En el fascinante taller de sastrería del Teatro San Martín, plumas, brocato, pedrería, lentejuelas y un sinfín de materiales se convierten en los trajes que han vestido muchas de las grandes figuras del país sobre el escenario
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A un costado de la gran sala, junto al amplio ventanal, una hilera de máquinas de coser trabaja a todo trapo, creando una melopea rítmica. En el centro, sobre mesas con forma de medialuna, aguardan tijeras gigantes, dedales y otros elementos afines; también un curioso adminículo de madera con forma de cabeza y manivela, que sirve para agrandar los talles de los sombreros. De los armarios asoman carreteles de hilos de todos los colores, habidos y por haber. También hay planchas y lavarropas industriales; en los pasillos, el tránsito es liviano: ocasionalmente pasan percheros repletos de prendas -desde vestidos voluminosos y modestos déshabillés hasta tapados con delicados motivos- que evocan distintas épocas.
La descripción corresponde a uno de los puntos neurálgicos del Complejo Teatral de Buenos Aires (CTBA), donde se produce la magia del vestuario: aquí se confecciona la indumentaria que luego usarán actores, actrices, bailarines y -desde luego- títeres de las obras de los teatros Regio, de la Ribera, Alvear, Sarmiento y el San Martín, donde está ubicado este taller. Aquí adentro, manos expertas se encargan de materializar lo que diseñadores imaginaron para representaciones de todo tipo.
“Es una mezcla entre ilusionismo y camuflaje”, dijo alguna vez la genial diseñadora Edith Head. Y si bien hablaba sobre su trabajo en cine vistiendo a grandes estrellas, las palabras aplican a la indumentaria de teatro. Sobre el escenario, el arte de la ilusión convoca a prendas que permiten viajar en estos días a, por ejemplo, la Francia del reinado de Luis XIII: caballeros luciendo valona y puños de encaje, casacas ricamente ornamentadas y calzones a juego llevan a la época en la que transcurre la historia de Cyrano, clásico de Edmond Rostand, adaptado y dirigido por Willy Landin, también diseñador de la ropa.
Distintas son las siluetas -de líneas más simples- en las que se inspira el vestuario de El largo viaje del día hacia la noche, del dramaturgo Eugene O’Neill que sitúa en 1912, llevado a escena por Luciano Suardi. Para esta puesta, el vestuario fue pensado por la reconocida Graciela Galán, respaldada por aliados indispensables: el mentado equipo de Sastrería del Complejo Teatral de Buenos Aires, hacedores de piezas que coquetean con lo maravilloso gracias a un saber artesanal excepcional, que se acomoda a cualquier exigencia técnica.
Una maquinaria perfectamente aceitada
“Antes de entrar en el taller, yo era modista de barrio y pensaba que me las sabía todas, ¡qué equivocada estaba! Porque una cosa es hacer una pollera recta para la calle, y otra muy distinta es entretelar un corsé, hacer un tontillo o confeccionar un miriñaque para teatro. No tiene nombre lo mucho que he aprendido en estos años”, cuenta a LA NACION Marta Pinedo, jefa de Sastrería, que empezó trabajando en el depósito hace poco más de dos décadas y, poco a poco, fue avanzando casilleros. Costurera antes de ocupar su actual cargo, supervisa la labor de un equipo “de unas 30 personas, contando los teatros periféricos”.
A Pinedo, de 67 años, le encantan los desafíos, sean tutús de plumas, trajes de cosmonautas, sacos largos del 1800… Sobra decir que previamente se reúne con los vestuaristas: “En primera instancia nos traen bocetos. Con Renata Schussheim, por ejemplo, da muchísimo gusto trabajar, porque además de ser talentosísima, viene con la precisa. Entonces, según cómo sean los figurines, les sugerimos que visiten el depósito o quizás podemos directamente realizar la indumentaria”. “Para nosotros, los bocetos son muy importantes, serían como el plano de un arquitecto”, subraya Marta, y comenta que los menos trabajan de forma experimental, es decir, directamente sobre los cuerpos de los actores, algo que complica ligeramente el proceso “porque así lleva un tiempo interpretar la idea del vestuarista, y tiempo es justamente lo que falta, en especial si estamos con varios estrenos en paralelo”.
