El “recreo” de School of Rock: chocolatadas, rituales, deberes y mucho compañerismo en el entretiempo del musical más visto
En los subsuelos de Gran Rex, entre pasillos, camarines y salas diversas tiene lugar una especie de lado B de esta gran maquinaria escénica a cargo de una batallón de profesionales apasionados por lo que hacen
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Domingo, 17.20. Suenan los últimos temas de School of Rock, en el Gran Rex, con la banda de chicos liderada por una profesor que, en verdad, es un falso educador que pone a la rigurosa institución escolar patas para arriba. Pero después de idas y venidas, la banda guiada por este amante de la música de LED Zeppelin, The Who y AC/DC se sale con la suya. Cuando vuelven a cantar “Vos tomá el poder” el público que cubre la sala más grande de nuestro país se para, canta, aplaude, grita. Fiesta. Clima de recital de rock para esta comedia musical que ya pasó por las grandes ciudades del mundo y que, hasta fin de mes, está haciendo temporada en Buenos Aires. A los minutos, el numeroso elenco sale a saludar para delirio del público de la platea y de las bandejas del Gran Rex. Hasta los que están operando el sonido y la música en la última fila de esta platea, la número 28, se prenden en la celebración. El efecto, se llame rock o cómo se denomine, es contagioso.
En una hora y media, la historia escrita por Dewey Finn en la que un cantante y guitarrista de rock echado de su banda se hace pasar por su amigo Ned para ocupar un rol de maestro suplente en un tradicional colegio primario volverá desplegar sus formas. Pero para eso, falta. Ahora, el numeroso público va saliendo hacia la avenida Corrientes mientras el reseteo de esta tremenda maquinaria escénica se traslada a los subsuelos de esta sala con 3262 butacas.
Para llegar a ese submundo hay que atravesar la típica puerta custodiada por expertos, mientras el personal de limpieza se prepara para volver a poner en orden la sala. Tras esa puerta surgen pasillos, escaleras, más pasillos, una sala con imágenes de las cámaras de seguridad, más escalones, más pasillos. Por un recoveco se accede a ese escenario que habitaron artistas como Charles Aznavour, Caetano Veloso, Tony Bennett, Liza Minnelli, B.B. King, Fito Páez, Nat Kind Cole, Lou Reed, Gustavo Cerati, Laurie Anderson, Charly García y Joan Manuel Serrat. En el centro del espacio escénico quedó la batería de School of Rock en penumbras, como si aprovechara el “entretiempo” para dormir una siesta, reponer aire, recargar las pilas.
Más abajo, empieza la seguidilla de camarines a lo largo de un pasillo por el cual circulan los obreros calificados de este espectáculo que no se toma respiro entre una función y la otra. El primero de los camarines es el que ocupa Agustín “Soy Rada” Aristarán, el inolvidable Tronchatoro de los revoltosos de Matilda. Ocupa el principal, el que se lo conoce como el “camarín de Sandro”, figura clave en la historia de esta sala con tantas historias. “No te laburo sino es acá”, ironiza el actor, quien acaba de encarar a ese entrañable profesor Finn, quien sabe detectar en los chicos lo que los otros no ven.
Hay una guitarra eléctrica, una cafetera y ropa invernal en el sillón. Recibe a LA NACION sin rastro de cansancio, como si estuviera listo para la segunda función. Pero no, esta noche, en una hora y media, su papel estará a cargo de Germán “Tripa” Tripel, que está en un camarín cercano. “En general, termino bien. Pero cuando hago las dos seguidas, dos horas después de haber terminado me baja un cansancio extremo. Es que es una obra de un nivel de exigencia extrema”, reconoce Aristarán, quien nunca había encarado un rol de semejante demanda vocal.
Llega al teatro a las 13 y arriba recién a su casa a las 22, pensando en qué comer. “Me gusta estar temprano, maquillarme tranquilo, comer con el elenco, hacernos los mismos chistes; somos bichos de teatro. Es una rutina piola, de esas que no pesan. Tenemos mucha suerte de hacer esta obra. Yo siento que estoy en Broadway; flasheo que estoy en pleno Times Square. A veces tengo miedo de despertarme en un manicomio y darme cuenta que todo esto era una mentira”. Como es de imaginar, no todas las funciones salen como fueron imaginadas. “El otro día me olvidé una parte entera de un relato y vino uno de los nenes del elenco, me encaró, y me dijo como si nada: ‘Profe, ¿no deberíamos ir por acá?’. Y ahí me di cuenta y retomé la escena. Fue él el que me salvó ¡A ese pendejo de 10 años le tengo que hacer un monumento!”, confiesa.
