El fantástico recorrido de La velocidad de la luz, de la Villa 31 a Tokio
La creación de Marco Canale que se estrenó en el FIBA, de 2017, con habitantes del barrio Padre Mugica, ya tuvo su versión en Alemania y una segunda en la capital japonesa, mientras prepara la próxima, ambientada en los Alpes suizos
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Desde hace un tiempo, el llamado mercado de las artes escénicas –sea por motivos artísticos o económicos– se nutre también de conceptos, de ideas de montajes que, en el mejor de los casos, llegan a tener sus versiones en distintos festivales del mundo. Parte de la producción de creadores como Lola Arias, Mariano Pensotti, Fernando Rubio o Lisandro Rodríguez consiste en desarrollar proyectos site specific que, gracias a un complejo esquema de producción, llegan a tener sus versiones en otras latitudes. A veces, esas performances se valen de actores profesionales. En otros casos, de gente sin experiencia teatral o del mismo público, convertido en performer por un día. El abanico de propuestas de este tipo es tan amplio como las distintas ideas base que sustentan a cada matriz.
Al (incompleto) listado de creadores locales mencionados más arriba habría que sumar al director, dramaturgo y cineasta Marco Canale. En tiempos de pandemia, con todas las dificultades que eso implica, acaba de llegar de Japón luego de un largo vuelo con escalas en Dallas y Miami. “Fue un lechero de 36 horas”, reconoce desde su casa, la que había dejado hace dos meses. En Tokio estrenó la versión nipona de La velocidad de la luz, esa particular propuesta cuyo tránsito se inició en la Villa 31, en 2017, y que tuvo su segunda versión en una ciudad alemana y que tendrá su cuarta versión en un campiña suiza de nombre imposible.
La velocidad de la luz está definida por diferentes tránsitos, recorridos de los actores y del público, viajes reales e imaginarios. A lo largo de estos años, no ha detenido su marcha por distinto continentes en tiempos en lo que el imaginario de lo global se topa con el concepto de cercanía, de lo barrial. Los kilómetros recorridos también forman parte del ADN de Marco Canale. Después de estudiar cine en la Enerc partió a España, donde estudió dramaturgia, y luego a Guatemala. Estuvo fuera de su país doce años. “Luego de ese largo proceso retorné a la Argentina por una crisis familiar y caí yo en mi propia crisis... Al tiempo empecé a pensar un proyecto con viejos para tratar de entender un poco a Buenos Aires, ciudad en la que me sentía un extranjero. Quería hacerlo con gente de diferentes lugares de la ciudad, empecé a dar talleres y uno de esos fue en la 31 con los curas villeros. Ese proceso fue tomando cuerpo en un taller que funcionó en el Malba con mayoría de mujeres de la villa. Ahora que lo pienso, en los tres proyectos de La velocidad en la mayoría son mujeres. No sé..., creo que las viejas tienen más polenta para hacer cosas mientras que los hombres, me parece, están más marcados por el trabajo o por la ausencia del trabajo”, reflexiona sobre las derivas de estos tránsitos. Lo cierto es que, después de 8 meses de trabajar en la villa (Marco Canale deja de lado la denominación de Barrio 31), tomó contacto con el FIBA, el Festival Internacional de Buenos Aires. En octubre de 2017, en ese marco, ese proyecto tuvo su primera función.
A años de aquel kilómetro cero define a las distintas versiones de La velocidad de la luz como una cruz con un eje horizontal, que es la ciudad y lo que no se muestra de ella; y un eje vertical, que tiene que ver con los orígenes, con la familia, con lo ancestral, con los amores, con la muerte y con la vida después de la muerte. “En el fondo, todo ese proceso se conecta con mucho de lo que me estaba pasando a mí. Yo estaba buscando una raíz en la ciudad. En esos años se murió una abuela muy importante en mi historia y ese hecho fue un desencadenante importante en todo esto. Buscaba mi lugar propio, mi pedazo de tierra para hacer pie y lo encontré en la villa 31″, apunta en diálogo con LA NACION.
La abuela se llamaba Cacha. Era, según cuenta, una vasca más dura que una piedra. En la película que junto a Juan Fernández Gebauer e Ignacio Ragone hicieron sobre el proceso de montaje en Japón aparecen referencias a su padre. Lo biodramático es otra de partes constitutivas de este rompecabezas. El proceso en la villa duró casi dos años. El punto de encuentro era en la Plaza San Martín para terminar en la Capilla Cristo Obrero con música y una rica comida. “Meter a la villa en un festival organizado por el gobierno porteño implicó toparse con una carga de contradicciones que son ineludibles y que intentamos afrontar con total honestidad. Pero debo reconocer que el FIBA nos acompañó y logramos un diálogo muy respetuoso, pero fue asumir el paquete entero. Yo sí consideraba que era importante que un proyecto tan marginal fuera legitimado por el festival”, se sincera.
