El rostro y la máscara
"Enrique IV" , de Luigi Pirandello. Tra-ducción: Daniel Bardra e Ingrid Pelicori. Elenco: Alfredo Alcón, Elena Tasisto, Horacio Peña, Roberto Castro, Analía Couceyro, Osvaldo Bonet, Pablo Messiez y otros. Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Luces: Gonzalo Córdova. Director: Rubén Szuchmacher. Duración: 90 minutos. Sala Casacuberta del Teatro San Martín. Estreno: sábado 30 de julio de 2005.
Nuestra opinión: Excelente
Estrenada el 24 de febrero de 1922, "Enrique IV" señala, como "Seis personajes en busca de autor", de 1921, el comienzo de la madurez creadora de Pirandello (1867-1936), cuando plantea decisivamente el problema de la realidad (¿existe verdaderamente algo fuera de mi percepción, o esta percepción es real para mí, pero no para los demás?) y lo vincula con el teatro como representación ficticia. Ya en 1908, en su ensayo "El humorismo", escribía: "La vida es una bufonada, una ficción muy similar a la del escenario".
El tema de "Enrique IV" es, obsesivamente, el de la representación, y su desarrollo íntegro gira alrededor de la teatralidad. Teatral fue la cabalgata organizada, veinte años antes del inicio de la obra, por un grupo de nobles disfrazados de personajes históricos: en ella intervenían el protagonista, como el emperador Enrique IV de Alemania (1050-1106), y la marquesa Matilde, a quien él cortejaba entonces, en el papel de la condesa Matilde de Toscana. Sin que nunca se pudiera esclarecer cómo -aparentemente, perseguía la mirada esquiva de su amada-, el falso Enrique IV cayó del caballo y sufrió una conmoción cerebral a raíz de la cual enloqueció. Desde entonces cree ser de verdad el emperador (enredado en una querella con el papa Gregorio VII, quien en 1077 lo había excomulgado): se viste y actúa como tal, vive la angustia de la excomunión y en su palacio se rodea de una corte de aprovechadores que fingen reconocerlo como el soberano.
Nuevo recurso a la teatralidad: los amigos del protagonista, a instancias de su sobrino, el marqués de Nolli, y siguiendo los consejos de un psiquiatra de evidente formación freudiana (Pirandello aprovecha para burlarse también, oblicuamente, de su famoso contemporáneo), invaden el palacio dispuestos a representar una farsa que, según el terapeuta, pondría fin a la locura del dueño de casa. Se trataría de poner nuevamente en escena, veinte años después, la mascarada histórica donde ocurrió el accidente: el shock del reconocimiento restablecería la cordura. Matilde será reencarnada por su hija, Frida, que se le parece mucho; el cínico barón Belcredi -personaje de clara estirpe dannunziana- hará de fraile; el psiquiatra, de obispo de Cluny.
Laberinto de palabras
Pero, astutamente, el autor da otra vuelta de tuerca y las cosas, en vez de aclararse, se complican. El teatro resulta, una vez más, el paradigma de la existencia humana. No es el caso de revelar aquí, para quienes no conocen la obra, escasamente representada entre nosotros, los vericuetos de una trama apoyada esencialmente en la palabra: es una implacable dialéctica -el rumiar incesante de las criaturas de Pirandello, ancladas en sus agravios y sus temores-, sumada a una revelación sorprendente (¿fue de veras accidental aquella caída del caballo?), la que determina un final desesperanzado, melancólico. Con palabras de Mario Barato, estudioso de la obra del ilustre siciliano: "La psicología tensa y maníaca, la locura latente o explícita: el individuo es siempre hostigado por un incurable conflicto interior".
Obra que diestramente mezcla el humorismo con la tragedia, la burla con la tristeza sin fin, la vida y la muerte en alianza inextricable, encuentra una expresión magnífica en esta producción del San Martín, con el sello de la casa: el rigor de la excelencia en todos los rubros.
Tras el éxito de "Las troyanas" y "El siglo de oro del peronismo", Rubén Szuchmacher se afianza definitivamente, con esta labor, como uno de los más importantes directores argentinos. Qué decir del trabajo admirable de Alfredo Alcón, que agota el catálogo de adjetivos laudatorios: su Enrique IV queda para la historia. A su lado, Elena Tasisto (inesperadamente rubia), Horacio Peña, Roberto Castro, la Couceyro, Bonet, Messiez, acompañan con alto nivel. La traducción se desliza con fluidez, y el diseñador Jorge Ferrari concreta un feliz contrapunto entre el mundo gris y blanco del falso Enrique IV (la escenografía es bellísima y funcional) y los restallantes colores del vestuario "moderno". Córdova ilumina con talento esta mordaz fábula que testimonia la agudeza de Adriano Tilgher, el primer crítico que tomó a Pirandello en serio: "Todo el mundo de este autor se centra en una visión de la vida como una fuerza trabajada por una antinomia: la vida necesita simultáneamente darse una forma y pasar, incesantemente, de una forma a otra".
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