Con Cástor y Pólux, su nueva sala en San Telmo, el empresario teatral vuelve a su primer amor tras 55 años de actividad y revela anécdotas insospechadas de Mercedes Sosa, María Elena Walsh, Marilina Ross, Cipe Lincovsky, Antonio Gasalla y Nacha Guevara
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Por años fue el señor Maipo, el dueño de sala y productor de los más grandes espectáculos del histórico teatro (otrora templo de la revista porteña) de la calle Esmeralda. Gracias a Lino Patalano, el público pudo disfrutar –a lo largo de 25 años de gestión– de una programación bien variada, que incluyó tanto la primera versión de Escenas de la vida conyugal, con Alfredo Alcón y Norma Aleandro, como la segunda con Ricardo Darín y Valeria Bertuccelli; el music hall The Hole con Moria Casán, las cabalgatas cómicomusicales de Enrique Pinti –Pinti canta las 40 y el Maipo cumple 90, Pericón.com.ar y Candombe nacional–; los musicales Sweeney Todd, con Julio Chávez; y Sunset Boulevard con Valeria Lynch y hasta la revista La rotativa del Maipo con Jorge Lanata, entre numerosos hitos de la casa que, bajo ese nombre, acaba de cumplir un siglo. Paralelamente fue representante y productor de Julio Bocca y aún sigue siéndolo de Les Luthiers.
Hace tres años decidió vender la mayoría de sus acciones de la sala al cineasta, médico y piloto Enrique Piñeyro y la actriz, directora y productora Carla Calabrese –quienes hoy son los propietarios del lugar–, pero retuvo para sí la dirección artística del teatro. Algunos entendieron su decisión como un honroso retiro de la profesión, en pos de una etapa más tranquila y de disfrute personal. Acaso como una suerte de instancia jubilatoria. “Nada que ver –explica hoy el hombre nacido hace 76 años en el municipio italiano de Gaeta, vaso de Terma en mano–. Acabo de llevar a Mauricio Dayub a España para presentar El equilibrista, estuve rotando por toda la Madre Patria junto a Ricardo Darín y Andrea Pietra, en otra gira más de Escenas de la vida conyugal. Sigo produciendo a Dalia Gutmann y coproduciendo a Sebastián Wainraich por todos lados y siendo el director artístico del complejo Roxy-Radio City de Mar del Plata” .
Y si bien es cierto que el año pasado debió bajar el nivel de actividad debido a diversos problemas de salud (lo operaron dos veces de la columna, le pusieron una prótesis de titanio en el hombro y le quitaron un riñón), ahora está decidido a honrar más que nunca su compromiso con la actividad teatral. ¿De qué manera? Regresando a las fuentes, al género que lo vio nacer como productor: el café concert. Por eso acaba de inaugurar en San Telmo Cástor y Pólux, un ámbito que remite a los históricos El gallo cojo, La Gallina Embarazada y El pollito erótico, aquellos espacios teatrales que concibió en los años 70, que supieron albergar el desparpajo y la creatividad de Antonio Gasalla, Carlos Perciavalle, Edda Díaz, Cipe Lincovsky y Nacha Guevara, entre otros artistas irrepetibles.
Cástor y Pólux está ubicado en Tacuarí 955, donde hasta hace poco funcionaba el depósito del Maipo; de ahí que el espacio esté decorado con elementos que pertenecieron al mobiliario del teatro y a diversos espectáculos. Hay una despampanante lámpara, unos enormes dragones, también un baúl de giras, un sillón antiquísimo y hasta un caballo plateado de utilería que formó parte de una gala de Julio Bocca. En la recepción, unas estatuas de Charly García y Nito Mestre ofrecen la bienvenida a un lugar absolutamente singular, que seguramente también hará época. En ese marco escenográfico La Nación conversó con Lino Patalano sobre su vida personal y su carrera hasta hacer foco, finalmente, en su nueva etapa. “Me tiene chocho, como si fuera un debutante”.
–¿Cómo nace tu amor por el teatro? ¿Tenías familiares artistas?
