El Cirque du Soleil regresó con una propuesta familiar que cumple sus objetivos
El octavo espectáculo de la compañía canadiense que se presenta en la Argentina es una suerte de homenaje a los comienzos del circo: una seguidilla de cuadros de destreza física que se alterna con la participación de un maestro de ceremonia; se luce la argentina Josefina Oriozabala
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Compañía: Cirque du Soleil. Autora y directora: Susan Gaudreau. Compositor y director musical: Simon Carpentier. Escenógrafo: Simon Guilbault. Diseñado de vestuario: James Lavoie. Elenco: Josefina Oriozabala, Myriam Lessard, Patrick Shuhmann, Viachaslau Hahunou, Mathieu Cloutier, Steven Bishop, Sagi Bracha, Jules Trupin y Silvia Dopazo, entre otros. Cantante: Tamara Dikyova. Músicos: Petros Sakelliou, Fred Selva y Lester Paredes. Locación: Costanera Sur (Avenida España 2040). Funciones: de martes a domingos (hasta el 30 de julio). Tickets por EntradaUno. Duración: 140 minutos (con un intervalo). Calificación: buena
Bazzar es el espectáculo más simple de la compañía canadiense y también el menos espectacular. El más “cirque” y el menos “du Soleil”. Pero también, por su extrema sencillez y mensaje directo, el más familiar, comprensible y llevadero. A diferencia de los otros shows de la agrupación que se conocieron en Argentina, este no tiene una historia que funcione como hilo conductor ni aristas que se presten a dobles interpretaciones. Bazzar es una sucesión de cuadros circenses, sólo interrumpida de tanto en tanto por las apariciones de un maestro de ceremonia y su asistente. Tampoco destila ese aire nostálgico o misterioso que exhibían productos como Quidam, Varekai o Corteo. Su banda sonora –compuesta por Simon Carpentier– es uniformemente alegre (sin ningún atisbo de densidad) y se caracteriza por abrevar en los ritmos urbanos. El vestuario (habitualmente inclinado hacia la paleta de los ocres), de James Lavoie, aquí es sumamente colorido. Por último, la escenografía que concibió Simon Guilbault es prácticamente inexistente.
Anunciado como una vuelta del Cirque du Soleil a sus orígenes, cuando a mediados de los 80 empezó a asombrar a todo el mundo por el nivel de excelencia de las rutinas de sus artistas callejeros (aunque no aún por la complejidad de sus puestas), Bazzar cumple con su cometido. Los diez cuadros que integran el espectáculo, a lo largo de las dos horas y media que dura la función, superan el standard de cualquier otro circo. No habrá ninguno que corte la respiración, es cierto, como en años anteriores, pero todos superan la medianía; a excepción, sorprendentemente, del que fue publicitado como el highlight de la nueva propuesta: el número de Mallakhamba (inspirado en un deporte tradicional indio, con acrobacias y ejercicios de equilibrio en un poste de madera), que resulta básico y poco llamativo.
Entre los mejores cuadros de la noche deben destacarse el del trío de teeterboard (o de balancín) integrado por Patrick Schuhmann, Viachaslau Hahunou y Jules Trupin (que acometen triples y cuádruples saltos con giros y volteretas); el de la pareja de patinadores conformada por Mathieu Cloutier y Myriam Lessard (muy arriesgado y exacto) y el de la cuerda aérea lisa (a cargo de Silvia Dopazo, quien mientras desarrolla su disciplina mantiene sin fisuras el personaje de una ave raris espasmódica). Entre unos y otros, o a veces hasta acompañándolos, se luce ampliamente la cantante Tamara Dikyova, con un rango de solista y tesitura parecidas a las de Celine Dion. Ella interpreta temas en castellano, inglés y francés y se erige, sin dudas, en la mejor intérprete vocal que ha integrado un espectáculo de la compañía (al menos de los que pisaron suelo argentino).
Aunque sólo participa activamente en el cuadro final (a excepción de un par de “cameos” previos por la pista, junto al resto de la troupe), lo de la argentina Josefina Oriozabala es realmente encomiable ¡y temible! A una altura que genera vértigo desde la platea, con sólo mirarla flotando en el aire, realiza un número de suspensión capilar mientras se contornea y baila al son de un festivo popurrí de música pop. Su número es toda una novedad dentro del historial del Cirque du Soleil. En sólo unos pocos minutos demuestra todo su arte y destreza de gimnasta consumada sostenida por un gancho que se inserta en la argolla escondida dentro de su rodete, que la sostiene muy cerca del techo de la carpa. Dado que también es una gran bailarina (aún se recuerda su paso por distintas ediciones de Bailando por un sueño), cuesta creer que su participación en Bazzar quede reducida a ese momento. De todos modos, le saca provecho y se convierte en lo mejor de la última instancia del show.
Mención aparte para Steven Bishop, quien encarna al Maestro con mucho charme y humor y suple así a la figura del payaso tradicional (ausente por primera vez en un espectáculo del Cirque du Soleil). Con amplios recursos comunicativos y un estilo glamoroso que recuerda al de Jean Francois Casanovas, logra que la platea participe haciendo coros y se integre a una coreografiada “ola humana” de brazos en alto (muy de cancha de fútbol) y por eso se gana –merecidamente– los mayores aplausos de la noche. El instante final de Bazzar junto a su asistente (Sagi Bracha) es poético y hace añorar ese plus de emotividad que siempre tuvieron los shows de la compañía.
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