Calderón y Shakespeare, genios barrocos
¿Shakespeare y Calderón? Hace ya mucho tiempo que eruditos ingleses y españoles debaten la supremacía de un dramaturgo sobre el otro. La clave de la querella está, al parecer, en la ausencia o la presencia de un personaje majestuoso, representado por una palabra en mayúscula indispensable: Dios.
No pude asistir a la representación de La vida es sueño por el Teatro Clásico de España, en el San Martín, con la prodigiosa Blanca Portillo. Pero la lectura de las reseñas periodísticas me incitó a escribir estas reflexiones, que acaso resumen lo que Calderón me dice desde una remota exposición que debí hacer ("señor Schoo, pase al frente y háblenos de La vida es sueño ", fue la orden del profesor de Castellano en segundo año del bachillerato) a mis quince años.
Es verdad: Shakespeare rara vez menciona a Dios y prefiere referirse a los dioses, en el plural y paganos. Hay tan sólo, en su vasta producción, una escena -magnífica-donde aparece el tema de la culpa y el arrepentimiento según la ortodoxia católica: cuando Hamlet sorprende a su tío el rey Claudio rezando, acusándose y arrepintiéndose de haber asesinado a su hermano.
Hamlet está a punto de apuñalarlo cuando -en una transición magistral- advierte que si lo hace, el alma de Claudio será salva. Y, con refinada crueldad, decide, que lo hará al sorprenderlo en pleno pecado mortal.
Otro príncipe, Segismundo, el protagonista de La vida es sueño , tiene problemas con el rey (en este caso su propio padre, no un padrastro asesino) que, advertido por un horóscopo de la perversa índole de su hijo, lo encarcela en una torre aislada para evitar que dañe a su progenitor y a sí mismo. Si el cándido amor de Ofelia por Hamlet no logra sustraerlo a su trágico destino, el de Rosalinda por Segismundo obtiene la liberación del prisionero y su transformación en un hombre cabal, prudente y solitario, porque Rosalinda no sólo es astuta sino, sobre todo, porque tiene fe en Dios, que es justo y misericordioso. En tanto el de Hamlet sería también justo, pero vengativo.
Hay otro príncipe en Calderón, que sufre por otros motivos: El príncipe constante . Sometido a crueles torturas, este personaje se niega a abdicar de su fe cristiana. Encarna la contracción que hostiga al hombre de la Edad Barroca: Dios, el de la Biblia y los Evangelios, está a punto de desaparecer de escena. Acaso el comienzo de esa ausencia haya sido el saqueo de Roma, en 1527, por los mercenarios del muy católico emperador Carlos V. Calderón percibe la herida, la brecha, y propone salvarla con una fe más basada en el amor y la caridad que en la amenaza de un infierno desesperado. No es casual que Calderón sea el dramaturgo clásico por excelencia en los países centroeuropeos que adhirieron a la Reforma. En su notable Castigo sin venganza , aboga en favor de la tolerancia hacia los moros, algo insólito y hasta peligroso en su tiempo.
Y lejos de ser solamente un austero moralista, Calderón pudo escribir una comedia deliciosa como La dama duende , tan traviesa y divertida como cualquiera de las de Shakespeare. Si apreciamos en éste la proliferación inagotable de metáforas imprevistas, Calderón condensa en versos precisos, exactos (más aún que los de Racine), una riqueza conceptual que tan sólo las voces españolas saben decir con respiración -y, por ende la musicalidad- adecuada.
En resumen: ¿por qué Calderón o Shakespeare? ¿Por qué no Calderón y Shakespeare?