–No, sólo un tío, que era músico, y que al venir a la Argentina se convirtió en copista de la editorial de partituras Ricordi. Creo que lo mío vino por otro lado: como nací un año después de la guerra y no había juguetes, empecé entreteniéndome con imágenes de pastores y santos. Después fui a un jardín de infantes de monjas francesas y en cada festividad me disfrazaban de cura o papa. Intuyo que ahí nació mi pasión por la representación y el hecho teatral. Luego, cuando llegamos a la Argentina, fui monaguillo estrella en la iglesia San José de Pompeo porque era el único que sabía cuatro palabras en latín. A los 9 asistí solito a una función teatral, rompí la alcancía que había en casa y con esa plata me compré una entrada para ver Nazareno Cruz y el lobo, que Juan Carlos Chiappe (al que escuchábamos por la radio) ofrecía en gira por los barrios. Más tarde mi hermana empezó a regalarme la revista D’artagnan, que traía historias universales en capítulos, y ese estilo novelado me apasionó. Influenciado por esa publicación, un día se me ocurrió armar un teatro en el baldío del barrio, en pleno Lanús Oeste, para el Día de la Madre. Cosí bolsas de arpillera para dar forma a un telón, le saqué las tapas a unas latas de aceite y les puse adentro unas velas encendidas para iluminar el escenario y así armé una obra, situada en el Medioevo, donde el príncipe –en ausencia de su padre, que se había ido a pelear a las Cruzadas– se acuesta con la madre. Cuando regresa el padre, se agarran a sablazos y finalmente éste mata al hijo. Yo tenía sólo 11 años y a mi madre no me animé a invitarla, me hubiera matado. Después, ahí, empecé a armar un circo. Pero eso quedó trunco porque nos mudamos a Villa Ballester, donde terminé la primaria.
–¿De adolescente se intensificó tu vocación por el teatro?
–No, yo quería ser marino mercante. Pero mi papá y mi mamá me rogaron que no lo fuera porque en la última guerra habían muerto siete primos en un barco hundido por los enemigos. Entonces fui a dar el ingreso a la escuela comercial, pero justo pasé por una carpintería donde pedían un aprendiz de carpintero, me gustó la opción y me metí a trabajar allí sin decirles nada a mis padres. Al mes le llevé orgulloso el sueldo a mi mamá y me agarró a chancletazos. Me obligaron a anotarme en una escuela nocturna. De todos modos, insistí con seguir trabajando y ahí mi tío me hizo entrar a Ricordi, al departamento de música ligera, como allí llamaban a la música popular, que incluía las partituras de Ornella Vanoni, Gilbert Bécaud, Maysa Matarazzo. Ahí empecé de cadete, pero a los 17 años me convertí en jefe de prensa y promoción. Bajo ese rol, por ejemplo, me tocaba ir a buscar a Ezeiza a las grandes estrellas que arribaban al país, desde Mina para abajo. En ese contexto –donde también funcionaba un departamento dedicado a la representación de autores teatrales franceses e italianos– de golpe se abría una puerta y aparecía Vittorio Gassman, o conocías a una mujer como (la dramaturga) María Luz Regás, quien luego fue mi maestra.
–¿En qué sentido?
–Ella pertenecía al grupo que dirigía el Teatro San Martín, que acaba de inaugurarse y era el más moderno del mundo. Me invitó a ver El rinoceronte, de Eugène Ionesco, en la sala Casacuberta, con Iris Marga y Fernanda Mistral. Quedé impactado por lo novedoso de la puesta. Por eso, cuando años más tarde vi en Broadway El rey león, me dije: ¡esto yo ya lo vi, es una copia de aquella puesta argentina de los años 60, cuando dos rinocerontes aparecían por los pasillos! Luego me invitó a ver Beckett, de Jean Anouilh, con Duilio Marzio, Lautaro Murúa y una chica que recién empezaba, Norma Aleandro, en la sala Martín Coronado, donde los escenarios bajaban y subían para sorpresa de todos. Ahí me volví más loco con el teatro. Y todo finalmente explotó cuando me hizo una tercera invitación, esta vez al Teatro Regina, de la Casa del Teatro, que acababa de poner en valor junto al director Luis Mottura. La obra era ¿Quién te teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, con Miriam de Urquijo, Ignacio Quirós, Emilio Alfaro y Selva Alemán. Empezaba con un golpe en el escenario y alguien que decía: “Me cago en mi abuela”. Eso ni en una revista se escuchaba. Al finalizar la función fui a hablar con María Luz Regás, le dije que quería trabajar con ella, y gratis.
–¿En calidad de qué?