En el laberinto de pasillos y camarines ubicado debajo de la platea se encuentra gente por todos lados. Algunos todavía siguen con el vestuario que acaban de usar. Otros –los 13 niños que protagonizarán la segunda función del día– están todavía emponchados con ropa de invierno. En los distintos espacios hay una metegol en modo Copa América con jugadores enfervorizados, productores, asistentes, platos con comida que van de un lado al otro y técnicos que preparan los micrófonos. Entre tantas caras, se asoma Isa (Isabella Sorrentino, quien hasta hace un rato era Summer en el gran escenario). Tiene apenas 10 años y cuenta en su currículum haber sido una de las integrantes de Matilda.
“Volver al Gran Rex fue hermoso. En el escenario se siente toda la adrenalina del público, por eso cuando subimos la rompemos”, apunta con una sonrisa que desborda su cara. No parece existir el miedo escénico para ella. Cuando estaba en Matilda tenía cierto temor de olvidarse la letra o de no pegarle a una nota, ahora no. Está relajada, dispuesta a disfrutar cada momento. Entre función y función, los chicos comen algo, filman videítos y juegan, mientras los recién llegados se van preparando. Hoy, Isa no se queda a ver la segunda función porque se tiene que ir a estudiar. De la escuela de rock a la escuela “de verdad”.
Fausto Fallesen, Zack en el escenario, es otro de los pibes que está en modo estallado luego de haber hecho la primera función. Cuando termina reconoce que siempre se olvida de sacarse el micrófono, pero lo toma con humor. Decididamente, están rockeando lo que más les gusta (como sucede con la banda cuando están en escena cantando, tocando los instrumentos y bailando mientras desafían los mandatos de padres y la rigidez de la directora del colegio). “Lo hacemos con el corazón y los coaches son regenios, nos tratan súper bien. Sin ellos no podríamos haber hecho esto. El momento del saludo final del público es increíble”, dicen a coro, en medio de cierto griterío lógico, Romeo Russo, Catalina Giorgi y Victoria Vidal. Evocan ese momento y las tres caras dibujan una única gran sonrisa.
Melina Lambierto y Diana Frydman son las encargadas de la producción artística de minoridad. O sea, ofician de nexo entre la parte creativa y la producción respecto de los niños. ”Durante el show siempre están con alguna de las dos”, asegura Melina, rodeada de chicos, mientras su coequiper mantiene una charla con otro grupo previo a la función. En ese conversación en medio del caos siempre se cuelan frases motivacionales a unos 40 minutos de la segunda función.
Ambas tuvieron que llenar una infinidad de papeles para que los menores puedan estar trabajando (o jugando el juego que más les gusta). En el día a día, los desafíos son otros. “Como hay mucha diferencia de edad, entre los 9 y 16 años que tienen los chicos del elenco, la convivencia es más compleja porque, lógicamente, los tiempos son distintos. De todas maneras, antes de la función bajamos la luz de este espacio y hacemos algún ejercicio de concentración porque un actriz y un actor, tenga la edad que tenga, siempre debe estar concentrado antes e salir a escena. De otra forma, no hay manera que salga bien”, admite Melina rodeada de la banda de trece chicos que ya están vestidos con sus uniformes, que ya hicieron una prueba de sonido, que ya probaron vestuario. Tal vez uno de ellos fue al que salvó a Soy Rada cuando se olvidó de la letra. Cuentan que nadie del público se dio cuenta de aquello.
Como si fuera una verdadera maldad de la puesta, el cambio de vestuario más rápido de esta obra que dirige Ariel del Mastro involucra a los 13 peques (en verdad, a los tres grupos de 13 peques). El cambio de pilchas se tiene que resolver en un minuto y medio. Pasan del uniforme escolar a un modo fashion rockero diseñado por Alejandra Robotti. En ese momento, en las patas del escenario hay una vestuarista para cada uno, mientras Melina les va diciendo los segundos que les quedan para volver. Al principio, costó. Ahora, todo fluye.
