Con un brillante trabajo de escenografía, vestuario y música, la entrega física, el juego, el despliegue coreográfico y la sensibilidad del elenco hacen del peso de la historia, simbólica y real, algo vivo -e imperdible- en escena
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El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la Reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer. Autor: Christopher Marlowe. Versión escénica: Carlos Gamerro, Alejandro Tantanian, Oria Puppo. Dirección: Alejandro Tantanian. Intérpretes: Agustín Pardella, Sofía Gala Castiglione, Patricio Aramburu, Eddy García, Luciano Suardi, Santiago Pedrero, Gabo Correa, Lalo Rotaveria, Sergio Mayorquín, Francisco Bertín, Matías Marshall, Belisario Sánchez Dansey, Byron Barbieri, Martín Antuña y Esteban Pucheta. Vestuario: Oria Puppo. Escenografía: Oria Puppo. Iluminación: Sol Lopatín, Magdalena Ripa Alsina. Música: Axel Krygier. Coreografía: Josefina Gorostiza. Sala: Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Funciones: de miércoles a sábados, a las 20; domingos a las 19. Duración: 120 minutos. Nuestra opinión: excelente.
Qué modernos son los antiguos es una idea a la que se vuelve, casi como un mantra, cuando se estudia la historia del arte. Cada vez que algo emerge como una innovación o una experiencia sin precedentes, alcanza con ir al pasado para encontrar ese germen rupturista inaugural. En 1592, el escritor Christopher Marlowe, el gran predecesor de Shakespeare, escribió la historia de un rey que ama a otro hombre y decide no esconderse. Vanguardia absoluta para la época, el dramaturgo se basó en el caso real del reinado de Eduardo II de Gran Bretaña, en el siglo XIV. Hasta aquí los antecedentes históricos, pero que 432 años después se pueda mostrar este relato como un diamante ardiente que viene a iluminar nuestro presente es la gran hazaña que ya se puede ver en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín.
Elegir un texto clásico de fines del siglo XVI y representarlo en plena época posmoderna exige una reescritura y una profunda adaptación. El punto de partida casi siempre es el mismo: las caras tienen que ser contemporáneas. Si se interpretan estas obras con la suposición de un estilo naturalista, con trajes monárquicos y de época, un lenguaje en verso, arrastrado de una traducción española y personajes que funcionan como tótems discursivos de palabras encumbradas estaremos presenciando el asesinato del teatro. Por suerte, es exactamente lo contrario de lo que sucede en El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la Reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer, la versión de Carlos Gamerro, Oria Puppo y Alejandro Tantanian, que juega con las temporalidades, los estilos, el lenguaje y la actualidad política para poner en el centro de la escena un amor gay que llega al poder. ¿Qué formas del amor, qué colores, qué principios y qué valores comienzan a sentirse cuando lo que es rechazado aparece en primer plano?
La traducción y adaptación del escritor y ensayista Carlos Gamerro incluye la incorporación de textos de Ricardo II, de Shakespeare, que dialogan con la obra, así como un trabajo sobre el lenguaje que lo acerca en términos temporales y hasta contiene frases coloquiales y referencias notables a nuestro presente histórico. Los vínculos con Shakespeare en este espectáculo son permanentes: aparece un hijo que decide vengar el asesinato de su padre (Hamlet), una historia de amor trágica que tiene mucho de Romeo y Julieta, el poder de la Iglesia siempre definiendo cuál es la moral de su tiempo, los combates, las marchas, los funerales, el amor físico y el sufrimiento. Los textos isabelinos son una película de acción, que tienen ese gran valor de mostrar un cambio de época: un pie en la Edad Media y otro en el Renacimiento. Todo ese trabajo de adaptación, siempre atento a cuál es la fibra que hay que tocar en el presente, se redescubre en esta versión que nos exhibe, hasta un punto que cuesta seguir mirando, cómo todavía se reprime, se censura, se prohíbe y se mata, de manera literal, lo que va en contra de una norma hegemónica: esta puede ser la homosexualidad, el feminismo o simplemente no hacer siempre, con obsecuencia y de manera servil, lo que quiere el poder.
Como director general de este espectáculo, Alejandro Tantanian formó una triada creativa junto con Carlos Gamerro y Oria Puppo, encargada de toda la dramaturgia visual de la pieza. Es la mejor versión de lo que significa un trabajo colaborativo, algo que está en la médula del teatro. El trágico reinado de Eduardo II… es una obra multidisciplinaria, en el cual todas las disciplinas de la maquinaria teatral trabajan en conjunto a favor de esa visión general. El despliegue de colores y detalles del vestuario, que van de zapatillas flúor, medias de red, tules, brillos, encajes, tachas, tapados de piel unidos con cintos de cuero, camperas infladas deportivas y hasta máscaras blancas, en un collage intenso de mezcla de estilos que dialogan tan bien con nuestro presente. Lo mismo sucede con la escenografía, que muestra el espacio del escenario al descubierto, las grandes paredes de ladrillos, unos módulos metálicos y columnas que bajan y suben, jugando con el estilo de un galpón moderno mientras la actuación y el vestuario llena todo de color. Arriba, un rectángulo de una pantalla en la cual se proyectarán los primeros planos de esta historia: unos labios, una mirada, acciones que son metáforas visuales de lo que sucede. Otro gran vuelo poético de esta pieza, como si dijera secretamente que esta historia se cuenta en su esplendor general y en los detalles más intimistas. La música, disciplina fundamental del teatro, tiene acá un marco narrativo en sí mismo. Entre lo clásico y lo contemporáneo, la composición original de Axel Krygier tiene el mismo vuelo poético de fusionar estilos, con momentos de gran intensidad dramática: el sonido de una ópera clásica mientras se tortura sin piedad, remite a tantas referencias históricas y sensibles, que el gesto político es enorme.
La cantidad de capas de análisis sobre las que se construye este espectáculo son tan vastas que el espacio de escritura queda corto. Pero para concluir, quedan los cuerpos de los actores, que entre la entrega física, el juego, el despliegue coreográfico y la sensibilidad hacen del peso de la historia, simbólica y real, algo muy vivo en escena. En su lectura de Freud cuando decía que el inconsciente social está presente en el arte, el escritor Hermann Hesse aseguró: “Hay más verdad directamente legible en una obra de arte con respecto a las que son las grandes corrientes del alma colectiva, que en cualquier otro discurso”. El último estreno del Teatro San Martín es un ejemplo irrefutable de un grito político y estético a este presente.
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