El tiempo se detiene: el espacio, provocador de una estética magistral
Libro y dirección: Facundo Zilberberg / Elenco: Fernando de Rosa, Mariana Estensoro, Alejandra Flores y Julián Marcove / Puesta en escena: Mariana Barceló y Facundo Zilberberg / Sala: Beckett, Guardia Vieja 3556 / Funciones: Viernes, a las 21 / Duración: 60 minutos / Nuestra opinión: muy buena
Desde el ingreso a la sala el espectador se encontrará con un diseño escenográfico que lo remitirá a cierto realismo de escaso uso en el teatro porteño. Un bello diseño de jardín que remite a una infancia más o menos lejana con un mobiliario que dista mucho de seguir el diseño en boga. Ya con la irrupción de esos objetos ante nuestros ojos el título comienza a adquirir sentido: el tiempo está detenido. Y es allí donde sobreviene la primera gran decisión de Zilberberg como director: sostener un tiempo detenido, enfrentarnos a un tiempo que pesa desde la inacción de los actores que, simplemente, permanecen, están allí. Un tiempo que se muestra como inactivo o, muy por el contrario, un tiempo cuyo valor es interno y corre a enorme velocidad, pero bajo la forma de la nostalgia y la tristeza.
La muerte del abuelo convoca a dos hijos a acompañar a su madre. Ella estará allí, doliente, recordando un mundo que no fue, un mundo que no supo o no quiso hacer. Los hijos dejarán su vida en suspenso con el objetivo de acompañar, de contener a esa madre que carga con sus propios dolores. Allí la temporalidad ya queda por demás explicitada: hay un pasado que parece volver pero reconstruido, modificado, y un presente que solo tiene valor en tanto pesa de tal modo que no permite vislumbrar un futuro. La obra de Zilberberg prometía eso y su montaje lo cumple de manera magistral.
Y si el espacio es el gran provocador de toda esa estética (desde el realismo, lo decorativo; desde lo simbólico un círculo que parece envolverlo y asfixiarlo todo), son los actores quienes tendrán la tarea de ponerle el cuerpo a todo ello. Y si bien el equipo es parejo en su desempeño hay que señalar que la sutileza del trabajo que lleva adelante Alejandra Flores es de tal tamaño que se impone señalarlo. Desde mucho antes de su primer parlamento Flores compone una criatura frágil, imposibilitada de algo que todavía no se vislumbra, pero se intuye. La cercanía que ofrece la sala permite ver la sutileza de su trabajo en lo que hace con sus pies, con sus manos y fundamentalmente sus ojos: una actuación que se ve en el cuerpo y que se siente en la profundidad de su mirada a través de una tristeza que construye esa imposibilidad y justifica, desde lo sensible, ese recorrido tan lógico y doloroso como inevitable.
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