Balance FIBA: un festival que merece una reflexión para volver a sus momentos de oro
Entre una batería de propuestas inmersivas o biodramáticas de pequeño formatos, el encuentro internacional no aportó obras extranjeras con ideas verdaderamente renovadoras
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El Festival Internacional de Buenos Aires, FIBA, llegó a su fin anoche. Según el balance presentado por el equipo de prensa de este encuentro organizado por el gobierno porteño y que cuenta con la dirección artística de Federico Irazábal, durante los diez días de su realización, más de 40.000 personas disfrutaron del encuentro que se realizó en 50 sedes entre salas y espacios culturales, sitios no convencionales y lugares al aire libre, y propuso una batería de 300 actividades.
La grilla de la última semana aportó una gran cantidad de títulos que tuvieron que lidiar con la ola de calor y con los cortes de luz. En lo que hace a la programación internacional, por ejemplo, volvió — por tercer año consecutivo — el talentoso director, actor y dramaturgo chileno Malicho Vaca Valenzuela quien presentó en una sala del Abasto Identidad #83. Es el mismo creador que hace dos años, en tiempos de una actividad dominada por protocolos sanitarios, presentó Reminiscencias, un bello y sensible trabajo al que se accedía por Zoom. Esta vez, en modo presencial, compartió la historia del artista Roberto Hoppmann. Durante casi una hora, el intérprete cuenta la historia de su familia alemana en tiempos del horror de la Segunda Guerra Mundial, el desembarco de su familia en este continente y su amor hacia su esposa Yolanda, quien falleció hace unos años.
En perspectiva, la obra indaga las formas de la despedida. Y más allá de ciertos desniveles en su dramaturgia, como sucedió en su anterior trabajo, Malicho Vaca Valenzuela tiene el don de bucear en lo sensible valiéndose de proyecciones manipuladas en vivo, crear ambientes sonoros, apelar a objetos industriales a los que dignifica, entablar diálogos entre una historia personal y la historia política y armar así, a la vista del espectador, efímeros momentos visuales de una belleza que emociona. Todavía más cuando él toma el micrófono y con esa manera tan yilena y tan poética va abriendo y cerrando capas narrativas.
En lo que refiere la programación internacional, se presentó en la excárcel de Caseros Palmasola, un pueblo prisión, dirigida e interpretada por el suizo Christoph Frick junto a un elenco de actores bolivianos. Palmasola es una ciudad/prisión de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, con 6000 reclusos. En ese marco transcurre la acción que se inicia mientras el público espera entrar a ese gran espacio abandonado hace años y en donde debería ya funcionar el Ministerio de Economía y Finanzas. Por motivos diversos, esa gran arquitectura cargada de implicancias oscuras se fue transformando en lugar de filmación de series como Tumberos y El marginal como la nueva película de Lola Arias. Ahora le tocó el turno al teatro con una propuesta que sigue todos los tópicos temáticos y estéticos de lo “tumbero” pero que, en lugar de usar el impresionante marco arquitectónico para una propuesta site specific, la usó como escenografía.
En el mismo barrio de Parque Patricios, el bailarín, coreógrafo y gestor Juan Onofri Barbato estrenó Vende humo, obra coproducida por el festival que continuará haciendo funciones en Planta Inclán, la sala que fundó y gestiona junto a la actriz Elisa Carricajo. En el mágico espacio, el creador de obras como Los posibles o Taulet, ofrece una obra compuesta por una diversidad de capas cambiantes. Se inicia bajo una especie de conferencia informática en la que el creador expone con crudeza los mecanismos de ayuda estatal para la creación, con sus buenas intenciones y sus propias burocracias que entorpecen su devenir (incluye una especie de manual de estilo en el que intenta explicar a los curadores extranjero términos como “arbolito” o dólar blue).
Vende humo deriva en registros biodramáticos sobre su propia historia de vida, en situaciones coreográficas, en una secuencia en la que se transforma en escultor de piezas efímeras realizadas con humo o intenta desentrañar las neológicas del mercado del arte. En ese tránsito, más allá de la potencia visual que logra en varios momentos, hay situaciones que parecieran alargarse innecesariamente; pero también se encuentra un momento sumamente logrado: cuando aparece la voz de Elisa Carricajo (pareja de Onofri Barbato, con quien comparte la dramaturgia de la obra) en un mensaje telefónico en el que desarticula brutal e inteligentemente una escena que acaba de narrar el protagonista. Sin necesidad de spoilear la situación, se trata de un momento clave que ilumina tensiones de género de suma actualidad, exponiéndolas con una inteligencia, ironía y organicidad interna asombrosa.
