Drácula, el musical: más que una reposición, un acontecimiento
En el mismo Luna Park donde Tito y Ernestina Lectoure permitieron que se estrene, regresó este musical de culto que logra poner de pie a miles de espectadores por función
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Libro, letras, coreografía y dirección original: Pepe Cibrián. Música, dirección musical y producción general: Ángel Mahler. Repositor de la versión original: Hernán Kuttel. Intérpretes: Juan Rodó, Cecilia Milone, Josefina Scaglione, Mariano Taccagni, Laura Silva, Pehuen Naranjo, Christian Giménez, Karina Levine, Damián Iglesias, Lorena García Pacheco, Diego Cassere, Tali Lubi, Eluney Zalazar, Natalia Mouras, Carlos de Antonis, Flavia Pereda, Martín Selle, Marcelo Filardo, Karina Barda, Luis Iván Machuca, Ramiro Moreno Hueyo, Florencia Spinelli, Chiara Rodó, Luz Despósito, Flor Regina, Ezequiel Rojo, Sol Giulietti, Pablo García, Mariano Díaz, Guido Zaffora, Ezequiel Carrone, Matías Acosta, Lautaro Calzona, Martín Mena, Andrés Rosso, Diego Martín, Cristian Cosentino, Marcelo Amante, Jonathan Anchoverri, Franco di Roma, Gastón Avendaño, Pablo di Felice, Pedro Frías, Penélope Bahl, Alejandra Fontán, Verónica Pacenza, Virginia Kaufmann, Facundo Miranda, Laila Maugeri, Leonel Sorrentino, Ludmila Piovano. Reposición coreográfica: Marcelo Amante. Arreglo de Coros: Gabriel Giangrante. Dirección coral: Carlos Di Palma. Escenografía original: Carlos López Cifani. Estructuras móviles: Caldentey. Diseño de vestuario original: Fabián Luca. Restauración de vestuario y nuevas prendas: Beatriz Pertot y Jorge Maselli. Diseño de luces: P. Cibrián y Alejandro González. Diseño de sonido: Osvaldo Mahler. Producción ejecutiva: Liliana Mahler, Guillermo Masutti, Leo Cifelli y Ángel Mahler. Funciones: hasta el domingo 10 de abril. Lugar: Estadio Luna Park. Duración: 160 minutos.
Los “fenómenos” teatrales suelen ser muy pocos. Porque incluso muchas obras exitosas fueron eso: sucesos, pero sin llegar a convertirse en “fenómenos”. Estamos hablando de espectáculos que perduran en el tiempo, con un público incansable que no sólo parece no agotarse sino que hasta se repite; propuestas que duran años y años, y aunque se pausen, cuando retornan lo hacen con el mismo brío, el mismo donaire, el mismo toque de magia. Eso es lo que sucede con Drácula, el musical cada vez que se reestrena. Pero, además, este retorno es muy especial. La obra, que cuenta con una legión de fanáticos, cumplió 30 años el año pasado, un aniversario que no se pudo celebrar con el correspondiente reestreno porque sus creadores estaban distanciados. Reconciliación mediante, tanto Pepe Cibrián (autor y director) como Ángel Mahler (compositor y director musical) y sus socios productores tuvieron la gran idea de honrar a su público con un final (porque aseguran que esta es la despedida definitiva de la obra) acorde a su inicio, en el mismo lugar donde lo parieron: el Luna Park. Ese hecho puso a este estreno (o reestreno) en otro nivel, en calidad de “acontecimiento”.
Y esa sensación es la que transita el cuerpo de quienes ingresan al estadio fundado por Pepe Lectoure y que alguna vez, en ese mismo lugar, vieron Drácula por primera vez.
Vayamos atrás en el tiempo. Tito Lectoure soñaba con estrenar allí El fantasma de la ópera, no se pudo dar y un rápido Cibrián le ofreció este proyecto que ni siquiera estaba escrito cuando él lo aceptó. Esas cosas de la providencia, de la magia, de la buena estrella: fue un gran suceso. Pensemos en que por aquel entonces todavía no habían llegado los grandes musicales de Broadway que se vieron luego. Fue la primera megaproducción musical que se vio en Buenos Aires, en un lugar no convencional como el Luna Park, con tecnología que hoy nos parece habitual pero por aquel entonces era desconocida, un elenco multitudinario de más de 60 personas y la magia... la belleza de una historia de terror convertida en un drama romántico y una partitura bellísima, embriagadora.
