Estoy acá sin fin y la relación hija-madre en modo panorámico
Fantasmas, deseos, miedos y sacrificios, los componentes de un vínculo que aborda Leticia Coronel en esta meritoria puesta con la marca del Estudio Los Vidrios
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Autor: Leticia Coronel. Dirección: Leticia Coronel. Intérpretes: Nazarena Amarilla, Maria Annoni, Blanca Anzoátegui, Leticia Coronel, Damiana Gamarra, Jennifer R. Hernández. Diseño de vestuario: Uriel Cistaro. Diseño Audiovisual: Alonso Gil Gil. Asistencia coreográfica: Lucía Cuesta. Sala: Estudio los Vidrios (Donado 2348). Funciones: domingos, 18 hs. Duración: 90 minutos. Calificación: muy buena.
Estoy acá sin fin es un proyecto que admite, en principio, una multiplicidad de abordajes para poder ubicarlo en todas sus dimensiones. Desde lo temático podría decirse que se trata de una obra que aborda, desde puntos de vista múltiples, la relación hija-madre de un modo panorámico: los fantasmas, los miedos, los sacrificios, los deseos. Si el teatro pudiera ser reducido únicamente al aspecto temático se diría que se trata de una obra que pretende ser el legado que una madre deja a su hija, narrándole parte de su propia historia, así como también de las principales marcas que la maternidad dejó en su cuerpo (un cuerpo asumido históricamente, en pleno contexto actual, con crisis y situaciones económicas complejas y, hay que decirlo, un perfil profesional -trabajadora de la cultura- que magnifica todo lo anterior).
Pero Estoy acá sin fin es por sobre todo un proyecto que merece ser analizado en sus aspectos procedimentales, ya que es ahí en donde radica su principal acierto y mérito. Con la marca del Estudio Los Vidrios este proyecto asume sus propios riesgos. El público tendrá por momentos la sensación de estar asistiendo a una clase de actuación o de danza, pero en la que lo que ocurre tiene una densidad que la aleja de la instancia pedagógica.
La directora y autora asume la responsabilidad estética y ética del proyecto, poniéndose desde un inicio en el eje principal, tanto en lo temático como en lo procedimental. Desde la primera zona nos explica la génesis del proyecto: quería hacer algo con su hija y la invitó a participar del proyecto. Tiempo después de iniciados los ensayos la hija pudo plantear con claridad su rechazo al teatro y a esa disciplina que está, desde su propio punto de vista, demasiado atravesada de sufrimientos. Así, la madre se vio obligada a pensar cómo seguir sin una hija que era claramente el foco. En lo estrictamente procedimental, la directora y autora se exhibe como tal: esto lo escribí y lo dirijo yo, parece decir de manera permanente. Es ella multiplicada en esos cuerpos que a su vez no dejan nunca de plantear una ajenidad en relación con ella, pero que asumen y toman su voz y su palabra. Es así que irá dando indicaciones a las performers frente al público para que lleven a cabo las escenas emocionales que deben realizar, retrotrayéndose para ello a su propia historia, como madres y como hijas. Ese juego especular hace que la “representación” nunca acabe de instalarse y juegue siempre a la “pura presencia” (por momentos fantasmal, por momento dramáticamente real). El “teatro representacional” parece abandonar a la propuesta en nombre de un teatro posdramático que juega permanentemente a escaparse de esa casilla. ¿Cuán fija, cuán ensayada está esta escena? Por momentos todo parece un juego paródico que “simula” su puro presente y por otros nos ofrece momentos escénicos que solo pudieron surgir una vez iniciadas las funciones (emblemática en este sentido es la escena del relato de una de las tantas madres evocadas, allí sentada en la platea de Los vidrios, hablando en su propia lengua nativa -brillantemente no traducida al público- con una hija que la evoca). ¿Estuvo alguna vez esa madre allí en el lugar en el que estoy yo? ¿Habló alguna vez en su propia lengua con esa hija que la evoca? ¿Es todo eso pura representación que actúa una performance que no es tal?
Es de tal nivel de precisión la maquinaria desarrollada por Coronel -con la asesoría de Lisandro Rodríguez, líder de esa sala y autor curatorial de ese perfil- que el público que asista saldrá con la intriga de no saber cuánto de todo lo que sucede allí está fijado en un texto previo, porque la “improvisación” pareciera ser uno de los ejes productivos, al mismo tiempo que no paran de aparecer en escena papeles escritos que nos indican que estamos frente a una obra ensayada, fijada y lanzada a una permanente repetición, en la que la improvisación es la mueca deformada de la representación.
Todo lo dicho no debería asustar a un espectador meramente sensible, que busca, del teatro, emociones. Estas no están peleadas con esta propuesta que tiene el poder de contentar a un espectador que busque la emoción así como a los que buscan comprender más teóricamente cuáles son los procedimientos que se llevan a cabo para que esa emoción aflore. Presencia y fantasma, verdad y simulacro parecen ser aquí la doble cara de una misma y única moneda.
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