La performance que puso al Obelisco en el eje de la polémica y fue posible gracias a Alberto Fernández
En los días previos a la Navidad de 1989, el mítico grupo La Organización Negra, cuyas derivas se encuentran en De la Guarda y Fuerza Bruta, presentó en el monumento porteño una acción performática
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La Tirosela/Obelisco fue una propuesta única de un grupo único que se llamó La Organización Negra. Si bien existió pocos años, 1984/1992, las derivas de ese colectivo de enorme potencia expresiva tomaron los nombres de De la Guarda, los creadores de Villa Villa; o Fuerza Bruta, los del Desfile del Bicentenario; entre otras búsquedas con nombres que se repiten y búsquedas emparentadas. Si bien La Tirolesa/Obelisco fueron únicamente dos funciones, dos noches en la previa de la Navidad de 1989 con esos seres alados colgados desde las alturas del icónico monumento porteño que fue instalado para recordar un hecho histórico. Sin proponérselo, esa acción performática a gran escala, todo un mojón desde el punto de vida de apropiación de un espacio urbano y desde la perspectiva de gestión y producción en las artes escénicas, entró en la historia del teatro argentino aunque ese grupo de descarriados, en su momento, poco tenía que ver con los viejos protocolos teatrales.
Así como este colectivo con algo de punk, de clandestino, de seres dispuestos a todo macaron un antes y un después; en el país (y en el mundo) también se produjo un antes un después. En el plano local, 1989 fue el año de la hiperinflación alfonsinista y el inicio de una década pendiente de las decisiones de Carlos Saúl Menen, el caudillo que llegó de La Rioja a la Casa Rosada. El año se inició con cortes de luz que llegaban a ser de seis horas diarias y con el copamiento del Regimiento de La Tablada por parte de un grupo denominado “carapintadas”. Eran épocas de la presidencia de Raúl Alfonsín y de tiempos ya un tanto lejanos de la llamada “primavera alfonsinista”. Su ministro de Economía, para contener la inflación, aplicó el Plan Primavera. Fue un fracaso: la inflación llegó al 78,4 por ciento mensual. La pobreza pasó del 25% en febrero al 47%, en octubre; y en las elecciones presidenciales, Menen le ganó a la UCR. En medio de saqueos y desbordes, Alfonsín declaró el estado de sitio. Al poco tiempo, decidió adelantar el cambio de mando. En octubre, vinieron los indultos. En diciembre, se produjo un nuevo pico hiperinflacionario. Los depósitos a plazo fijo a 30 días se pactaban con tasas por encima del 400%. En aquel contexto doméstico se presentó La Tirolesa/Obelisco. Mientras tanto, en el plano internacional, el mes anterior a esas dos funciones se produjo un “detalle” histórico: la caída del Muro de Berlín.
En aquel diciembre, ya con Menem a cargo del Ejecutivo, el intendente de la ciudad de Buenos Aires era Carlos Grosso. El Secretario de Cultura de Nación era Julio Bárbaro (dos personalidades con resonancias actuales). En el mapa teatral porteño, ese año se estrenó en Teatro San Martín Postales argentinas, tremenda obra de Ricardo Bartís; y se fundó el grupo El Periférico de Objetos, integrado por Daniel Veronese, Ana Alvarado, Emilio García Wehbi y Paula Nátoli. En perspectiva, tanto Bartís como ese potente colectivo marcaron la renovación teatral porteña de los noventa. Como otro signo epocal, un año después de La Tirolesa/Obelisco cerraba el Parakultural, el lugar emblemático de la renovación teatral de los ochenta.
“Hijos de un país asolado por el terrorismo de Estado y coetáneos de una guerra considerada teatro de operaciones, los integrantes originarios de La Organización Negra querían, tan oscuramente, ‘provocar, estimular al espectador a partir de acciones directas’”, afirmaba la periodista Gabriela Borgna en un artículo de la Revista Celcit, de 1990. Los actores de La Negra se habían conocido en la Escuela Nacional de Arte Dramático, de French y Aráoz. Uno de los profesores que tuvieron fue Julián Howard, quien también orientó el trabajo inicial del grupo Los Macocos, otro colectivo que estaba formándose en la casona de Palermo. En las proximidades de unas elecciones estudiantiles formaron la lista La Negra, casi un gesto irónico a las lista de censura de la dictadura militar. Tomaban distancia de organizaciones tradicionales de militancia como la JP, Franja Morada o las fuerzas de izquierda. La idea era crear nuevas formas de hacer política. Lo hicieron. Y lo hicieron por fuera de las convenciones teatrales como de activismo cultural.