Los fenómenos teatrales están llenos de preguntas sin respuestas, porque el teatro es eso: un gran misterio. No hay fórmulas de éxito ni todos los espectáculos de excelencia se convierten en sucesos, por cierto, muy pocos. Drácula, como propuesta escénica, posee ese mismo misterio que contiene su argumento. Encanta, cautiva, seduce, fascina. Miles y miles de espectadores saben de memoria toda la obra, no una canción... ¡toda la obra! Y por suerte no la cantan en la platea porque quedan hipnotizados por los talentosos artistas que están sobre el escenario. No es habitual que, sobre el final, un estadio repleto ovacione de pie una obra, con sus celulares encendidos, dándole cierre al rito que se acaba de cumplir.
Lo que se vive en este retorno de Drácula es un clima de recital amoroso. Fuera del Luna Park, las calles están atestadas, los estacionamientos llenos y se ve gente correr para poder llegar a tiempo para entrar al estadio luego de esa carrera de obstáculos que hay que sortear. Allí adentro todo es excitación. Hasta los que nunca vieron la obra se contagian, se ve, se palpa. Se observan madres y padres con hijos jóvenes que se abrazan juntos para compartir ese fervor.
La obra se ha analizado muchas veces, por lo tanto, una crítica convencional no corresponde ante tamaño acontecimiento. A menudo quienes frecuentamos las salas teatrales escuchamos el mismo comentario antipático: “Muy linda, pero un poco larga”, en obras que tal vez duran no más de una hora y media. La paciencia ya no pareciera ser la misma. Drácula dura casi tres horas, con un intervalo, y nadie se mueve del estadio. Nadie dice: “es un poco larga”. Tiene la duración que debe tener porque la historia diseñada por Pepe Cibrián, inspirado por la novela de Bram Stoker, dura lo que debe durar. Y uno se deleita hasta en las pausas, en las transiciones. Porque la partitura de Ángel Mahler también construyó dramaturgia. Hay melodías que serán eternas, letras que se repetirán durante muchísimos años como para remarcar que Drácula es el clásico de los clásicos en el repertorio del musical argentino.
Este retorno-despedida cuenta con el gran mérito de Hernán Kuttel, en la reposición de la puesta en escena de Cibrián. Tan respetuosa como enriquecida. De los seis protagonistas, cuatro formaron parte del elenco original de 1991: Juan Rodó, Cecilia Milone, Laura Silva (conmovedora) y Pehuén Naranjo. Es tan emocionante ver cómo sus cualidades vocales permanecen intactas y cómo, a su vez, han crecido en el aspecto interpretativo. La madurez se yuxtapone con la nostalgia y ellos cuatro vuelven a producir magia. Lo mismo ocurre con Mariano Taccagni, quien encarna a Jonathan, y Josefina Scaglione, como Lucy. Él demuestra una gran seguridad escénica y presencia. En tanto, Scaglione (quien también ha crecido como actriz notablemente) es hipnótica, soberbia.
Karina Levine, como la Condesa, y Carlos de Antonis, como el Marinero loco (ambos del elenco original también) ponen oficio, carisma y talento al servicio de sus criaturas. Y también merecen resaltarse los trabajos individuales de Cristian Giménez, Lorena García Pacheco, Damián Iglesias, Diego Cassere y Tali Lubi, además de muchas individualidades en el ensamble. En total son 50 talentos en escena.
Se extrañaba muchísimo esa imagen impactante del elenco bajando las gradas de cemento del Luna para generar el efecto de la tormenta; así como esos enormes carros tan funcionales a la construcción escénica. La puesta de luces sigue siendo gloriosa, impresiona, mientras que el vestuario continúa impactando. Quien esto escribe recuerda que en aquella primera temporada del Luna Park la gente exclamaba y aplaudía al aparecer la escena de la boda, con esos magníficos miriñaques. A 30 años sigue ocurriendo lo mismo. Lo único que podría objetarse, tal vez al tratarse de las primeras funciones, es la poca claridad con la que se entienden las letras de los coros. Pero hay que resaltar que jamás falla uno solo de los cincuenta micrófonos.
En definitiva, hasta el más detractor del género musical sentirá cosquillas en el pecho con este clásico que llena de orgullo al teatro musical vernáculo.
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