Érica Rivas y Marilú Marini, ovacionadas en Madrid por su versión teatral de una novela de Ariana Harwicz
Matate, amor, estrenada en Buenos Aires en 2018, desembarcó en España con éxito. La impactante performance de Érica Rivas cautivó al público que llenó la Sala Verde del Teatro del Canal.
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MADRID.– El público que llenó la Sala Verde del Teatro del Canal le regala un prolongado aplauso a Érica Rivas. Muchos la despiden de pie. Acaba de terminar la primera función de las cuatro programadas en este centro de artes escénicas inaugurado en 2009 que es desde entonces un sitio clave del circuito cultural madrileño. La actriz luce exhausta pero feliz, convoca al escenario a Marilú Marini, la experimentada colega que dirige esta puesta adaptada a un espacio diferente al del estreno porteño, la sala independiente Dumont 4040, para que también disfrute de la calidez del reconocimiento. El encuentro de estas dos magníficas actrices argentinas produjo un resultado virtuoso: la adaptación de la celebrada novela Matate, amor que Ariana Harwicz publicó en 2012 conserva todo el brillo, la contundencia, el filo, el desparpajo, el humor corrosivo y la profundidad del texto literario. También le añade una nueva caja de resonancia. El libro de Harwicz despertó muy pronto un merecido entusiasmo, y esta versión teatral le ha sumado una nueva faceta: más allá del apasionante mundo al que se ingresa a partir de su lectura, aparece ocn la obra un paisaje extra, derivado del auténtico tour de force de Rivas, entregada por completo a un viaje intenso y por momentos onírico de 80 minutos en los que captura inevitablemente la atención del espectador combinando talento, recursos técnicos y sobre todo corazón.
La energía fluye en el ambiente por el poder magnético de su performance, potenciada también por un despliegue físico cargado de sentido que la actriz trabajó en sociedad con la coreógrafa Diana Szeinblum. No sobra nada en este unipersonal. Todo, incluso los tramos de engañosa informalidad que desconciertan a más de un espectador, está calculado con sagacidad, pero el espectáculo está muy vivo, fiel a la prerrogativa que orientó la dirección de Marini: “La actuación es estar, no es representar. Es estar presente ahí, en ese momento, en cada instante. Tenés la columna vertebral del texto y un recorrido hecho, claro, pero eso cambia todos los días si tenés la valentía de no repetir, de no representar. Estar en escena es otra cosa, es lo más maravilloso y lo más difícil. Y sirve para sacarse de la cabeza la idea de que el teatro tiene que ser de una forma. El teatro debe ser de todas las formas que deseemos. Es muy importante comunicar antes de la palabra, estar en el escenario entero, presente. El público siente eso cada vez que ocurre, ni siquiera hace falta que hables. Tenés que olvidarte de todo y solamente estar ahí, en ese momento”.
Hay que decir que Rivas logra ese objetivo. Carga de tensión a la obra, la vuelve electrizante comprometiéndose al máximo, estando ahí, presente, de cuerpo entero, como aconseja la directora. “Cuando trabajamos en el movimiento, Diana Szeinblum siempre me dice ‘hacelo como si fuera la primera vez’ –argumenta ella–. Es una buena guía esa. Todo lo que trabajamos en ese aspecto es muy importante en esta obra. De las escuelas de actuación te llevás una caja de herramientas para llegar a ciertas sensaciones, para abordar las emociones, pero muy poco relacionado con el movimiento. La propuesta de Marilú fue muy clara en este sentido, y el trabajo con Diana fue crucial para pensar un cuerpo que tenga un recorrido poético que vaya más allá del texto, incluso que no tenga necesariamente que ver de una manera directa con el texto”. La idea del foco en el trabajo corporal estuvo desde el principio, asegura Marini. “Como antigua bailarina, para mí el cuerpo es fundamental, es expresivo, es un lenguaje en sí mismo”, señala.
Otro acierto de la obra es la incorporación temprana y explícita del humor que aparece intermitentemente en la novela, un antídoto acertado contra la solemnidad que además no le resta la capacidad de interpelación dramática que el texto de Harwicz sin dudas tiene. Porque en la actuación de Érica Rivas se pueden vislumbrar, entre los pliegues de la gestualidad de la comedia, la angustia, el dolor y el agobio de una protagonista atrapada en la catarsis.