Un año después, octubre de 1984, algunos de sus integrantes se subieron al tren para asistir a la primera edición del Festival Latinoamericano de Teatro que se desarrolló en la ciudad de Córdoba. Allí, en donde ahora hay un shopping, vieron a los catalanes de La Fura dels Baus. Fue la primera vez que ese potente colectivo de jóvenes punk de fama mundial se presentó fuera de España. Los “fureros” ofrecieron una montaje que llamaron Accions. Aquello fue un verdadero mazazo para la época, fue el germen de un mito y de un rito que implicaba para el espectador otra forma de ver un espectáculo. “Volvimos a Buenos Aires entendiendo a eso como teatro. Obviamente, nadie lo iba a meter en términos teatrales y nadie lo iba a explicar como algo teatral. ¿Por qué? Porque era una deformidad para la época”, reconocía Pichón Baldinu, entrevistado por Malala González en su libro La Organización Negra. Performance urbanas entre la vanguardia y el espectáculo. Pichón, junto a Manuel Hermelo, fueron los directores de la acción en el Obelisco. Uno de los seres alados que descendía del monumento histórico era Diqui James, el fundador de Fuerza Bruta y que, con Pichón, habían formado De la Guarda. La música era de Gaby Kerpel; las luces, de Sandro Pujía y Edi Pampín; y la producción ejecutiva de Dolores Dolberg y Liliana Ginitman.
Pero volvamos a los inicios de La Negra. El mismo año que vieron la experiencia furera en tierras cordobesas, en el Teatro San Martín algunos de ellos conocieron a la producción del genial director polaco Tadeusz Kantor, que también dejó su marca en el colectivo. Con todos esos imaginarios sueltos dando vuelta empezaron a hacer intervenciones callejeras con la intención de impactar la atención de la gente. “No se trataba de un espectáculo preparado, anunciado para que la gente fuera a verlo. Nosotros caíamos a una zona, producíamos un ejercicio que duraba muy poco tiempo, y que estaba básicamente dirigido a transgredir la cotidianidad, cambiar las pautas habituales del transeúnte en ese momento –decían sus integrantes, que preferían dar reportajes siempre hablando en nombre del colectivo, en un articulo del periodista Carlos Pacheco–. Uno de esos ejercicios lo llamamos El chanchazo; aparecimos con una camilla en la que llevábamos el cuerpo de un hombre con cabeza de chancho, en torno del cual se desplazaban también varios médicos. Otro fue La procesión papal que, de los callejeros, fue el ejercicio más grande. Era bastante fugaz y, a la vez, intempestivo porque atravesábamos dos cuadras de la calle Florida en el horario bancario. Otro fue el de los fusilamientos en la avenidas. Aprovechábamos las interrupciones de los semáforos para provocar el fusilamiento de gente que transitaba con el público. Se escuchaban explosiones, caía esa gente, y enseguida se volvía a parar siguiendo su camino, como si nada hubiera pasado. Todos estos ejercicios nos sirvieron mucho para trabajar directamente con un espectador desprevenido”.
Mientras sus pares generacionales coqueteaban con la parodia, con el humor, con el clown con grupos como Gambas al ajillo, Los Melli, El Clu del Claun (sic) o el trío que conformaban Alejandro Urdapilleta, Batato Barea y Humberto Tortonese, ellos no apelaban a la palabra. Iban de lleno a la potencia de la imagen, de la música, a interpelar al publico en espacios no dominados por la tradición de la arquitectura teatral. “Hacer cosas donde se ataca a los estados primarios tiene que ver con La Negra”, apuntaba Julián Howard en el libro de Malala González.
