Daimón: las vidas paralelas de dos cuerpos colosales
Daimón / De: Karen Carabajal, Valeria Fontán, Sylvie Melis, Vanina Scolavino, Guillermina Etkin y Luis Garay. performers: Karen Carabajal y Valeria Fontán / Investigación: Julieta Massacese / Diseño de escena: Luis Garay y Vanina Scolavino / Diseño de luz: Sylvia Melis / Diseño sonoro y música: Guillermina Etkin / Coreografía: Karen Carabajal, Valeria Fontán y Luis Garay / Dirección general: Luis Garay /Del jueves al domingo últimos en la sala del Tacec, Teatro Argentino de La Plata / Nuestra opinión: muy bueno
Robert Bresson optaba por dirigir modelos. El coreógrafo Luis Garay los prefiere atletas: cualquier cosa menos gente de la danza. En ambos casos la idea fue y es romper un código para experimentar y crear algo nuevo, y la última obra del colombiano es la coronación de un largo proceso rupturista. Si ya en obras como Maneries, Fisicología y Under The Sea se había ubicado lo más lejos posible de la danza para instalarse en la sugestión de los cuerpos, la propuesta minimalista de Daimón, con tan sólo dos performers y un escenario vacío, resultaba un desafío hasta para sus estándares. La misma elección de los performers era una incógnita. Karen Carabajal es psicóloga y boxeadora; con 13 peleas invicta, se ubica segunda como peso pluma en el ranking argentino y sexta en el ranking mundial. Por su parte, Valeria Fontán es entrenadora en deportes de fuerza; fisicoculturista y atleta de crossfit, tiene el récord nacional en levantamiento de pesas en la categoría 69 kilos. Para ver esta propuesta, el Tacec debió reconvertirse, quitar las gradas, dejar miradores hacia un escenario pelado y cúbico, giratorio; a los pocos minutos, la propuesta había superado las expectativas.
Con la sala en completa oscuridad y una música ambiental envolvente, apenas unos tenues haces de luz alumbran a Carabajal, haciendo saltos frente a una soga imaginaria arriba del escenario, que oficia como una suerte de cuadrilátero. La situación se prolonga varios minutos -sólo una atleta puede alcanzar tal requerimiento-, cuando el escenario empieza a girar. Los interrogantes sobre la segunda performer se revelan primero con sonidos. Desde debajo de los miradores, en el foso artificial completamente a oscuras que rodea al enorme cubo escénico, llegan resoplidos y gemidos; al aguzar la vista puede verse allí a Fontán, con ropa de entrenamiento que deja desnudos sus enormes brazos y espalda, tirando como un tractor de una larga soga que rodea al cubo. El escenario, entonces, no se mueve por una fuerza centrífuga, sino por el trabajo de la fisicoculturista, y la instalación se revela así como una especie de moderno circo romano dedicado a entronar el cuerpo femenino -mejor dicho, a otro estándar de cuerpo femenino-.
Hay un gran contraste entre lo que ocurre arriba, en el escenario-cuadrilátero, y abajo, en el foso. Los movimientos de Carabajal, entrenando con un sparring imaginario, son gráciles y se oponen a la fuerza bruta de Fontán, emperrada en mover indefinidamente esa especie de coliseo como una bestia de carga. Mientras la boxeadora esquiva golpes hasta quedar tendida en el suelo, en lo más cercano de su arte a una danza, la culturista queda enredada en una cuerda de la que tira cual titán.
Así como el esfuerzo y los jadeos aumentan, el baile de la boxeadora se torna más violento. Carabajal es aún más evocativa cuando los reflectores proyectan en una de las paredes su sombra: es maravilloso ver el negativo de su performance en pantalla gigante. La misma atracción encuentra la boxeadora, que cuando se detecta empieza a boxear con su sombra. Ante cada golpe veloz, Carabajal empieza a gemir. Pero abajo truena. Fontán sigue inmutable en su tarea quijotesca e interminable. En algún momento, los reflectores muestran a la audiencia el inimaginable trabajo de su cuerpo, su enorme espalda, las estrías que la atraviesan desde trapecios como pómulos de un gigante. Cuando la soga cae al piso y desaparece, la culturista empieza a mover el escenario con las manos. Aquí trabaja no sólo con la fuerza, sino también con el cansancio.
Daimón es un término griego que refiere al destino de cada individuo, un acto divino que en otras culturas estaba representado por ángeles y demonios. Y hay algo oscuro e infranqueable en la obra coescrita y dirigida por Garay. Las dos performers se sitúan en vidas paralelas de un intenso trabajo físico, extenuante, pero que a la vez difieren completamente y mueven a la reflexión sobre el estadio final de ambas disciplinas, que no tienen conclusión ni objetivo, como el caballo frente a la zanahoria -y que si hay un objetivo, es el de la autocontemplación narcisista, como cuando Carabajal se enfrenta a su sombra-. Hay, sí, breves instantes para la actuación, sobre todo en la pugilista, que sincroniza con sus golpes al vacío flexiones de las piernas en diversos grados, simulando un baile marcial. Cuando las luces se atenúan, sólo emerge un amasijo de gruñidos y jadeos, y al volver la iluminación también se percibe la performance de Fontán. Es probable que el cubo sea apenas un esqueleto vacío, pero ella lo mueve como si estuviera trasladando una pirámide. Y cuando la música se detiene y la sala se ilumina, cuando Carabajal rebaja su marcha y saluda al público, la fisicoculturista aún sigue empujando. Tal es la intensidad de su daimón.
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