En Quieto, un Miguel Ángel Rodríguez irreconocible domina la escena desde un simple sillón
Una comedia dramática sobre el vínculo entre un padre viudo y obstinado, al borde de la depresión, y su hija, que hace todo lo posible por devolverle la alegría
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Autoría: Florencia Naftulewicz. Dirección: Francisco Lumerman. Intérpretes: Miguel Ángel Rodríguez y Florencia Naftulewicz. Vestuario: Paola Delgado. Escenografía: Rodrigo González Garillo. Iluminación: Matías Sendón. Sala: Nün (Juan Ramírez de Velazco 419). Funciones: viernes a las 21 y sábados a las 18. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
“Querer a las personas como se quiere a un gato, con su carácter y su independencia, sin intentar domarlo, sin intentar cambiarlo. Dejarlo que se acerque cuando quiera, siendo feliz con su felicidad”. Como al pasar, Renzo desliza la frase en una pausa de la charla espasmódica con su hija. Sin dejar de aclarar que es una cita de Julio Cortázar, se apropia de esas palabras para pedir que lo dejen tranquilo, que no lo exijan, que no le pidan explicaciones. Para Julieta, en la otra esquina del vínculo, el amor se demuestra en acciones concretas. Con un bolso con empanadas, una botella de vino y un montón de expectativas, visita al padre viudo.
El empapelado ocre con flores acentúa el agobio de un pequeño living desvencijado donde Renzo, en pijama y tirado en un sillón, no deja entrar el aire ni los ruidos de la calle. Desde la muerte de la esposa, dos años atrás, la depresión lo ronda, aunque rechace el nombre del fantasma. Abuelo ausente, padre de dos hijos, solo lo persigue, además de los recuerdos, la insistencia de Julieta por arrancarlo de su quietud. Si bien pertenece a una generación formada con otras reglas, no es un “adulto mayor” renegado de la tecnología (usa perfectamente el celular y las aplicaciones), no está desinformado ni se queda afuera (dice que “se puso de moda ser celíaco”) ni es un padre incapaz de referirse a la sexualidad, aunque sea en modo irónico. Renzo está triste, está amargado.
El enfrentamiento es exasperante porque nadie cede y parece no haber salida. La hija insiste en lógicas y evidencias que el padre niega, amparado en los fueros que dan los años. El tironeo es constante, nunca hay calma, ella entra y sale, abandona y regresa, no se resigna a la evasión ni se relaja siquiera cuando emerge la ternura: Renzo propone que, juntos y en silencio, coman las empanadas, tomen vino y vean al imbatible Zorro de Guy Williams en la pantalla del celular. El momento, que arranca risas del público, apenas dura segundos.
No es difícil identificarse con la situación que propone Quieto, una comedia dramática, con una estructura y estética realista que al final dará cauce a toda esa tensión acumulada. El director Francisco Lumerman aprovecha este material al máximo explorando todas las posibilidades que provoca el encuentro de estos dos intérpretes, de distintas generaciones y escuelas pero en total sintonía para encarnar este choque de personajes tan cercanos.
Igual que en las anteriores Las cuñadas y Teresa está liebre, Florencia Naftulewicz es la actriz y la autora. Por un lado, puso luz al vínculo de padre e hija en la adultez, cuando ambos ganaron el derecho de arrojarse sus verdades y, por otro, se distancia para jugar con intensidad el duelo que imaginó en la escritura. Y la pasa muy bien porque enfrente tiene a un cómplice lúdico muy dispuesto, que es Miguel Ángel Rodríguez, avejentado por su Renzo defensor del dolor como trofeo. El 95 por ciento de la obra, desde que los espectadores entran a la sala mientras él dormita o hace crucigramas, está sentado en el sillón de comando; el lugar donde moverá las cuerdas con su herramienta principal, la energía del capocómico, que concentra las miradas y conduce la emoción, pero sin llegar a engolosinarse.
La mayoría de los espectadores, si no la totalidad, sabe de su popularidad tanto por los éxitos televisivos (Los Roldán, Son amores, los inicios como humorista imitador en VideoMatch, la mesa de Polémica en el bar con su homenaje a Minguito, entre otros hitos) como por la presencia en los escenarios que nunca abandonó: La jaula de las locas (con Roberto Carnaghi, primero, y con Gabriel Goity, después), Toc Toc y el unipersonal El cavernícola (ambos dirigidos por Lía Jelín), Qué hacemos con Walter (de Juan José Campanella) y Vidas privadas (dirección de José María Muscari) son algunos títulos que protagonizó en el ámbito comercial.
A esta lista se suman dos debuts: el año pasado, en el teatro público, Edmond (la obra francesa con la que reabrió el teatro Presidente Alvear, del Complejo teatral de Buenos Aires) y, ahora, Quieto, en el off, el circuito más activo pero, paradójicamente, menos difundido de las artes escénicas, quizás porque escasean los nombres famosos y reconocibles por todos los públicos. En el actual contexto cultural -además de la apuesta profesional de bajar al llano-, la presencia de Rodríguez ante una platea de 90 butacas, cerquísima del aliento de los artistas, resuena y alcanza –sea o no consciente del efecto- un impensado grosor.
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