De Cemento a Recoleta, sin escalas
Después de ocupar distintos punto de la ciudad, en 1987, estrenaron U.O.R.C-Teatro de operaciones. Del paisaje urbano pasaron al cemento de Cemento. Estuvo dos años en cartel en la cuna del rock que gestionaba Omar Chabán. Eran teloneros de Sumo. Las funciones de los jueves se transformaron en algo del orden de lo clásico dentro de ese circuito alternativo. Allí, convivía el sonido industria, la adrenalina en estado puro, la ruptura de las convenciones, algo del orden de un happening punk y el público como centro de una acción performática en constante movimiento. Fue visto por 12.000 espectadores a lo largo de 40 funciones. Luego fue el turno de La Tirolesa, en el Centro Cultural Recoleta. Era un espectáculo construido sobre los cuatro elementos naturales (tierra, agua, fuego y aire) interpretado por seis performers, un músico y dos cerdos (leyó bien).
Para ese momento ya quedaba en claro que los espectadores de La Negra tenían muy poco que ver con el publico de la avenida Corrientes. Ir a ver un montaje de esta gente empoderada requería de complicidad, de entrega, de saber que en cualquier momento cualquiera del público podía terminar en medio de una acción llevada al limite. Era, de un lado y del otro, una forma de poner el cuerpo, de crear una misa propia, de activar el rito de lo colectivo.
Los seres alados del Obelisco
Luego de Cemento, luego de Recoleta, La Organización Negra fue, radicalmente, por más mientras Gustavo Cerati cantaba “Me verás volar por la ciudad de la furia”. Decidieron que la siguiente acción tomara al Obelisco porteño, el monumento histórico que, en su frente Sur, recuerda al adelantado Don Juan de Garay cuando fundó por segunda vez el puerto de Santa María. En ese mismo lugar, ellos fundaron otro situación mítica de Buenos Aires. Y todo ello, en vísperas navideñas de 1989 mientras en el país la inflación escalaba a las nubes (como la mirada de los espectadores de esas dos funciones). Como Garay, La Organización Negra fue un grupo adelantado a su tiempo.
Para el emplazamiento de la Plaza de la República en donde está el Obelisco se demolieron el primitivo estadio Luna Park y el Teatro del Pueblo. Pero también, y acá se produce una deriva histórica llamativa, estaba el Hippodrome Circus, una maravillosa construcción que regenteaba el artista de circo inglés Frank Brown. Esta figura clave en el desarrollo del circo argentino era payaso, también acróbata. “El talento de Frank Brown es de maravillosa extensión: es un clown enciclopédico, es saltarín, juglar, equilibrista, bailarín de cuerda. Es un Hércules con pies de mujer y manos de niño”, escribió sobre él Domingo Faustino Sarmiento, en una crónica periodística de la época. A 53 años de la inauguración del Obelisco, los integrantes de La Organización Negra recuperaban para el teatro ese lugar de la ciudad. Y lo hicieron con una propuesta que también puede ser interpretada como un exponente de las artes circenses más experimentales o desde la óptica del teatro acrobático en altura.
En continuidad con las formas que venían desplegando, para La Tirolesa/Obelisco tampoco se propusieron contar una historia ni apelar a la palabra. La investigación de La Negra hasta ese momento estaba centrada en el performer y su relación con el espacio y con el espectador. “Seguimos prefiriendo –contaban en nota firmada por Carlos Pacheco en la revista Espacio– la denominación ‘modelo vivo’ que el término actor. Un ‘modelo vivo’ posee una cualidad de movimiento y una caracterización estética. Se excluye de esta manera el énfasis de la psiquis por encima de le envoltura carnal del actor”. Y agregaban: “La historia del teatro es como la historia de la mentira, o de cómo mentir. Y ese es el karma que se come el teatro. Por ahí la punta tiene que ver con la búsqueda de verdad, de credibilidad, que lo que se haga sea creíble a algún nivel. La gente se aburre porque no hay verdad, hay algo de la realidad que vive la gente que está disfrazado”. Desde 1983, La Negra se propuso recuperar la verdad en el teatro. “La Organización Negra pese a ser casi un teatro de guerrilla, no hablaba de la dictadura sino que provocaba al espectador. No dirigía su centro hacia fuera sino adentro de nosotros”, reflexionaba Hermelo hace unos años
Llegado el momento del estreno, los diarios anunciaron la presentación de La Tirolsea/Obelisco con estos títulos: “Andinismo urbano en pleno Obelisco”, LA NACION; “La Organización Negra y un salto al vacío”, Clarín; “La Tirolesa dark”, Página 12. La periodista Gabriela Borgna afirmaba: “Mientras la dramaturgia tradicional lloraba esos días la falta de público, cuyos pocos dineros son mas necesarios para comer que para culturar, estos marginales eligieron la sencilla recta de ir hacia donde está la gente para mostrase y mostrarlo”. Y esa recta estaba ubicada en el cruce de la avenida Corrientes y la 9 de Julio con espectadores sentados o acostados o parados en el pavimento, en las veredas o en el pasto observando las perfectas líneas de fuga que dibuja hacia el cielo la mole diseñada por Alberto Prebisch, arquitecto considerado un precursor de la arquitectura moderna en la Argentina.
