yoko Honda, tan colorida y chispeante como la magnífica Yoko Onda creada por Leticia Torres) se pregunta, o le interroga al público: ¿Qué hay tan importante para decir? Y si lo hubiera ¿quién escucha? ¿Y si un día, una persona desconocida te tienta con conocer tu destino, cerrarías trato? Y si supieras cómo termina tu historia, ¿qué cambiarías?
A partir de estas pequeñas disquisiciones, y al observar a ese estupendo clown casi vagabundo, que es Popovoski, un ser tan solitario y rutinario, como encerrado en una constante resignación y frustración por qué no se atrevió a jugar a pleno en la vida, inferimos que el papel de Yoko Onda, es como la voz de su conciencia que casi sin expresarlo verbalmente, pero sí con su comportamiento físico, le está diciendo ¡animate! ¡atrevete! Así nos enteramos que Popovoski fue bancario, y que en su gris empleo recibía las quejas de aquellos que fueron víctimas del “alambradito” (sugestiva palabra que refiere al conocido e inolvidable corralito), a la vez que es un fanático de querer aprender sobre la vida de los peces; o que tiene un hobby algo frustrado, que Yoko le ayudará a recrear, en una escena que es un goce de humor ingenuo y desparpajo, como es esa afición a la danza clásica y contemporánea que tiene Popovoski, ese hombre que habita un departamento que, según dice, es como una caja de zapatos.
Yoko y Popovoski recrean de algún modo a Vladimiro y Estragón, sólo qué estos ya no esperan a Godot, ese ser imaginario creado por Samuel Beckett, los años los han dotado de un risueño desencanto. Ese juego de ajedrez que ambos practican, recuerda a El séptimo sello, de Bergman, en la que el hombre se predispone al juego como una forma de dilatar el tiempo e intentar engañar a la muerte, sin lograrlo.
Este es un superlativo espectáculo, tan simple como divertido, cuya estética minimalista deja al desnudo la creatividad, apoyada en el oficio tanto de su directora María Rosa Frega, como de Octavio Bustos, Leticia Torres, Patricio Bazán y el equipo que los acompañan. El público les agradece cada función, con un estruendoso, extenso y bien merecido aplauso.
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