Cuando no hay demoras en las entregas de materiales -algo que sucede con relativa frecuencia-, el taller de sastrería funciona como un reloj suizo, que opera en tres turnos: por la mañana generalmente se lava y se plancha la ropa; por la tarde, se lleva adelante la realización y las pruebas de vestuario. Y hay un turno noche, de atención del espectáculo: en las funciones siempre está presente alguien del sector para asistir a los intérpretes con cambios de vestuario que demandan celeridad -el velcro o los broches de presión resultan grandes aliados- o para resolver cualquier imprevisto tras bambalinas con hilo y aguja o, en su defecto, el socorrido alfiler de gancho.
“Mientras la obra esté en cartel o si estuviera previsto reponerla, la ropa queda en los periféricos, donde tienen todas las herramientas para acondicionarla entre funciones. Recién cuando termina, desarmamos y enviamos el vestuario al depósito de Chacarita, que cuenta con la última tecnología contra la humedad, los ácaros, las polillas… Allí le sacan fotos a las prendas, se les asigna un número, se las acomoda por talle, por color, por época; es decir, se catalogan y luego digitalizan, para poder reutilizarlas en un futuro”. En verdad, el depósito tiene un nombre institucional un tanto más pituco: Centro de Vestuario Teatral para su Guarda y Preservación, gran placard de más de 600 m2, único en América Latina, donde se conservan alrededor de 40 mil prendas de los años 60 hasta la fecha. Prendas que asimismo están cargadas en el sistema Xirgu, un software que pormenoriza la fecha de confección y el historial sobre las tablas de: capas, levitas, túnicas, gabanes…
De las miles de prendas, unas cientos se distinguen por quienes las vistieron o las imaginaron, además de la calidad de confección y la creatividad en el uso de materiales: estas joyas forman la Colección Tesoro, “y pueden usarse en nuevas puestas, siempre y cuando no las modifiquemos”, aclara el sastre Cristian Sayaverde, de 46 años, mano derecha de Marta.
“Me encanta reponer piezas de vestuario, volver a darles vida con un poco de limpieza y renovando las costuras… Este año reciclamos mucho”, comparte Sayaverde, segundo jefe de sastrería y uno de los contados varones del equipo. Nacido en Arequipa, Perú, y ya desde niño soñaba con crear trajes a medida. Nada más terminar el secundario, estudió corte y confección, y en 2000 vino a la Argentina, donde trabajó para varias sastrerías de renombre, incluida Rocha Casimires. También hizo vestuario para películas, y así fue cómo conoció a Alfredo Bologna, exjefe de sastrería del San Martín que, advirtiendo su talento, lo invitó a sumarse a las filas. “A él le debo muchísimo por su conocimiento y enseñanza en realización de trajes teatrales”, recalca Cristian, que jamás olvidará su primera experiencia, en 2005, “cortando una túnica de lentejuelas, muy brillante para Enrique IV, de Pirandello, para Alfredo Alcón, ni más ni menos. También lo asistí en funciones, ¡con unos nervios!, pero él era un caballero”.
