El cabaret de los hombres perdidos
Entre el brillo y la oscuridad, la obra muestra el tránsito de la fama al olvido
Libro y letras: Cristian Simeón / Música: Patrick Laviosa / Idea original: Jean-Luc Revol / Libro y letras: Cristian Simeón / Intérpretes: Omar Calicchio, Diego Mariani, Esteban Masturini, Roberto Peloni y Gaby Goldman / Piano, arreglos y dirección musical: Gaby Goldman / Vestuario: René Diviu y Omar Calicchio / Coreografía: Seku Faillace / Iluminación: Gonzalo Córdova / Sonido: Rodrigo Lavecchia / Adaptación de letras: Roberto Peloni / Coordinación de producción: Gonzalo Castagnino / Dirección: Lia Jelín / Funciones: Lunes y martes, a las 20.30 / Sala: Moliere, Balcarce 682 / Duración: 120 minutos.
Nuestra opinión: muy buena
El cabaret de los hombres perdidos es de esas obras oscuras con contornos relucientes. Allí lo que transcurre es sombrío e intenso, pero el marco de jovialidad le quita amargura y juguetea con los ánimos. Apenas comienza la obra, un mefistofélico personaje introduce al espectador en esa historia, lo desafía en su tolerancia y lo somete delicadamente a escarbar en el destino de un pobre infeliz. O posiblemente a hurgar mucho más que la vida de ese tipo.
Un muchacho llega a un bar de mala muerte escapando desesperadamente de alguien. Allí conoce a un tatuador gay y a una drag-queen que accederán a ser parte modificadora de su vida. Esa será la línea de largada de un juego metafísico sin escapatoria en el que el destino y la providencia deberán medirse en un lodazal con lentejuelas. Dicky, el muchacho en cuestión, se asirá a su futuro desde la inmediatez y se lo calzará, de la misma forma en que podría hacerlo con uno de sus pantalones ajustados. Así, buceando en la entrelínea y haciendo malabares entre la realidad y la metáfora, estos seres del submundo saldrán de su madriguera para probar si la vida tiene sentido, para patearla y acariciarla al mismo tiempo.
Todo esto transcurre en este reducto, una atmósfera tal vez similar a la que pensó Harold Prince para su famosísimo Cabaret, pero con una mayor sordidez que lo distingue. Con habilidad, Lía Jelin tomó la brillante estructura pirandelliana creada por los autores y acentuó esa línea dual, entre lo brillante y lo oscuro. El espectador se sentirá parte de ese submundo, cuyo escenario es la claraboya que deja ver una claridad engañosa donde el fondo y la salida se tomarán de la mano siempre. Esa línea dicotómica escarba en la cosmogonía gay y hace jirones de ella. La dialéctica escogida es tan alegre como salvaje y desgarradora. Pero, aunque el universo gay está puesto con resaltador flúo, no es el alma de la propuesta.
El mejor socio de la directora es Gonzalo Córdova. Su puesta de luces es, en sí misma, puro texto y contexto. Un trabajo excelente, que es el aire perfecto para este falso sueño de un desahuciado.
La directora contó con un elenco inmejorable. Todos en una misma sintonía transitan por la cuerda del humor negro y la desprotección. Esteban Masturini vuelve a consolidarse como una de las más talentosas figuras jóvenes del género. Aquí en el papel protagónico del resignado Dicky, lo conduce con solidez por ese tránsito de la fama al olvido. Ojalá el autor le hubiera brindado alguna canción más porque uno se queda con ganas de volver a escuchar su voz cantada. Diego Mariani también realiza aquí un impecable trabajo pleno de matices, en la piel de este frágil tatuador que, a su vez, asume otros roles. Interpreta con ternura y desgarro una canción tan intimista, tan honda que conmueve profundamente. En la misma línea, Roberto Peloni encarna al personaje menos oscuro de la propuesta, una drag-queen chispeante que vomita su dialéctica en uno de los cuadros más potentes de la obra, cerca del final. "Hoy sangrarán", sentenciará.
Sin dudas, Omar Calicchio lleva a cabo uno de sus mejores trabajos. Se escabulle de lo que ya sabe y se somete a una interpretación plena de acidez. Encarna al maestro de ceremonias, el destino con nombre propio, el que sentencia, el que anuncia, el que advierte. Una suma de perversión y sinceridad mefistofélica exacta.
Una vez más Gaby Goldman sorprende no sólo al piano, sino ajustado a una interpretación. Es el pianista que acompaña, pero también el oscuro observador de este escenario. La música compuesta por Patrick Laviosa es otro hallazgo, ya que acompaña la dramaturgia y aporta tanto el clima como los acentos necesarios para cada momento. Hay canciones realmente hermosas. Otros aspectos por destacar son el perfeccionista diseño de vestuario de René Diviú y Calicchio, y las coreografías de Seku Faillace, quien se las ingenió para desplegar movimiento en el pequeño escenario. Un placer.
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