“El humor fue una de las claves a la hora de trabajar el texto para la obra –reafirma Marini–. Valoramos la capacidad de distanciamiento de los hechos que narra que tiene Ariana, esa búsqueda interior profunda y por momentos dolorosa, terrible, se logra escapar de la solemnidad para meterse en lo que es serio a través del humor. La protagonista es una mujer que quiere inventar una nueva forma de verse a sí misma, una nueva identidad. Es un deseo importante, ambicioso, pero si fuera tratado con solemnidad quedaría cristalizado, rígido, no tendría la posibilidad de desarrollarse, de florecer como florece en la novela. Mantuvimos ese punto de vista para respetar el trabajo de la autora. El humor de la novela es una generosidad de parte de Ariana porque nos vuelve cómplices”.
A lo largo de un relato cargado de emociones y casi desprovisto de pausas y respiros, Rivas va cambiando de estados con una notable fluidez. La oscilación permanente entre la risa y el espanto funcionan en la novela y en la obra con la misma eficacia. “El texto de Ariana te va llevando hacia todas esas emociones –dice ella–. Hay mecanismos que están presentes en toda su obra: el chiste que viene inmediatamente después de algo muy doloroso, o muy triste, por ejemplo. Es un recurso reconocible al que nosotras apelamos bastante para matizar ese denso fluir de la conciencia en el que se embarca la protagonista”.
Consciente del valor de esa variedad de registros, la dirección de Marini buscó estimularlos. “La calidad de actriz que tiene Érica le permite transitar por todas esas emociones. Encontró una forma singular de abordar este texto. No había una fórmula precisa para hacerlo. Es un texto que invita más a la apertura, un fluir libre del pensamiento, como el monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce”. Esas libertades que incentiva la literatura de Harwickz se suman al beneficio de un tipo de estructura narrativa que funciona con eficacia en teatro. “El de la novela que adaptamos es un texto que parece dividido en escenas. Creo que eso tiene que ver con la formación de Ariana, que estudió cine”. Al mismo tiempo, Marini resalta la poesía que alimenta a los textos de la autora: “Hay una fuerza de transmisión a través de la ruptura de la palabra –opina–. El ritmo de su escritura es muy poético”. No es la primera adaptación de un texto de la escritora argentina radicada en Francia. El año pasado se estrenó La débil mental, una idea de Cristina Banegas que encontró en Carmen Baliero a una socia para la dirección y tuvo a Claudia Cantero e Ingrid Pelicori como protagonistas.
El de Matate, amor, de todos modos, era un desafío especial. Llevar a escena el discurso torrencial de la novela requirió de un alarde de creatividad del que la obra realmente puede ufanarse. Y también de esfuerzo mental y físico que lógicamente agota a la actriz protagónica en cada función. “Un unipersonal de estas características es un esfuerzo grande, obviamente –explica Marini–. Es algo que se tiene que hacer carne en el actor, sostenido apenas por el texto. En este caso, el texto por suerte ofrece la posibilidad de embarcarse y recorrer distintos caminos, diferentes situaciones, colores, paisajes”.
Rivas reconoce los riesgos de la soledad en el escenario, pero también subraya la importancia de tener un texto como el de Harwicz para evitarlos: “Es como un compañero que te va guiando, y eso se agradece. Trabajar solo muchas veces puede provocar cierto pavor, pero no siempre es más fácil actuar en un elenco. Depende mucho de tus compañeros. A veces el otro no te devuelve nada. Hay distintas formas de actuar, distintas escuelas. Con Marilú trabajamos juntas en cine y nos divertimos mucho, encontramos una dinámica muy linda que sigue funcionando entre nosotras aunque esta vez tengamos roles diferentes. Pero algunas veces eso no ocurre, al otro no le gusta cambiar de acuerdo a lo que recibe, y la experiencia es distinta, menos satisfactoria”.
Uno de los asuntos centrales de Matate, amor es la maternidad. Como bien dice Marini, “un tema ríspido, delicado”. La perspectiva del texto de Harwicz no es la más usual, está plagada de confesiones incómodas e invectivas crudas. “Lo que se dice en la obra sobre la maternidad todavía repercute, molesta. Aún con todos los cambios que hubo para las mujeres en estos últimos años, crea problemas. Si una mujer no es madre, no tiene cumplido su gran deseo, no se ajusta a su rol. Eso sigue siendo así. Una madre no puede ni siquiera insinuar que por momentos no soporta a su hijo. Tiene que ser todo el tiempo buena, complaciente, paciente, comprensiva. Y hay momentos en los que una persona no desea comprender, desea más bien tener otro espacio para sí misma. Lo veo en mi hija, que ama a sus hijos pero tiene que poner límites para también poder ser ella. Socialmente está muy instalada la idea de la Virgen María creada por el sistema patriarcal”.
