Ella en mi cabeza: gran comedia que resulta un espejo para la comunidad de neuróticos
Joaquín Furriel, Florencia Raggi y Juan Leyrado están sublimes en sus trabajos, guiados por la mano maestra de Javier Daulte
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★★★★ Autor: Oscar Martínez. Dirección: Javier Daulte. Intérpretes: Joaquín Furriel, Juan Leyrado, Florencia Raggi. Escenografía: Julieta Kompel. Vestuario: Ana Markarian. Iluminación: Matías Sendón. Sala: Metropolitan Sura, Corrientes 1343. Funciones: jueves, a las 20; viernes, a las 20.15; sábados, a las 20 y a las 22; y los domingos, a las 20.30. Duración: 75 minutos. Entradas: $2.300 por boletería o Plateanet.
Secretos, virtudes y no pocos conflictos de la vida conyugal es lo que expone Oscar Martínez, en su pieza escrita en 2005, varias veces premiada y muchas más representada, no sólo en la Argentina, también en el exterior.
El escenario está dividido en tres círculos. En el del centro se observa una cama, la mujer, Laura, duerme en uno de los lados. Se la ve relajada, como disfrutando de un sueño placentero. En el otro está Adrián, pero él no duerme, la observa y dice: “esta mujer va a terminar conmigo. Es como una ciénaga que me fue tragando parsimoniosa pero infatigablemente a través de los años…”. Como espectador, de entrada resulta difícil intentar comprender a ese hombre que habla así de su esposa. Pero a medida que avanza la historia, a Adrián se lo termina aceptando. Él es víctima –como muchos de nosotros, tal vez, tan neuróticos como él– de sus propios temores, sus propios fantasmas.
Laura y Adrián, son como dos polos opuestos. Quizá por eso esa cama es circular, ya que su formato recuerda a ese conocido dibujito del ying y el yang: ella duerme hacia un lado y él hacia el otro. ¿De eso se tratará el matrimonio, de ser opuestos y complementarios? Ni lo uno, ni lo otro, quizás. Así nos lo irá describiendo ese marido, en apariencia, inmerso en un dilema, que su terapeuta Klimovsky lo ayudará a dilucidar. Adrián vive perseguido por “lo que dirá, o le dice su mujer frente a cada propuesta, o respuesta suya”. Y esa respuesta de Laura imaginada le despierta una serie de complejos nada fáciles de desenredar. Laura al contrario es una mujer práctica, parece más dispuesta a dejarse llevar por las circunstancias. Piensa menos y hace más que su marido, a simple vista. Él, en cambio, está tan pendiente de ella, que cuando se le cruza un pensamiento o una respuesta que, imagina, podría darle Laura frente a tal hecho, es capaz de provocarse una contractura que termina frustrando una salida importante para los dos.
Laura y Adrián son lo opuesto de Martha y George, la pareja que muestra un enconado odio de uno hacia el otro, en otra obra de matrimonios ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee. Aunque estos él y ella imaginados por Oscar Martínez están más cerca de Paul y Corie, de Descalzos en el parque, de Neil Simon. En ese relato ella está más dispuesta a asumir riesgos y él es más cobarde, temeroso, hasta que al final rompe el cascarón y enfrenta sus temores. Algo así sucede en este festín neurótico que, con cuidados trazos, propone Martínez en su dramaturgia.
Tanto el constante juego entre Adrián y sus conflictos casi persecutorios como los personajes de su mujer y Klimovsky están bien delineados y distribuidos; a veces se vuelven tan asfixiantes como adictivos.
Como espectador surge la pregunta ¿por qué nos atraen, por qué no podemos dejar de escucharlos? La respuesta tal vez esté en que con alguno de estos personajes el espectador o espectadora se sienten claramente identificados, o rechazados. En eso radica, en parte el éxito de la pieza, que pega, toca, no deja indiferente.
Acá la dinámica interpretativa es absolutamente complementaria. Esto se debe no sólo a la dirección magistral de Javier Daulte, un maestro en delinear situaciones con el ritmo tan justo, como acertado. Pero también a la frescura y espontaneidad de una gran intérprete como Florencia Raggi, una Laura que podría decirse que es perfecta. Juan Leyrado en sus silencios exhibe la astucia de ese terapeuta que parece gozar al acorralar a su víctima, el poco precavido y casi siempre en carne viva Adrián (Joaquín Furriel). De este último, que es artífice de este mecanismo de dichas y contradicciones, sólo se puede decir que es un actor de un calibre como hay pocos. Cada palabra resuena en su cuerpo, en sus articulaciones con la intención justa. Sus ojos se vuelven vivaces o parecen apagarse frente al dolor o se “encienden” ante el descubrimiento de algo imprevisto.
La escenografía de Julieta Kompel dividida en tres círculos, parece representar en cada uno de ellos, el anverso y reverso de estos personajes que saben jugar y muy bien las situaciones de una comedia, que se convierte en espejo de esa gran comunidad que conformamos los neuróticos. ¡Bienvenidos a bordo!
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