El camarín que comparten Santiago Otero Ramos y Germán “Tripa” Tripel está atravesado por lo familiar. En el plano de lo real, Santiago, quien hace del amigo del entrañable falso profesor, es su cuñado. A este dato de lo familiar hay que sumar otro geográfico: la hermana de Santiago y pareja del exintegrante de Mambrú es Marisol Otero, quien está haciendo en estos momentos la función de El principito, en el Ópera, la sala que está justo frente al Gran Rex. En el camarín está instaladísima Nina, la hija de 9 años de Tripa, sobrina de Santiago.
“´Le gusta estar acá, se divierte”, reconoce su padre con una indudable chochera. Como en la primera función su personaje –integrante de la banda que compite con la de los chicos– aparece solamente al principio y al final, aprovechó todo ese hueco para cumplir su rol del padre y ayudante escolar. Como mañana Nina tiene prueba de geografía, se la pasaron estudiando. Por eso en la mesada hay un manual entre una botella de ron y algún objeto metalero.
Durante este otro hueco entre las dos funciones, el alternante de Soy Rada en funciones ya programadas tiene un altercado menor. En el comedor, un rato antes de subir a escena, le prepara a su hija una chocolatada con varias cucharadas suculentas de cacao. Nina lo prueba y la cara de asco no requiere ni subtítulos ni explicación. Lo prueba él. Nueva cara de asco. En vez de cacao había puesto canela.
“Lo más difícil es el bache entre una función y la otra, pero igual la pasamos muy bien”, apunta Santiago. Eso sí, como los platos de comida durante el “entretiempo” son tentadores, “temo irme de acá con unos kilos demás”. “Tripa”, de mucho millaje en musicales, está en el proceso de transformación de ser el malo de la primera función al líder de la banda de los chicos en la segunda. “Me encanta hacer el personaje de Diwi. Ya lo había encarado antes de ser padre en el circuito más off, con Santiago. Ahora, ya siendo padre, disfruto mucho la energía que se da con los nenes y las nenas. Me maravilla el crecimiento que fueron teniendo, me pone muy contento. Y me gusta ser parte de una producción tan cuidada que respetó toda la música de Andrew Lloyd Webber. Yo veo al público y es de recital, de recital de rock”, dice el rockero del grupo.
Vuelta a los pasillos subterráneos. Por uno de ellos circula Carlos Rottemberg, uno de los productores de este universo fantástico. “Casi tengo asistencia perfecta, vengo siempre -apunta como si estuviera pendiente del boletín de esta escuela de rock que imaginó su hijo Nicolás, quien está cursando el segundo grado-. Es muy emocionante lo que pasa con el público, ¿por qué perdérmelo?”. Lo dice con cierta satisfacción indisimulable, El productor entra a un camarín en la que integrantes de su equipo, frente a las pantallas de sus computadoras, comprueban que toda esta gran maquinaria perfecta siga su estricta hoja de ruta.
Lo de “gran maquinaria” no es una exageración. Hay números que lo sustentan. En lo que respecta a niños y adolescentes en escena son 13 por función incluidos los cuatro músicos de la banda, conformada por batería, bajo, guitarra y teclado. Por temas legales, hay tres elencos distintos, lo que suma 39 chicos. La obra tiene 27 cuadros musicales y 56 cambios escenográficos a lo largo de casi dos horas de duración.
Durante ese tiempo se producen 192 cambios de vestuario. En el momento de empezar cada función hay 76 personas afectadas a este gran engranaje entre músicos, performers, stage managers, utileros, encargados de sonido, peluqueras, maquilladores, vestuaristas y siguen los rubros. Hasta fin de mes, serán 60 veces que la maquinaria levante el gran telón. Contando hasta las funciones del último martes, 45.000 espectadores ya la aplaudieron. Como viene sucediendo desde hace tres semanas, School of Rock encabeza el listado de la obra del circuito comercial con mayor cantidad de espectadores y con mejor recaudación.
La producción se inició en octubre. Los 39 chicos y chicas que se alternan en escena fueron elegidos entre 1200 aspirantes (leyó bien). Otro dato: 18 de ellos vienen de hacer Matilda. Para poder traer esa versión teatral inspirada en la película que protagonizó Jack Black se juntaron cuatro productoras: MP Producciones, Ozono Producciones, Carlos y Tomás Rottemberg y Preludio Producciones.