Performance, burocracia y el ok de Alberto Fernández
Antes del estreno habían ensayado en el mismo Obelisco como lo venían haciendo en la ruta Panamericana y en un silo de Puerto Madero. Mientras el entrenamiento en altura iba desplegando sus formas, el tema del permiso para usar el Obelisco adquiría formas kafkianas. “Nadie lo quería entregar –reconoció Pichón en un reportaje en la Televisión Publica, de 2011–. Lo conseguimos esquivando la burocracia”. En el libro de Malala González, se consigna que se contaba con los permisos de la Secretaria de Cultura de la Ciudad y con el auspicio de tres compañías de seguro. Una nota de la Agencia Paco Urondo de hace dos años sumó otro dato: el funcionario que finalmente otorgó las habilitaciones para montar La Tirolesa/Obelisco fue un tal Alberto Fernández. El actual Presidente, durante ese año, estaba a cargo de Superintendencia de Seguros de la Nación en la Argentina y, desde ese rol, destrabó la madeja. Lo confirma Manuel Hermelo a LA NACION. “Tuvimos varias charlas con Fernández hasta que nos dio la aprobación”, dice el talentoso creador.
Claro que una vez con los papeles en orden, cuando en los días anteriores desde la intendencia de la Ciudad notaron que en el Obelisco estaban sucediendo cosas raras, por decirlo de algún modo, intentaron frenar la movida; pero ya era tarde, estaba el papel firmado por Alberto Fernández. “Pudimos hacer las dos funciones y luego vino la prohibición de usar al Obelisco. Hasta ese momento se lo utilizaba para publicidad y para instalar árboles de navidad”. Hubo otros usos: para la Navidad de 1974, el Gobierno de Isabel Perón instaló un cartel giratorio casi en la base de esa estructura de 67 metros de altura que decía “El silencio es salud”. La explicación oficial era que se trataba de una campaña en contra del uso de la bocina. Tenía otra lectura evidente: era una manera de silenciar el terrorismo de Estado en tiempos previos al golpe 24 de marzo de 1976.
El mito en un lugar mítico
A esas dos funciones del 22 y 23 de diciembre de 1989 asistieron entre 20 a 30 mil personas, el dato es impreciso, para ver a esos cuerpos saliendo de los ventanales del Obelisco con los arnés, sus borceguíes, los cuerpos en tensión, cortina de agua, proyecciones, coreografías aéreas, música al palo ejecutada en vivo, cierto tufillo punk, sonidos de pulsaciones de parto, imágenes impactantes, dos grandes estructuras mecanotubulares, la sensación de vértigo constante, el aire como materia escénica y la masculinidad al palo de esos seres alados que descendían por dos de los laterales del monumento porteño.
En esas dos noches se construyó un mito. Algo que se instaló en el recuerdo colectivo de una generación. Con La Tirolesa/Obelisco, La Negra llegó a las primeras planas de los diarios, ampliaron la base de espectadores, de fanáticos. Se hablaba de ellos en términos de renovadores escénicos, de vanguardia. Pero, como sucedió varias veces, ellos no comulgaban con esas cuestiones. “Preferimos decir que nuestro teatro es antiguo más que moderno. Nosotros sentimos que producimos teatralidad, energía teatral. Y eso es antiguo, sucede que se perdió. Y si lo recuperamos es porque nos interesa una forma de teatro activo y tan popular como un partido de fútbol o un concierto de rock”, decían. Las propuestas de La Negra tenían algo de misa futbolera, rito rockero que podían interpretarse según los manuales de estilo de la performance, del teatro callejero, del circo contemporáneo o, como ellos mismo decían, teatro antiguo mas que moderno.