En perspectiva y entrando en el balance del festival que acaba de concluir, el foco del encuentro escénico estuvo centrado en las propuestas internacionales que llegaban a las grandes salas para ofrecer importantes producciones de figuras indiscutibles de la escena. Desde hace tiempo, eso se trastocó. En la primera edición, por ejemplo, llegó el Berliner Ensemble con una perturbadora puesta de La resistible ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht, con dirección de Heiner Müller y la actuación protagónica del genial Martin Wuttke. En el escenario principal del Teatro San Martín había 23 actores en escena. Veintiséis años después, en la edición 2023 se presentaron 17 obras internacionales con 26 actores llegados de otras países. Es claro que la situación local, la economía mundial y la circulación de estas grandes compañías por el mundo es otra, pero que un solo montaje previo tenga una cantidad similar de intérpretes que todos los que subieron a escena en estos diez días sumados es algo llamativo.
En 2023, de esos 17 montajes dos no tuvieron intérpretes. De los 15 restantes, la mitad fueron unipersonales. Sea por cuestiones presupuestarias y/o curatoriales, las propuestas de pequeño formato que se presentan en teatros pequeños o en lugares alternativos pasaron a ser la norma desde que esta gestión decidió en 2019 que el FIBA fuera anual (hasta ese momento, era cada dos años), que se desarrollara en verano (anteriormente, tenía lugar durante el otoño) y que acortara su duración. En aquellos días de 2019, cuando se inició esta nueva etapa, tal vez haya sido la última vez que un grupo extranjero con un elenco numeroso se presentó en el FIBA (fue con The New Colossus, una fallida puesta del actor y director norteamericano Tim Robbins que abrió aquella edición). Desde ese momento, priman los unipersonales o aquellas experiencias vivenciales en lugares no tradicionales para pocos espectadores (sea en una cabina telefónica, un árbol o poniendo los pies en una pileta).
Más de la propuesta de Tim Robbins, ese trabajo intentaba indagar en formas biodramáticas. Ese tipo de expresiones, junto con las de carácter inmersivas, vienen dominando el perfil de la programación. En aquella edición del FIBA tuvo lugar Maratón Abasto, una creativa propuesta que durante días ocupó algunas cuadras de un barrio ligado al teatro alternativo con obras cortas, instalaciones, acciones performáticas y shows musicales. En su afán por ganar nuevos públicos y ocupar la calle, en las ediciones siguientes hubo otros intentos similares que estuvieron muy lejos de conseguir el impacto y el nivel de producción que tuvo aquella movida. Este año, salvo acciones muy puntuales y de pequeñas dimensiones, no hubo propuestas similares. Como en sus inicios, el encuentro escénico volvió a las salas. Claro que ya no los grandes escenarios previos: este año, la sala pública del gobierno porteño en la que más montajes internacionales se presentaron fue la del Centro Cultural 25 de Mayo, en donde el portugués Thiago Rodrigues presentó By Heart. Como un signo del festival, en ese montaje el actor y director convocaba a diez personas del público para que sumaran a la obra.
Pensando justamente en el público y en el cuidado que se merece, la información en la página del festival (confusa e, injustificadamente, muy escueta) fue deficitaria. Dos ejemplos: el potencial espectador se merecía saber que para descubrir Palmasola, un pueblo prisión debía estar de pie durante dos horas y también que Other (Chinese) era una un work in progress (categoría contemplada en el festival) con escasos días de elaboración y no un espectáculo programado en la franja de espectáculos internacionales.
En función de los comentarios críticos publicados por los críticos de LA NACION, dejando en claro que era casi imposible abarcar la totalidad de trabajos nuevos presentados, la franja nacional fue la que, nuevamente, acaparó los comentarios más elogiosos, especialmente la nueva obra de Iván Haidar, No estoy solo, y la dirigida por Ollantay Rojas, Noestango. Lo cual, tratándose de un festival internacional, deja datos para pensar. En el plano internacional, los puntos más destacados del encuentro fueron la experiencia interactiva de Red Phone, algunos momentos del trabajo del chileno Malicho Vaca Valenzuela en Identidad #83, la propuesta coreana Dancing in Pansori, a letter y el superlativo trabajo de la actriz y bailarina Solène Weinachter en Antígona, Interrupted.
Hay varios elementos que indican que así como está pensando curatorialmente el Festival Internacional de Buenos Aires, más allá de lo presupuestario — esta vez tuvo el doble que hace un año, revirtiendo su curva decreciente — merece pasar a otro estadio para recuperar la atención de los creadores y del público. El valor real y simbólico, no exento de polémicas públicas, que tuvo el festival en su historia ya no es el mismo. El FIBA ya no es el punto de encuentro (y hasta de desencuentros) de los creadores locales, ávidos de mostrar sus obras a curadores extranjeros y de ver las obras de la programación internacional. Cierta apatía de dicho sector ante el festival, motivada quizás también por la falta de puntos de encuentros que exceden a la presentación de una obra, es una señal de alarma que merece ser analizada.
El FIBA se lo merece.
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