–De lo que fuere. Yo quería estar ahí, ser parte de ese mundo. Volví a ser cadete y no me importó, en mis tiempos libres me leí todas las obras que había en la biblioteca del lugar. Después sucedió algo inesperado: la jefa de prensa del teatro renunció y me ofrecieron ese puesto a mí por mi experiencia en Ricordi. Debuté con la prensa de Luv, una obra con Eva Dongé y dos jóvenes promesas de aquel entonces: Norman Briski y Federico Luppi. Acto seguido pasé a ser el secretario de María Luz Regás y a trabajar en producción. Entonces se estrenaron Los prójimos, de Carlos Gorostiza, con el Clan Stivel; y El avión negro, de Roberto Cossa, Germán Rozenmacher, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik, sobre la vuelta de Perón a la Argentina. Antes de cada función, a eso de las 19, me tocaba preparar los cócteles –ya que para Regás y Mottura esa era una costumbre inmodificable– y de ahí me iba corriendo a Villa Ballester a cursar el último año de la escuela nocturna. Cuando lo concluí me animé a expresarles mi mayor deseo: ser asistente de dirección. Y ahí también la suerte estuvo de mi lado: porque justo el jefe de escenario y asistente de dirección de Mottura se fue con Catalina Wolf (hasta entonces socia de él y Regás) a abrir el Teatro del Globo. Ellos hubieran preferido que yo fuese actor o cantante, y de hecho me insistieron muchas veces con que probara, pero siempre fui un cagón a la hora de subirme a un escenario; desde el vamos supe que lo mío pasaba por el detrás de escena. Debuté como asistente de dirección de Mottura, a los 20 años, en Delicado equilibrio, de Albee, con Violeta Antier, Cipe Lincovsky, Carlos Estrada, Niní Gambier, Hugo Caprera y Nacha Guevara.
–Ahí empezó a consolidarse la gran época del teatro Regina, ¿no?
–Exacto. Todo pasaba por el Regina. Íbamos con María Luz a hablar con Ástor Piazzolla y lo convencíamos para que hiciera un concierto por primera vez en una sala teatral. Íbamos a hablar con María Elena Walsh y lográbamos que hiciera su primer show para adultos: Juguemos en el mundo. También obtuvimos el sí de Mercedes Sosa y más tarde el de Ernesto Sábato, Eduardo Falú y Los Huanca Huá, que hicieron El romance de la muerte de Juan Lavalle.
–¿Qué rol cumplías en las negociaciones?
–Yo empezaba con las tratativas, continuaba María Luz y luego me sumaba cuando surgían las peleas. Un día antes del estreno de Juguemos en el mundo hubo una gran pelea y el espectáculo casi naufraga, porque la verdad es que María Elena y la directora María Herminia Avellaneda juntas eran insoportables. Talentosísimas pero insoportables. Entonces fui a la casa de María Herminia a hacer las paces con un ramo de flores y me encontré con un premio Martín Fierro sosteniendo la puerta del baño. Pensé: “contra esta, que no le importa nada, no voy a poder”. Sin embargo, la cordura retornó y hubo debut. Después hubo un problema con Mercedes Sosa. Antes de estrenar se presentó su marido, Pocho Mazitelli, quien había firmado el contrato por ella, y dijo que Mercedes no quería trabajar en un teatro de oligarcas. Entonces me fui para su casa, otra vez con un ramo de flores, y también con una caja de marron glacé. Pero en cuanto subí a su departamento me detuvo su asistente: “la señora está durmiendo, así que váyase y venga otro día”. Le dije que de ninguna manera haría eso, que me quedaría sentado en la escalera, hasta que se despertara. A los dos minutos Mercedes abrió la puerta, me invitó a tomar un café, me aceptó las flores y los chocolates, pero insistió con que no iba a trabajar “en ese teatro para oligarcas”. Sentí que me moría hasta que se me ocurrió algo. “Pero Mercedes, ¿qué hizo Cristo?”, le empecé diciendo. “¿No entró al templo a sacar a los mercaderes? Esta es una oportunidad única para que usted le diga en la cara lo que quiera a esos oligarcas de mierda”. Primero se le iluminó la cara, luego se echó a reír. La idea le encantó y desde entonces fuimos muy amigos.
–¿Cuándo empezó tu etapa de productor?