A La Negra le ofrecieron hacer nuevas funciones para el festejo del aniversario de la ciudad, pero no se pudo concretar porque ya estaba vigente aquella prohibición de usar al Obelisco para un hecho de este tipo. En otra deriva con cierta cosa cíclica, en 1910, la Comisión de Festejos del Centenario le había dado dinero el payaso Frank Brown para que levantara una carpa en las cercanías de las esquinas de las calles Florida y Córdoba. Le llovieron las críticas. Más que eso: bandas de jóvenes conservadores le quemaron la carpa por temor a que el barrio se les llenara de pobres y que se rompiera la imagen parisina de la zona. Años después, Frank Brown construyó el Hippodrome Circus de Buenos Aires, en donde está el Obelisco actual que los integrantes de La Organización Negra hicieron suyo aquellas dos noches en la previa de Navidad de 1989.
Con el tiempo se sumaron muestras fotográficas de aquello, un video filmado con varias cámaras, encuentros en diversos lugares como para tratar de armar aquel rompecabezas expansivo. También vino la proyección internacional: La tirolesa tuvo sus versiones en San Pablo y en Ciudad de México. Y, como en un constante camino en reformulación, dos potentes trabajos que presentaron en salas tradicionales: Argumento y Almas examinadas, en Teatro General San Martín. En 1994, el grupo se disuelve o, tal vez, muta en colectivos como La línea histórica, De la Guarda, Fuerza Bruta y Ojalá (pero esa es otra historia de esta misma historia).
El relato, y el miedo, en primera persona
Manuel Hermelo fue uno de los directores y uno de los perfomers de La Tirolesa/Obelisco. En diálogo con este cronista analiza, a distancia, todo aquella experiencia. “Aunque estábamos estudiando en el Conservatorio, muchos de nosotros no nos identificábamos con el teatro. Eran tiempo en los que estábamos saliendo del medioevo, de la oscuridad de la dictadura. En perspectiva, aquel 1989 fue como el fin del milenio, el fin de la etapa analógica; en ese contexto, La Tirolesa/Obelisco admite ser pensada como un signo epocal. Desde otra lectura, esa acción tuvo que ver con la continuidad de trabajos que veníamos presentando en el espacio urbano siempre por fuera de la industria cultural. Desde el punto de gestión y de producción marcó un hito importante. El teatro siempre estuvo ligado a la propia compañía como productora, para aquel montaje hubo que buscar la producción adecuada para que esa búsqueda artística pudiera llevarse a cabo. Fueron de la mano. Y en lo que al uso de un monumento histórico implicó pensar en él y pensar en cómo usarlo. Creo que lo que tuvo de bueno fue darle presencia al Obelisco, otra manera de abordarlo. Las tragedias griegas tenían las montañas de fondo, en este caso, el paisaje fue la escenografía urbana, los edificios de la 9 de Julio, sus carteles, el Obelisco. Terminó siendo algo disruptivo”.
La Organización Negra también tuvo algo disruptivo en lo que se refiere al movimiento de la escena alternativa o del teatro under (término del momento) que se las ingeniaban para ocupar espacios no tradicionales, sótanos, bares o boliches. “Junto a esos otros grupos, otro dato de época porque eran tiempos en los que prevalecían los colectivos, creo que teníamos en claro que el tradicional edificio teatral estaba en crisis. Grupos como Gambas al ajillo, Los Melli, El Clú de Claun o Batato/Urda/Tortonese y tantos otros también estaban por fuera del teatro. Por eso se explica la importancia que tuvieron lugares como Cemento y el Parakultural. En nuestro caso, quizá, fue de una manera más radical todavía y por eso lo del Obelisco. Sí, entiendo, que había diferencia entre los otros grupos y La Negra. Si nuestros colegas estaban en algo que podríamos llamar como teatro de la risa, lo irónico no era la nuestro”, reflexiona Hermelo.
–Pregunta muy tonta: ¿no tenías miedo de trabajar en las alturas?