El proyecto marginal tuvo una segunda temporada y tendrá una nueva obra que estrenarán en el Teatro Nacional Cervantes cuando la pandemia y sus protocolos lo permitan. Se llamará Los nacimientos y se basa en la tradición ancestral de las “tantawawas”, o pan de los muertos para los pueblos andinos. A ese proyecto se le sumó el actor, titiritero y director Javier Swedzky.
De la Villa al mundo mundial
Con los años, aquello que nació en la otra Buenos Aires de las postales típicas turísticas tuvo su proyección internacional. El director del Festival Theaterformen, de Hannover lo invitó para hacer su versión germana. Die Geschwindigkeit des Lichts, así se llamó, le demandó dos años trabajo. En esa oportunidad trabajó con una familia siria y un grupo de chicos de un colegio con alta población de migrantes. Uno de los disparadores está relacionado con una práctica de Europa del Este por la cual, valiéndose de detectores de metales, sacan de los cuerpos de soldados muertos durante la Segunda Guerra los medallas recibidas para venderlas por eBay. Siguiendo con la línea de trabajo site specific, lo biodramático, lo mítico y lo musical, La velocidad de luz germana se presentó en unas ruinas de una zona bombardeada durante la guerra.
El siguiente destino fue Japón. Esta vez Marco Canale aplicó para un festival. El tránsito demandó tres años en medio de un “detalle” no menor: la pandemia. Luego de hacer sido preseleccionado se tomó un avión hacia ese país para toparse con una mesa curatorial que iba tomar la decisión final. Marco imaginaba estar sentado frente a tres personas a las que debía convencer: fueron 25. Ni se acuerda qué le preguntaron, sí recuerda sus nervios. Aceptaron aunque, en verdad, lo que expuso es una idea a la que, luego, hay que buscarle el lugar, los actores e ir armando la trama (o el rompecabezas).
En todos los casos, La velocidad de la luz no hace castings: hace talleres abiertos y el que se suma y continúa el tránsito termina estrenando. “Eso siempre fue así. En Japón se sumó una persona sin memoria que debía leer los textos en escena; en la Villa, un alcohólico, el Chavo Villanueva, que murió después de su estreno. Mirá cómo son las cosas: la obra habla del regreso antes de morir y el Chavo, luego de hacer la obra, se fue a Chascomús a ver a sus hijos, con quienes no hablaba hace años, y se terminó muriendo junto a sus ellos”, recuerda como intentando cerrar círculos.
El proceso de la versión nipona demandó seis años e incluyó seis viajes a Tokio. El reciente, el previsto para el estreno, tuvo su cosas. Llegó, y en medio del jet lag y la cuarentena obligada, el gobierno de Tokio decretó del estado de emergencia. O sea: cierre total de actividades. El debut de 光の速さ, su nombre original, entró en estado de limbo e implicó para él entrar en modo “perdido en Tokio”. En verdad, opta por otra afirmación: “Fueron dos semanas de mierda”.
–Me debés la metáfora...
–Te la debo (se ríe). Fueron semanas medio bisagra. Sentí que todo el proceso, tanto en lo personal como en lo artístico, se terminó de cerrar durante esos días. En las tres obras de alguna manera aparezco, pero en esta lo hago desde un lugar muy distinto.
–En el formato audiovisual, tu historia aparece claramente.
–Sí, y es parecido a lo que sucede en la obra. En la película aparece la figura de mi padre recreando un reencuentro ficcional que oficia de cierre de un ciclo.
–¿Vio el elenco de la villa la película que toma como partida la versión nipona?
–No todavía, pero hay que hacerlo. Es más: tenemos el proyecto de hacer una película con los viejos de la villa, alquilarnos un colectivo e ir a La Paz; pero, claro, es un poco complicado...
–Me resulta gratamente llamativo que digas “los viejos”, en vez de “adultos mayores”; y que hables de la villa 31 y no del Barrio 31.
–Para nosotros siempre fue villa y no barrio. Si fuera barrio, sería el Barrio Padre Mugica, que es el que votó la gente del lugar. A esa conclusión llegamos después de charlarlo con las mujeres del elenco y con los curas. Y en relación a lo otro, sí: viejos. Llamarlos adultos mayores es apelar a un lenguaje muy oenegero que nos les pertenece.
El tránsito, los kilómetros, la diversidad de capas de La velocidad de la luz no se detiene. En dos semanas Canale partirá hacia Suiza para hacer la cuarta versión en el marco del Festival des Arts Vivant que tendrá lugar en el Val d’Anniviers. “Esta vez será con viejos campesinos y vacas. Viejos de campo que hablan una lengua que se está extinguiendo muy del mundo de John Berger. Vacas y seres humanos viendo casi familiarmente”, se ilusiona.
Luego volverá a Buenos Aires, a la tierra firme luego de tantos largos viajes a esperar la llegada de su segundo hijo, estar con su mujer, con sus afectos hasta que los teatros vuelvan a estar habitados por actores y públicos y él lleve esta vez a los habitantes de la Villa para que amasen, moldean y cocinen en el pan de los muertos en la ostentosa sala María Guerrero, del Teatro Cervantes.
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