–Cuando fracasé como autor. Yo entonces tenía 22 años, y mientras trabajaba en el Regina se me dio por escribir una obra de teatro para chicos junto a Elio Marchi: Juanito, viaje a la aventura. La hicimos en el Embassy. La escenografía estaba hecha de acrílico y el vestuario, de nylon. Era un espectáculo muy loco y moderno con el que, pese a que llenábamos todas las funciones, perdimos plata. Yo era coautor, productor y director. Un día la invité a María Luz, que a esa altura además de jefa era mi amiga; primero se sorprendió, porque no le había contado nada previamente, luego se sinceró sin contemplaciones. “A partir de ahora seguí produciendo, si querés, pero no escribas ni dirijas más”, me dijo. Yo tomé sus palabras como un mandato y ahí nació el Lino Patalano productor.
–¿Y el Lino Patalano empresario?
–Nació cuando me enojé con María Luz Regás. Ella me pidió que convenciera a Violeta Antier para que formara parte del elenco de Tango, una obra para la cual ya estaban fichados, entre otros, Luis Brandoni y Marcela López Rey. El papel era muy chico, poco acorde a su trayectoria, pero me dijeron que si ella aceptaba después le iban a producir Las sirvientas crecen en los árboles, un texto muy interesante en el cual sería la protagonista. Ella me creyó y entonces dijo que sí a Tango, y por ese papelito se ganó todos los premios. Pero después la promesa que yo le había dado a Violeta no se cumplió. Por cuestiones económicas María Luz y Mottura se asociaron con Ana María Campoy y José Cibrián y coprodujeron El panadero, la panadera y el panaderito, de Anouilh. Ahí me peleé con mis padres artísticos y me fui a un agujero que había visto a la vuelta del Regina, en Libertad 1069. Y allí abrí, en 1970, La Gallina Embarazada, con una capacidad inicial de 40 espectadores que luego se amplió a 93.
–Tu primer café concert, el comienzo de un ciclo y de un estilo.
–El primer espectáculo fue bien variado, con Edda Díaz al frente del humor y Valeria Vanini –que por entonces era mi novia– a cargo de las canciones (covers de Mina y Ornella Vanoni). Empezamos bien, pero después Edda se fue a Mar del Plata con Los Campanelli y terminamos como el culo. Entonces se me ocurrió convencerla a Cipe Lincovsky para que hiciera un show en torno a Bertolt Brecht –como ella siempre comentaba que se hacían en Alemania–, pero surgió un inconveniente. “Yo no puedo actuar en un lugar que se llama La Gallina Embarazada, de ninguna manera”, objetó. Entonces, aunque yo ya estaba fundido con mi primer emprendimiento como empresario, abrí otro espacio –también en 1970– para darle el gusto: El gallo cojo; con el agregado de kabaret con k, como en Alemania. Este ya no estaba en Barrio Norte sino en pleno San Telmo, en Balcarce y México, y tenía una capacidad de 100 espectadores. ¿Podés creer que no tuvo problemas con el nombre El gallo cojo y sí con La Gallina Embarazada? Para mí no se trató de una cuestión de nombres sino de celos, no quiso ir al café concert inaugurado por Edda Díaz.
–¿En San Telmo el café concert funcionó mejor que en Barrio Norte?
–Lo de Cipe fue un éxito instantáneo. Pese a que se trataba de una propuesta muy atípica, con Yo quiero decir algo logró llenar todas las noches. Después, cuando regresó Edda, reabrí La Gallina Embarazada e hicimos Orgullosamente humilde, y ahí ya explotó todo, empezó verdaderamente el boom del café concert, la historia del género y sus distintos espacios. Luego, como nos quedó chico el ámbito de Balcarce y México, mudamos El gallo cojo a Defensa, entre Chile y la cortada de San Lorenzo, y allí pudimos albergar hasta casi 200 personas por noche. Pero no cerramos la sala de Balcarce y México: la rebautizamos El pollito erótico y allí, en 1972, debutó con su primer unipersonal Antonio Gasalla. Después, en 1973, abrimos una sucursal de El gallo cojo en Mar del Plata para que Niní Marshall volviera al teatro con Y se nos fue redepente. Por último, quisimos abrir un quinto espacio, que se iba a llamar La bataraza bataclana, pero empezó todo el quilombo con la Triple A, y tuvimos que desistir. Marilina Ross estaba haciendo Solita y sola, bajo la dirección de David Stivel, en El gallo cojo, y un día tuvimos que hacerla escapar por el techo porque vinieron a matarla. Yo también trabajaba con Nacha Guevara, así que sabía de las amenazas y amedrentamientos, pero nunca pensé que podrían llegar a tanto.