“Hay materiales que ya no están en el mercado, así que nos arreglamos con lo que conseguimos. Ya no vienen más las hebillas de chaleco con púa, y las entretelas de lana -que usamos para mantener la textura de la tela- no tienen la calidad que solían”, pone algunos ejemplos Sayaverde. Y junto a Pinedo, revela algunos truquitos en el cuidado de prendas más delicadas, que no pueden pasar por lavarropas después de cada función: sobaqueras desmontables y un poco de vodka para sacar la transpiración. “Debe haber alguna botella dando vueltas”, confiesan no sin picardía, y comparten que, para avejentar el vestuario, se apañan con piedra, lija y pomada, aunque no ha faltado el compañero que en el pasado hizo lo propio ¡con amoladora! Si hay que “manchar” la prenda, pasa al área de pintura…
Desde la mirada de una vestuarista
La Ópera de París, la Scalla de Milán, la Comédie-Française, el London Coliseum: los más prestigiosos escenarios del mundo cuentan con sus talleres de vestuario; sin duda, uno de los departamentos más fascinantes del detrás de escena, donde se confeccionan cientos de trajes teatrales por temporada y se recicla otro tanto de los almacenes, adaptados a las nuevas necesidades escénicas. Pues bien, Sastrería del CTBA no tendría mucho que envidiar a estos laboratorios…
Así lo manifiesta la diseñadora de vestuario y escenografía Gabriella Gerdelics, cuya experiencia en el San Martín “ha sido muy parecida a la que tuve en el Teatro Nacional de Londres. La única diferencia significativa tiene que ver con la limitación de telas y accesorios -elásticos y broches, por ejemplo- que escasean en el país, y que no depende en absoluto de ellos”. Gerdelics claramente conoce el paño: su ecléctico trabajo con distintas compañías europeas ha sido visto y apreciado en Reino Unido, Bélgica, Polonia, Noruega, Alemania, Eslovaquia. “En comparación con los grandes teatros europeos, acá tienen que ser más inventivos, más ingeniosos por la falta de algunos materiales, pero la estructura y el modo de trabajar son similares”.
“Ya quedan pocos lugares así, hay que cuidarlos mucho”, destaca GG, que se formó en la Royal Central School of Speech and Drama, de la Universidad de Londres, y obtuvo un posgrado en el London College of Fashion. En Argentina, ha hecho una notable labor en numerosas obras; como las recientes Ana Karenina en Halloween, El malentendido, No me muero, Al bárbaro le doy paz y Carnicera. Esta última pieza le ha permitido volver a coincidir felizmente con la gente de sastrería del Complejo Teatral de Buenos Aires, con la que ya había trabajado el año pasado para la obra Su nombre significa mujer.
Al respecto, comparte que, “una vez que una presenta los bocetos y comienza el diálogo, el equipo de sastrería aporta muchas ideas. Son muy buenos aconsejando sobre telas o tipos de fabricaciones, y lo hacen con cariño y suma disposición. Tratan de ayudar, de resolver de la mejor manera posible; incluso, de ser necesario, se las ingenian para inventar métodos de armado de prendas, lo cual, como diseñadora, te permite pensar piezas más complejas. No hay mucha gente que tenga tanto conocimiento para lograr una alta calidad de vestuario teatral”. Detalla Gerdelics que, para Carnicera, la principal dificultad fue “fabricar dos cascos de astronauta. Tuvimos que crear un método para armarlos con telas, que engañaran al ojo: tenían que parecer duros, no cosidos, además permitir una correcta circulación de aire”.
La diseñadora consultada -que a menudo trabaja con vestuario contemporáneo- responde a una cuestión clave, ¿qué diferencia la ropa de calle de la teatral? “En vestuario, cada pieza lleva un signo o un significado agregado que ayuda a la caracterización. En cierto sentido, está un poco exagerado lo que el personaje usaría en la vida real. Además, es muy importante la practicalidad, hay que contemplar cuán cómodo será para el actor, cuánto calor le dará sobre el escenario, cómo se verá de la primera a la última fila, cómo se comportará el material con el correr de las funciones, cuán fácil será limpiarlo…”.
En términos generales, ¿qué aspectos se tienen en cuenta al momento de diseñar el vestuario? Responde Gabriela Gerdelics: “Después de leer el texto, trato de desarrollar un lenguaje particular, un estilo que sea diferente y apropiado para cada obra, teniendo en cuenta los cuerpos de los actores, los bailarines, los acróbatas: importa la comodidad, es fundamental que las prendas funcionen como una segunda piel. Después considero la escenografía y las luces; la amplitud de espacio, la paleta de colores, las texturas… Los distintos rubros necesitan dialogar para lograr un tableau vivant, una pintura viviente”.
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