En esa misma línea, Rivas destaca que la discusión alrededor de los casos de maternidades no deseadas cobró ímpetu en paralelo con la del aborto. “Hay maternidades no deseadas y otras situaciones muy diversas. Una mujer que después de tener a su hijo no se siente madre, por ejemplo. Está instalada en el sentido común la idea de que la maternidad será deseada o no será. Pero muchas veces el deseo también está supeditado a los parámetros patriarcales. Hay muchos factores a tener en cuenta cuando pensás en este problema”.
Y Matate, amor precisamente gira alrededor de este tópico conflictivo, que suele generar juicios teñidos casi exclusivamente por la moral. Pero la obra abre puertas, más que clausurarlas con prescripciones compulsivas. Al fin y al cabo, son las dudas existenciales de la protagonista las que abren el diálogo con el espectador. Esas dudas que Érica Rivas encarna con una pasión contagiosa. ¿Qué se necesita para preparar un papel así? Condiciones naturales, suponemos. Pero para la actriz lo que importa primordialmente es la apuesta por el trabajo. “Me considero una actriz que trabajó y estudió mucho –analiza–. Y eso fue así porque supe muy pronto que el talento no me iba a llevar a algunos lugares a los que quería llegar, y que eso había que suplirlo con laburo. Después está el tema de la llegada. Martín Adjemián, uno de los maestros de actuación que más me marcaron, decía siempre que la llegada no se aprende. Es algo que un actor consigue o no, pero que no depende solo de la técnica. Un actor puede desgañitarse en una escena y no provocar nada en el otro. Esa llegada al otro es un misterio, eso sí que no tengo idea de cómo se trabaja”.
Para graficar la idea, Rivas menciona a dos actores que admira, Meryl Streep y Alejandro Urdapilleta. “Ellos tienen todo –asevera–. Siempre te llegan, te conmueven. Meryl Streep abre una ventana y aunque vos no hayas visto el paisaje, por lo que observás en sus gestos y en la postura del cuerpo podés imaginarlo. A veces pienso que eso tiene que ver con el amor que irradia esa persona, con que le importa el otro, con la convicción de que es mejor hacer el recorrido con los demás, de que vale la pena que alguien te acompañe mientras estás contando algo porque también aprendés con esa compañía”.
La necesidad de socializar se acentuó claramente después de la pandemia. El encierro obligado, largo y angustiante, despertó, una vez terminada la medida preventiva, una tendencia generalizada al encuentro grupal y al contacto directo. El teatro y los conciertos son hoy una parte decisiva de los consumos culturales masivos, el reverso de otro fenómeno evidente, el del repliegue hogareño fomentado por la catarata de producción de las plataformas de streaming. “El panorama es diferente al de hace unos años, está claro que el mundo cambió mucho y muy rápido en la etapa de la pandemia. Yo igual siento que la gente en algún momento se va a cansar de la pantalla. Ya identificamos las triquiñuelas de las series, que son siempre muy similares, que buscan engancharte para el próximo capítulo. Y nos empezamos a aburrir. Entonces valorizamos mucho más el encuentro físico, cuerpo a cuerpo. Por eso el teatro empezó a tener más relevancia. Era difícil que desapareciera algo que existe desde el principio de los tiempos y que revela la necesidad de tener al otro al lado, algo que sigue siendo muy emocionante para mí”.
Aunque hasta ahora no ha aprovechado especialmente el boom audiovisual de la era Netflix, Rivas planifica producir en breve una serie con Martín Rechimuzzi, su compinche en ¿Qué pasa hoy acá?, el delirante espectáculo que estrenaron juntos este año en el Roxy y pronto volverá pero en Dumont 4040, igual que Matate, amor, ambas antes de que termine la temporada. Con Rechimuzzi también piensan en una nueva obra de teatro. Y se viene el estreno de Elena sabe, película de Anahí Berneri basada en una novela de Claudia Piñeiro que protagoniza con Mercedes Morán.
Un futuro agradable que combina bien con este presente iluminado por el encuentro con Marilú Marini, una experiencia que naturalmente dejará huella: “Es un lujazo trabajar con Marilú, un plan impresionante –sostiene Rivas–. Pienso en el trabajo en los ensayos, en su presencia en las funciones, en los mensajes de WhatsApp que me manda... Todo es atesorable, todo me sirve para expandir mi amor por ella. Marilú vino a verme cuando interpreté a Silvina Ocampo en Divagaciones. Ese día casi me desmayo. Me dio tanta vergüenza que hice todo mal. Tenerla ahora tan cerca y que le diga a mi hija que es una nieta elegida me hace sentir una privilegiada. Lo festejo y lo agradezco mucho”.
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