–A propósito de Nacha, siempre existió el rumor de que en la época primigenia del café concert le partió una botella de cerveza en la cara a Marcos Mundstock (de Les Luthiers), a quien casi desfigura. ¿Fue verdad o es parte de una leyenda excesiva en torno a su carácter?
–Hay un solo dato que no es verdad: le partió un vaso, no una botella. Eso sucedió en Mar del Plata, en La Fusa, en un espectáculo que compartían Nacha Guevara, Les Luthiers y Facundo Cabral. Ella venía de un momento muy jodido. Hacía muy poco había aparecido en su vida su padre, al que nunca había conocido, y justo cuando eso sucedió él se murió de cáncer. Entonces estaba más loca que de costumbre. Ese día Facundo no pudo hacer la función porque tenía un compromiso previo en Villa Gesell, entonces se debían repartir el show entre ella y Les Luthiers. Nacha les pidió que vayan al final, que la dejen abrir a ella, pero ellos le dijeron que no, argumentando que ella era una estrella y, por lo tanto, le correspondía cerrar la noche. El tema es que esa noche ellos tuvieron mucha repercusión, más que de costumbre, y el público los aplaudía y los aplaudía y no los dejaba abandonar el escenario, hasta que Mundstock dijo: “No, no, no insistan más, tenemos que terminar nuestra parte porque si no Nacha se va a volver loca”. Lo dijo como una humorada, claro. Pero Nacha no lo entendió así, entonces partió el vaso que tenía en su mano sobre una barra, y cuando Marcos pasó al lado suyo se lo incrustó en el cuello. Por eso desde entonces Mundstock debió usar barba, por las cicatrices enormes que le quedaron. Yo no estuve presente en ese momento ni después, pero me contaron que al otro día la citó un juez. Le dijo: “¿usted sabe que lo podría haber matado, porque estuvo a un milímetro de cortarle la carótida?”. Y ella le respondió: “Es lo que quería”. Obviamente no pudo continuar la temporada, Alberto Favero tuvo que traerla a Buenos Aires.
–De los actores de aquel período, ¿con cuáles volverías a trabajar y con cuáles no?
–Con todos volvería a trabajar, aún con Gasalla. Todo el mundo me habla de lo que pasó en 2008 en el Maipo (cuando él se quejó por la falta de una lamparita en el escenario y levantó la función), pero a mí no me sorprende, porque ya me había plantado al comienzo de su carrera, cuando le produje su primer unipersonal. Resulta que se había peleado con Carlos Perciavalle y quería trabajar solo. Le ofrecí El pollito erótico. Primero no debutó por el susto. Después lo hizo, pero empezó a decir que Perciavalle le enviaba gente que le tiraba sillas al escenario para parar el show. Lo calmé y conseguimos un éxito. Sin embargo, cuando debíamos renovar el contrato por todo el verano, en diciembre del 72, me dijo que se iba a trabajar a Punta del Este. ¿Y con quién? ¡Con Carlos Peciavalle! Así es Gasalla… Con Nacha también volvería a trabajar. La admiro, la respeto y la quiero. Con ella éramos amigos del alma. En el Regina, después de Delicado equilibrio, hizo conmigo un espectáculo que se llamó Hay que meter la pata, canciones para señoras flacas, justo en el barrio que se decía era de señoras gordas. Nos conocemos desde el vamos, desde pequeños. Después se convirtió en una estrella, y ya no tuvo sentido que trabajara para pocos en un café concert, como pasó con la mayoría de los que surgieron en aquel entonces. Para todos ellos, el café concert fue la cuna: después crecieron y volaron.
–¿Eso marcó el declive del café concert, el grado de popularidad que habían obtenido sus artistas, o el advenimiento de la dictadura?
–Las dos cosas. La gente venía al café concert para poder estar junta; por eso, aunque estuvieran apretados (y las entradas fueran muy caras), los espectadores asistían igual porque así se sentían ligados. Es que en la vida diaria había cierta separación y un mal ambiente social. Aún recuerdo aquella vez cuando al final del monólogo que Cipe Lincovsky hacía sobre del Cordobazo, sobre los chicos que habían sido asesinados en las escalinatas de la Universidad de Córdoba –que era de Eduardo Gudiño Kieffer y se llamaba “Pablo, te quiero”–, alguien gritó: “Sí, pero no les canta a los policías muertos”; y entonces otro respondió: “Claro, vos lo decís porque sos un asesino”. Después entendí lo que había pasado: en esa función habían coincidido el gobernador de Córdoba, al que se le atribuía la responsabilidad de los hechos, y unos estudiantes cordobeses (que habían podido asistir gracias al cupo a bajo costo que disponíamos para universitarios). Por cuestiones así todo se fue diluyendo. Después, el artista al que no mataron se fue. Y todos nos fuimos autocensurando. En ese marco de terror no se justificaba tener las salas abiertas y todo concluyó.
