El ambiguo canon de la belleza
En un medio expresivo tan carnal, tan corpóreo como el teatro, la presencia física de sus intérpretes adquiere una importancia fundamental. El público de todo tiempo y lugar ha recibido siempre con agrado la belleza física de los actores -varones y mujeres- y ha coincidido, a través de los siglos, en destinar a los menos agraciados el papel del "malo" de la obra: el villano, la bruja, el monstruo. También está el caso, frecuente, del actor que desde joven parece mayor, hasta viejo, y está destinado a serlo hasta jubilarse. John Gielgud lo resumió admirablemente: "Yo tenía la voz, pero Larry (Laurence Olivier) tenía las piernas".
En la introducción a su Historia de la belleza , Umberto Eco enuncia: "Bello (?) es un adjetivo que utilizamos a menudo para calificar una cosa que nos gusta. En este sentido, parece que ser bello equivale a ser bueno y, de hecho, en distintas épocas históricas, se ha establecido un estrecho vínculo entre lo Bello y lo Bueno". De modo que el intérprete dotado de hermosura corporal ya entra con el pie derecho en el escenario (o el estudio), y es práctica corriente, ni qué decir en el cine y la televisión, estimar esa cualidad como la más importante, mucho más que el talento actoral, que viene después. ¿Qué les queda entonces a quienes no han sido beneficiados con la belleza física? Resignarse a ser actores "de carácter", o cómicos, aunque pueden, a menudo, tener la compensación de que el villano termine, a fuerza de maldades inverosímiles, por robarle el primer plano al galán, o a la ingenua protagonista.
Sigamos con Eco, pues si bien su ensayo se refiere expresamente a las artes plásticas, sus observaciones pueden aplicarse también a todas las manifestaciones artísticas de lo que en inglés se llama performing arts . "Pero si juzgamos a partir de nuestra experiencia cotidiana, tendemos a considerar bueno aquello que no sólo nos gusta sino que, además, querríamos poseer." Aquí estaríamos abordando -ya por completo fuera del territorio explorado por el autor italiano- las profundidades del sentimiento ambiguo que la belleza física provoca en el espectador: la atracción sexual. En los años treinta, la crítica de espectáculos comenzó a emplear una expresión que al principio escandalizó a los victorianos sobrevivientes: "sex appeal", esto es, atracción sexual. El cine fue el medio ideal para difundir esa noción que por igual abarcaba a hombres y mujeres. Abundaron los ejemplos: Clark Gable (a pesar de las orejas en forma de asas), Charles Boyer (que en la vida real era bajito, tanto como Alan Ladd años después), Jean Harlow, Joan Crawford, Mae West? La lista sigue hasta hoy: ¿qué ha hecho más famosos a Brad Pitt y Angelina Jolie, sus evidentes talentos interpretativos, o sus no menos evidentes atributos físicos?
Alfredo Alcón es un actor superlativo, pero su primera aparición en la pantalla local provocó tal tempestad de suspiros femeninos que durante años toleró la etiqueta de "galán", hasta que a partir de la madurez logró imponer su formidable capacidad histriónica, incólume hasta hoy. Porque, como dice el tango, "fiera venganza la del tiempo". ¿Qué rastro queda en la Brigitte Bardot de hoy, de la salvaje criatura sexual de los años sesenta? ¿Adónde han ido a parar los músculos de Arnold Schwarzenegger, la apostura de Albert Finney? O se resignan a asumir sus años y sus achaques, o se esfuman, mientras Peter Lorre, o Claude Rains permanecen en la memoria de sus seguidores tal como eran en su tiempo.