Una de las piezas claves para poner en orden el desorden es Juan Zorraquín uno de los dos stage managers. Hasta hace poco, cumplía un rol similar en Legalmente rubia, otra producción de los Rottemberg. De hecho, fue uno de los testimonios de otra crónica sobre el entretiempo que tiene lugar en el Liceo. Ahora, es uno de los capitanes de este transatlántico escénico. “A diferencia de mi trabajo en Legalmente…, acá estoy en el escenario a cargo de todo el movimiento de lo que sucede atrás, que es parte de la magia. Durante la obra hay un equipo de 35 personas pendiente de cada movimiento”, señala Zorraquín, mientras otro grupo pone a punto el escenario para la segunda función. Su voz es la que suena durante el intervalo señalando los minutos que faltan para volver a levantar el telón y para dar alguna indicación puntual.
A diez minutos de que se levante el telón, Sofía Pachano abre la puerta de su camarín. Para el grupo de chicos, ella es como la tía. “Esto es una locura, la paso genial”, apunta quien ya había trabajado en la sala. Sus padres (Aníbal Pachano y Ana Sans) hicieron acá la avant premier de la película Evita, de Alan Parker. Tenía apenas seis años y se dio el gusto de pisar el gran escenario. A los 18, integró el ballet estable de Valeria Lynch. Ahora, School of Rock. En esta especie de recreo largo entre las dos funciones le gusta ir a hacia la zona de catering para charlar con sus compañeros. “Como es una temporada corta, dan ganas de conocer bien a todos. Estoy mucho con los nenes y las nenas y no doy abasto de la felicidad que me generan. Cada grupo tiene su energía, lo cual es más atractivo, aunque mi personaje tenga poco contacto con los peques en el escenario”, señala quien en minutos volverá a escena.
Así como la hija de “Tripa” debió lidiar con un percance con ese chocolatada “acanelada”, Ángela Leiva tuvo que pasar por el gabinete de kinesiología. “No se puede hacer un musical de este tipo sin ese servicio”, había admitido minutos antes Rottemberg. A minutos de volver al escenario se toma un respiro en su camarín. “Estoy feliz porque todo esto es una nueva etapa en mi vida, en mi carrera; estoy aprendiendo mucho de esta locura que es el teatro musical. Mis compañeros me la hacen fácil. Esto no es fácil”, admite quien en escena le toca interpretar a esa rígida directora de una rígida institución escolar por cuyas venas, un tanto ocultas, también corre el rock.
Su entretiempo tiene un rutina establecida: comer algo, relajarse y charla un rato con sus compañeros. “Ayudó mucho que, como el grupo de chicos son tres, tuvimos que pasar cada escena por triplicado. Reconozco que los nenes son mucho más profesionales que los protagonistas y los del ensamble. Te lo aseguro, no exagero”, señala otra de las tías de esta maquinaria.
La voz de Juan Zorraquín vuelve a escucharse por los altoparlantes. Mientras en el público va ocupando sus butacas guiados por el personal de sala, todo el amplio grupo que mueve esta maquinaria se concentra en el salón del catering que se armó hace unos años para las producciones de Cris Morena. Entre chistes y bailes improvisados, cumplen el rito de ubicarse en un extremo de la gran mesa, realizan un conteo para terminar gritando “¡mierda!” mientras se caen los vasos de plástico de la mesa. El show debe continuar.
Cumplido el ritual, todos enfilan por el pasillo que da hacia el escenario. Yo no hay gritos. El grado de concentración va aumentando. La gran maquinaria vuelve a ponerse en movimiento. Entonces, nuevamente otro pasillo, otras escaleras, un nuevo pasillo y, de golpe, a plena avenida Corrientes en la vereda de esta gran sala diseñada por Alberto Prebisch, el mismo del Obelisco, inaugurada en 1937.
En la puerta, a minutos de comenzar la segunda función, está Carlos Rottemberg junto a Andrés Cordero, un ingeniero de fina de estampa que es el dueño del Gran Rex. “Es un espectáculo de calidad, estoy muy feliz que se esté presentado acá”, admite este señor, cuyo abuelo compró estos lotes y mandó a construir esta obra clave del modernismo arquitectónico de Buenos Aires. Con su señora vio la obra de la última fila de la platea. Quizás, sea su forma de tener una visión panorámica de este fenómeno que durante una hora y media estuvo ajustando cada de sus piezas para volver a contar esta historia atrapante.
School of Rock, hasta el 28 de este mes, de martes a domingos, a las 15 y a las 19, en el teatro Gran Rex, Corrientes 859. Entradas disponibles en Tu Entrada.
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