El zorro, el labrador y el buen hombre: a través de los títeres, una oda sobre la necesidad de dar y recibir afecto
La obra de Pablo Gorlero cuenta una sencilla fábula centrada en la relación de dos animales con un ser humano, y a través de ella, al mundo de sentimientos capaces de desarrollarse entre ellos
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El zorro, el labrador y el buen hombre. Autor y director: Pablo Gorlero. Dirección de títeres: Daniela Fiorentino. Intérpretes: Gerardo Porión, Daniela Fiorentino, Santiago Lozano y Pedro Raimondi. Escenografía y diseño de títeres: Inés Sceppacuercia y Facundo Aranda. Iluminación: Agnese Lozupone. Música: Fernando Nazar. Coreografía: Marina Svartzman. Sala: Teatro del Pueblo (Lavalle 3636). Funciones: los sábados y domingos, a las 17. Duración: 50 minutos. Nuestra opinión: buena
Un hombre y su perro labrador salen a caminar por el monte cada día. El momento previo de expectativa del can, la alegría de encarar el paseo y la apacible felicidad del andar juntos es algo conocido -o al menos intuido- por todos, y no tiene nada de inesperado o novedoso. Pero genera una empatía casi incondicional. El labrador sobre el escenario a ras del suelo del Teatro del Pueblo es un títere. Pero su expresividad es tal que desde el vamos, por su mera presencia, moviliza risas, gorjeos y exclamaciones de participación entre el público infantil. Y al menos sonrisas entre los adultos con los que comparten las butacas.
El inicio de El zorro, el labrador y el buen hombre, escrita y dirigida por Pablo Gorlero, exhibe la potencia dramática que puede tener una escena simple, si recala en experiencias verdaderas de los espectadores.
La trama se genera a partir de aquí en el encuentro con un zorro. Se entabla un vínculo de protección y compañerismo entre ambos animales, con un posterior devenir de cada uno de ellos por andariveles diferentes, propios de su naturaleza, para volver a tomar contacto en un nuevo punto del ciclo de la vida.
El “buen hombre”, dueño del labrador y protector del zorro, interpretado por Santiago Lozano, facilita los movimientos entre los animales, manteniéndose en un rol secundario a pesar de estar siempre presente. Otro personaje, a cargo de Pedro Raimondi, anuncia y comenta a modo de juglar y coreuta singular el desarrollo escénico en canciones -de afinación un tanto forzada por momentos- que sirven de enlace entre escenas.
La participación de los personajes humanos es subsidiaria aquí del protagonismo de los animales. Desde la óptica de los espectadores también lo es la de los titiriteros -Gerardo Porión y Daniela Fiorentino-, tan a la vista como el perro y el zorro. Pero claro, ello ocurre porque despliegan la habilidad necesaria para que la atención del espectador se centre en el rostro y los movimientos de los animales que manipulan, también de aquellos que aparecen incidentalmente en torno a los dos en que se centra la acción.
El zorro, de mirada intensa, no muestra la gama gestual del labrador, sino que se expresa en la manipulación de Daniela Fiorentino a través de su ligereza corporal, a veces huidiza y reticente, como corresponde a un animal ajeno a la domesticación.
La vuelta de página que representa el envejecimiento del labrador aparece de modo un tanto repentino. Impone un giro que precipita un final inevitable, al que, sin embargo, resignifica la reaparición del zorro con zorra y zorritos para corretear bajo un cielo con nueva estrella.
La música de Fernando Nazar pone un tono de épica casi cinematográfica al desplazamiento lúdico de los personajes. El perro labrador no necesita de palabras para despertar complicidades y emociones, en una conjunción de destrezas escénicas que suman el diseño por el que lo hizo nacer Inés Sceppacuercia y la vitalidad elocuente que le impone la manipulación de Porión, con la inteligente dirección de Fiorentino y la sensibilidad de Gorlero para hacerlo protagonista de la historia.
Porque es, al fin y al cabo, ni más ni menos que la historia de un perro, de lo que busca y encuentra en su vida perruna. Pero es también referencia para la humana, al menos en la lectura que hacemos de ella. Una vida simple, en la que no hay grandes contradicciones, sino la fuerza de emociones puras: alegría, por momentos tristeza, alguna ansiedad, una pizca de temor, requerimiento de afecto. En ese sentido enlaza la obra con la profunda empatía que experimentan muchos niños y niñas con los animales, a la que saben responder con particular calidad los perros.
Pablo Gorlero resalta en su puesta en escena a través de la sencilla anécdota del vínculo casual con el zorro un recorte esencial: la capacidad de dar y recibir afecto del labrador. Y eso es lo que celebran los chicos del público, que de alguna manera se sienten seguramente reivindicados en esa necesidad vital.
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