–¿Te considerás el creador del café concert en la Argentina?
–No, yo impuse un género dentro del café concert. Y le di su primera posibilidad a varios: por ejemplo a Edda Díaz, que me vino a buscar para que la produzca cuando yo estaba en el teatro Regina, o a Enrique Pinti, que conmigo pasó del teatro independiente a hacer su primer unipersonal, Historias recogidas (que en principio pretendió llamar Una clase de historia hasta que le dije “Pero Pinti, ¡quién va a venir con ese nombre!”), en La Gallina Embarazada. Y también reconozco que ayudé a imponer a San Telmo como epicentro del café concert. Pero el café concert ya existía desde hacía tiempo, había habido uno llamado El Tiempo de los Carozos, que dirigía David Stivel. Después estaban La Botica del Ángel y La Fusa. También La Rueda Cuadrada, El Ombligo y Los Teatros de San Telmo. Pero en todos esos había shows. Yo hice teatro, impuse el teatro dentro del café concert ¿Por qué? Porque no me podía comprar un teatro.
–Hasta que te lo pudiste comprar ¿Cómo aparece la posibilidad de adquirir el Maipo?
–Yo venía de estar con Julio Bocca en Rusia y de arreglar su contrato con el American Ballet, producía Escenas de la vida conyugal en el Teatro Blanca Podestá (hoy Multiteatro), con Alfredo Alcón y Norma Aleandro, y también hacía, como siempre, algunas cosas raras. En ese momento, estaba produciendo Las gambas gauchas, con Las Gambas al Ajillo y el Puma Goity de invitado, en La Trastienda. Cuando se termina el contrato con el local de San Telmo me digo: “Esto tiene que pasar al centro”. Y como el Maipo estaba sin programación fui a ofrecerle el espectáculo a su propietario, a Luis Alberto Amadori (hijo del director de cine Luis César Amadori). Y él me respondió: “¿y por qué directamente no te quedás con el teatro?”. Como yo a esa altura estaba pensando en construir un centro de arte en San Telmo, le dije que no. ¿Pero qué pasó después? Tuve una premonición. El remise que me tenía que traer a mi casa me estaba esperando en la esquina del Maipo, en Corrientes y Esmeralda, en el estacionamiento construido sobre lo que había sido el histórico Teatro Odeón; más precisamente, sobre lo que había sido su escenario. Fue tal la congoja que lo llamé a Julio para contarle lo de la propuesta de Amadori. Temí que el Maipo pudiera correr la misma suerte. Ahí él entendió la situación y sin titubear me dijo: “Metete, yo te acompaño”. Entonces, con la ayuda de Julio, en 1994, me convertí en el nuevo propietario del Maipo. Hasta 2019, cuando decidí venderlo y continuar siendo sólo su director artístico.
–¿Cómo surge este nuevo emprendimiento, el de Cástor y Pólux? ¿Es el reposo del guerrero?
–Surge cuando mi pareja, Gustavo Benavídez, me compra el depósito del Maipo y empieza a armar aquí una sala teatral. Y eso a mí me empieza a excitar. Así que le propongo ser el asesor artístico. Es que a mí me divierte esto, descubrir gente nueva y ofrecerle un espacio. Como al estandapero Andy Ini, a quien ya había tenido en el Maipo Kabaret (la sala pequeña del Maipo), y ahora volví a convocar porque es muy gracioso. Su nuevo show, Pavo real, es un hallazgo. Con Los Amados estoy armando un espectáculo titulado Gardel y Lepera, que es una cosa descojonante. Y en 2023 pienso reponer lo que estrenó hace 50 años Marilú Marini: Señorita Gloria, con Alejandra Radano y dirección de Emiliano Dionisi. Así que nada de retiro ni de reposo, aquí estoy, más activo que nunca, buscando reflotar todo aquella rebeldía y desparpajo de los comienzos.
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