–Sí, claro. Me acuerdo que cuando estábamos ensayando en un silo de Puerto Madero uno de los asistentes no se lo bancó, y mirá que era un tipo entrenado, no como nosotros que tuvimos que practicar técnicas de escalamiento. Ensayando en México me acuerdo que también me pregunté qué hacía ahí. Pero también es cierto que la adrenalina era muy fuerte. Nos guiábamos más por la fuerza que por la razón. En la primera función hubo un accidente con un cuadrilátero con fuego, pero el accidente, como el miedo, también eran importantes. Siempre el actor tiene miedo en un escenario, pero la valentía que te da el acto artístico es la que te permite superar el riesgo. Era todo medio irracional aquello, pero claramente, tanto para nosotros como para el espectador, el miedo era parte del trabajo.
Las derivas y los ecos
En 2015, por unos días, el Obelisco volvió a convertirse en un campo de operaciones de una instalación site spefic con algo de acto de ilusionismo. El artista visual Leandro Erlich presentó “La democracia del símbolo”, logrando que la estructura monumental perdiera su punta como si fuera otro gran acto de magia. En tiempos del actual período democrático el Obelisco fue telón de fondo de recitales, actos políticos, manifestaciones de todo tipo y color. Habría que sumar al listado dos hechos artísticos fundamentales en génesis y las derivas que dejó La Organización Negra.
En 1992, para conmemorar los 500 años de la llegada de Colón a América, el grupo francés Royal de Luxe presentó un magnífico desfile performático que llamó La verdadera historia de Francia. Aquello formó parte de la movida, otro término muy de la época, de Cargo 92 que giró por seis países latinoamericanos (durante ese gran desembarco también se presentó Mano negra, un grupo desconocido hasta el momento que muy pocos fueron a verlo cuando se presentó en Obras). El despliegue de esa narración que se iniciaba en la Embajada de Francia culminó justamente en el Obelisco.
En 2000, alrededor del mismo Obelisco que acaba de cumplir sus 85 años, pasó el Desfile del Bicentenario, otro montaje único por su calidad artística, por su magnitud, por la cantidad de personas que vieron a esa propuesta del grupo Fuerza Bruta. Lo dirigió Diqui James, uno de que descendían desde la punta del Obelisco en la previa a la Navidad de 1989; y la música fue de Gaby Kerpel, el mismo compositor de La tirolesa/Obelisco como de Villa Villa, del grupo De la Guarda, que Diqui codirigió junto a Pichón Baldinu. Días antes de aquel desfile que fue presenciado por 2 millones de espectadores, Diqui recordaba a LA NACION la vez que vio a la compañía francesa: “Esa tarde no paré de llorar. Años después, cuando Jean Luc Courcoult, el director de la Royal, vino a ver Villa Villa en nuestra primera gira, me dijo: «No paré de llorar en todo el show».”. Otro de los tantos círculos de todo esto.
A 30 años de la presentación de La Tirolesa/Obelisco, el director y cineasta Mariano Pensotti filmó El público, una potente película conformada por microescenas que tenía una acción performática que transcurría por la avenida Corrientes. El trabajo que abrió una de las recientes ediciones del FIBA, comenzaba con una escena que protagonizaban Luis Ziembrowski y Antonio Ziembrowski (padre e hijo en la realidad y en esa maravillosa ficción). Parte de esa acción se filmó en la punta del Obelisco luego de subir 206 escalones. Los dos personajes de la ficción, 30 años después, ensayan una nueva versión de La Tirolesa/Obelisco. Luis hace de uno de los perfomers históricos de aquella acción. Ensaya con su hijo. “La cosa esa así: cuando viene la señal salimos por esta venta, bajamos y vamos bajando al ritmo de la música”. La señal, antes, venía de alguien escondido que pegaba un grito. Ahora, suponen ellos, será con el teléfono. “Ni se imaginaban en 1989 que iba a existir el celular”, comenta el hijo criado en este otro siglo pero que se perdió de ver aquello.
Tal vez, los integrantes de aquel montaje icónico (perfomers, músicos, fotógrafos, productores, gestores, diseñadores gráficos y demás apasionados) no imaginaron que varias generaciones todavía recuerdan, recordamos, aquella gesta performática que hizo que el monumento histórico porteño visto infinidad de veces adquiriera formas únicas. Tal vez todo ese tránsito tenga que con el hecho de pasar la historia, o de cuando un hecho de vanguardia adquiere la categoría de clásico aunque ellos preferían decir que hacían teatro antiguo más que moderno y que, a lo sumo, el gesto fue rescatarlo.
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