Caer (y levantarse), la epopeya de un boxeador quebrado le permite a Luciano Castro desplegar convincentes dotes actorales
Se trata del primer unipersonal protagonizado por el intérprete, quien no defrauda al involucrarse en una historia compacta y con una muy lograda dirección
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Autores: Patricio Abadi y Nacho Ciatti. Idea original: Luciano Castro, Mey Scpápola. Dirección: Mey Scápola. Intérprete: Luciano Castro. Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez. Iluminación: Matías Sendón. Música y diseño sonoro: Nicolás Bari, Matías Niebur. Voces en off: Rodolfo Barili, Osvaldo Príncipi. Sala: Chauvín (San Luis 2849, Mar del Plata). Funciones: sábados a lunes a las 22. Duración: 50 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
MAR DEL PLATA.- No son pocas las razones por las que Caer (y levantarse) sorprende muy gratamente al espectador. En primer lugar, se trata del debut de Luciano Castro, su protagonista, en el formato unipersonal, un desafío del que sale más que airoso.
Además, el material tiene como punto de partida un relato atípico en la historia teatral del actor, cercano al también exigido género de la comedia. Esta vez, le pone el cuerpo -literal y simbólicamente- a una narración que pivotea entre la epopeya amorosa y nostálgica y el drama.
Durante poco menos de una hora, Castro se pone en la piel de Junior, un boxeador que se encuentra detenido en una penitenciaría de la Costa Atlántica. Restan horas para su sentencia, una cuenta regresiva que es la excusa para volver hacia atrás. Un viaje en el tiempo para pensarse. Ajustar cuentas con su pasado y, quizás, poder descular alguna posibilidad de resiliencia en torno a su futuro. Entre lo que fue y lo que puede ser, Junior se ancla en un presente para contarle al espectador su tiempo aquel. Un confesionario monologal.
Violencia infantil, humillaciones, adicciones indomables y falencias económicas. También sueños y desafíos intentan equilibrar -con poca ventura- esa báscula. Una vida como la de tantos, singularmente reconocible. Una existencia que, de tan compleja, parece ser el nocaut que más le duele, del que le cuesta emerger, tirado en un ángulo del ring y contra las cuerdas que se convierten en una encerrona. Apenas esa hija pequeña que espera es consuelo y posibilidad de volver a la vida.
Luciano Castro conoce de box, lo cual le otorga a su interpretación la convicción de quien sabe qué territorio está pisando. Rápidamente, el actor dota a su personaje de veracidad. Algunos datos quedan flotando en el enigma y potencian la cuestión. ¿Ficción o mixtura con elementos biodramáticos?
Allí está la platea como testigo de esa catarsis interior y desgarrada. Su sudor nos empapa de interrogantes. Atrapado en el cuadrilátero. Esa mimética posibilidad es la que moviliza y perturba a quien lo escucha.
El texto de Patricio Abadi y Nacho Ciatti es profundo y tiene la virtud de pintar una aldea muy personal, ahonda en los desgarros interiores, pero también se convierte en una amorosa cabalgata que no evita los nombres propios de toda una época y permite volver tras los pasos de un tiempo dorado del box, y también sobre sus oscuridades. Allí está el Luna Park y ese café cercano empapelado de próceres. Y una radio. La que permitía amplificar los puñetazos y que ahora da cuenta de noticias que lo vuelven a tener como protagonista de sus propias sombras. Muy logradas las intervenciones en off del periodista Rodolfo Barili y del relator y comentarista de box Osvaldo Príncipi.
Mey Scápola vuelve a demostrar que es una gran directora, sensible y sutil, como lo viene ejercitando en la conmovedora pieza Las cosas maravillosas. En Scápola, el protagonista encontró a una gran conductora para su travesía escénica. La realizadora no descuidó la labor de su actor -ni en su decir ni en sus movimientos corporales- pero tampoco dejó de lado una sólida puesta en escena, sintética y de final sorpresivo. Acéticamente potente donde nada sobra, sin elementos innecesarios, como indicaba el maestro Gastón Breyer. La escenografía de Gonzalo Córdoba Estévez y la tarea del iluminador Matías Sendón redondean conceptualmente lo que se necesita para apoyar la historia. Gran tarea de ambos creativos.
Luciano Castro se sube a su propio ring y gana con esa piña desgarrada que convierte a Junior -a priori crudo, rústico y hasta hostil- en una criatura que busca ser acariciada, consolada en su tragedia. Es para celebrar esta ceremonia tan ritual como un encuentro de box. En definitiva, de Caer (y levantarse) está hecha la vida.
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