Cómo actuaba María Guerrero
Más de una vez, los amantes del teatro reflexionamos, con melancolía retrospectiva: "¿Cómo habrá actuado Sarah Bernhardt? ¡Pensar que nunca veremos a Eleonora Duse sino en una lluviosa película muda!" Un amigo generoso pone a mi alcance un remedio a esas nostalgias y me manda por mail un libro de Eduardo Zamacois (Pinar del Río, Cuba, 1873- Buenos Aires, 1971), Desde mi butaca, apuntes para una psicología de nuestros actores , editado por Maucci en Barcelona, en 1907.
Zamacois encarnó a un personaje que abundaba en los comienzos del siglo XX: era poeta, novelista, ensayista, dramaturgo y cronista de los acontecimientos de su tiempo, esto es, periodista. Mezcla de bohemio y de dandy, lo más a menudo sin un centavo y a veces con rango diplomático, estos escritores iban de un lado a otro, siempre con estancia obligada en París. Un hombre que se va, las memorias de Zamacois, editadas aquí por Santiago Rueda en 1969, es el más perfecto resumen de una de esas vidas que fueron - son sus propias palabras - "una canción y un pasatiempo".
Durante mucho tiempo, Zamacois acudió todas las noches a los teatros madrileños y observó cómo actuaban los grandes actores españoles; veía varias veces las mismas obras y no se perdía estreno. Entre los muchos convocados en Desde mi butaca figuran en primer lugar María Guerrrero y su marido, Fernando Díaz de Mendoza, inolvidables para los argentinos por habernos legado el magnífico Teatro Cervantes. Y bien: ¿cómo procedía en escena la gran María Guerrero? "Es nuestra última actriz trágica: todo la favoreció para merecer tan alto puesto: su estatura, la lentitud solemne, un poco amenazadora, de sus ademanes; su voz arpada; la lividez de sus mejillas". Prosigue: "Es su costumbre ir de un punto a otro del escenario, lentamente y dejando resbalar una de sus manos por el respaldo de los muebles, con mansedumbre felina de sorpresa y amenaza; esto aparte, raras son las veces en que María no halle la actitud justa o la expresión que realce lo que el autor dejó desdibujado y entre líneas (...) Al principio de un diálogo, María no puede, o no quiere, dar crédito a lo que su interlocutor va diciendo; entonces, mientras escucha, se rasca el frontal, inteligente y amplio, con la punta de los dedos de la mano derecha (...) Repentinamente empieza a comprender y sus ojos negros, quemándose en el deseo de saberlo todo, de llegar pronto al fin, se dilatan, bañándose en luz, y adquieren un parpadeo interrogador y elocuente. Luego desconfía y sus pupilas dilatadas miran con el mirar receloso y perplejo de quien discute consigo mismo, y las movibles ventanas de su nariz se hinchan, y muestra los dientes, lo que da a su modo de enunciar un silabeo intencionado y cortante. Finalmente se indigna y cierta dislocación iracunda de sus músculos frontales vuelve hacia arriba la concavidad del arco de sus cejas".
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