A 50 años del atentado al Teatro Argentino: un grupo comando, el Jesucristo de Andrew Lloyd Webber y un llamado en la madrugada
La noche previa al estreno de la puesta producida por Alejandro Romay, 25 bombas molotov destruyeron totalmente las instalaciones de la sala; hoy, es un gran espacio que espera a algún empresario amante del teatro que pueda revivirlo
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Un 2 de mayo, hace 50 años, los argentinos se despertaban con la noticia de que uno de los más célebres teatros del circuito comercial porteño ardía en llamas. Un grupo comando ultrareligioso acabó con sus instalaciones para impedir el estreno del musical Jesucristo Superstar.
Convencido de que el musical atraía público y luego del gran éxito de Hair, el productor Alejandro Romay estaba decidido a continuar la línea de aquel musical de Jerome Ragni, James Rado y Galt MacDermott que introdujo el rock en el género. En un viaje a Londres que hizo en 1972 se enamoró de Jesucristo Superstar, uno de los primeros éxitos de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber. Compró los derechos y decidió que mayo de 1973 sería el momento de estrenar en Buenos Aires aquella obra que tanta polémica despertaba en todo el mundo y que él encontró brillante. “Así como una vez elegí El precio, porque creí que en ese momento Arthur Miller exponía un pensamiento concreto, y ayer puse Hair, como un canto antibelicista y un llamado de atención a las superpotencias que usan sus armas en los países subdesarrollados y juegan a la guerra empleando a seres inocentes para sus experiencias, hoy pongo Jesucristo Superstar con la misma convicción de que el mundo necesita en este momento un llamado de atención”, argumentaba Romay a fines de 1972, cuando ya tenía decidido producirla.
En plena época de prohibiciones, caza de brujas y revueltas sociales, Romay sabía que se avizoraba un escándalo, pero pretendía ofrecer un gran espectáculo donde el hecho artístico no tuviese fisuras, para no dar que hablar a los pacatos de turno. Contrató al norteamericano Charles Gray (supervisor de producción en Broadway) para dirigirla, al coreógrafo Bob Luppone (el mismo de Hair) y a los escenógrafos involucrados en la puesta estadounidense, que se estrenó en 1971. La dirección musical fue de Camaleón Rodríguez. Sin perder la fidelidad a sí mismo, Romay invirtió 200 millones de pesos a riesgo de no recuperarlos nunca y ante aquellos que lo llamaban “mercader del templo” o “sacrílego” aseguraba que “solamente los que conocen el teatro saben que si aún la sala estuviese llena durante ocho meses, no voy a recuperar el crédito que me dio un banco para hacer frente a la enorme inversión que significa Jesucristo Superstar. Porque en el teatro jamás busqué ganancias, y nadie puede dudarlo conociendo la manera como realizo las puestas, siempre respetando a los espectadores”.
Fueron seis meses de producción, con numerosas y promocionadas audiciones, que duraron más de un mes, para elegir a las 42 personas que estarían sobre el escenario. A diferencia de Hair, esta vez no se alternarían dos actores para cada papel, sino que habría titulares y suplentes, por lo que la carrera por los protagónicos fue mucho más angustiante. Obviamente, entre 700 aspirantes, se presentaron desde las figuras y figuritas de Canal 9 hasta casi todo el mundo de la música y personas desconocidas. Hubo un primer filtro, hasta que los repositores estadounidenses tomaron la decisión final. En los primeros días de marzo quedó constituido el elenco protagónico: Susan Ferrer (María Magdalena), Rubén Greco (Judas), Emilio Vigo (Pilatos), Guillermo Marín (Herodes), Laureano López (Simón Zelotes), Osvaldo Alé (Pedro) y, como Jesucristo, Carlos Wibratt, un desconocido muchacho de 23 años que, hasta ese momento, maniobraba un martillo neumático en una cuadrilla de la compañía telefónica. Romay lo escuchó cantar en la calle, quedó prendado con su voz y lo invitó a audicionar. Esa historia “pegó” en los medios y sirvió para la promoción del espectáculo. El resto del elenco lo completaban Marcelo San Juan, Valeria Lynch, Mara Lúa, Luz Kerz, Ana María Cores, Carlos Bisso, Horacio Fontova, Enrique Quintanilla, Emilio Vigo, Mara Lúa, Sergio Villar, Fernando Lewis, Jorge González, Graciela García Caffi, Marzenka Nowak, Laureano López, Guillermo Marín, Inés Cabrera, Michelle Bonnefour, Raúl Casinerio, Ricardo Montero Triabel, Gualberto Domínguez, Jorge Romero, Oscar Jarom, Jorge Bass, Beto Gardellini, Fátima Pulido, Omar González, Oscar Yal, Silvia Asutich, Emilio Corbacho, Daisy Acuña, Emilio Valle, Jorge Cutello, entre muchos otros.
La escenografía era imponente y nunca vista en Buenos Aires: tres rampas que subían y bajaban desde el escenario, un brazo mecánico, ascensores y dos puentes colgantes que descendían del techo. Debajo del escenario se excavaron 5 metros para colocar un pistón sobre el que se paraba Jesús, envuelto en una capa dorada, en el final. A medida que transcurría ese tema musical, el pistón se elevaba y la capa, que también cubría todo el escenario, le daba un efecto de magnificencia a la resurrección. Otra escena espectacular era la del comienzo: “Tenía un diseño escenográfico muy a lo Ridley Scott, con cadenas, tripas y con una referencia muy orgánica. El escenario estaba dividido en tres franjas. Por detrás, eran redes de soga, donde estábamos todos trepados. Cuando las franjas se empezaban a elevar, nosotros íbamos apareciendo desde atrás y nos deslizábamos patinando hacia abajo, como si fuéramos bacterias. Era impresionante. Buenos Aires se perdió una gran comedia musical”, recordó Horacio Fontova en una entrevista realizada por este cronista para el libro Historia del teatro musical en Buenos Aires. “El Negro” formó parte del elenco y era el alternante en el papel de Herodes. Entre las tareas que se llevaron a cabo para el montaje se inclinó el escenario, se colocó una puerta-trampa en el piso, numerosas pasarelas y otros artilugios escénicos. Los integrantes de aquel elenco recuerdan muy especialmente a los repositores Charles Gray y Bob LuPone. Este último es el hermano de la famosa estrella de Broadway Patty LuPone. Actor, bailarín, acróbata y coreógrafo, había sido parte de la versión fílmica de Jesucristo Superstar, y hoy es un reconocido productor, director y docente en Nueva York.
Fueron muchos meses de ensayo. Quintanilla y Fontova recordaron una misma anécdota que lo involucraba. Una tarde, en el descanso de un ensayo, parte del elenco descansaba y conversaba en el hall del teatro Argentino. De improviso, desde el entrepiso y para medir sus reflejos, un hombre se lanzó sobre ellos con absoluta confianza. Afortunadamente, no falló porque todos reaccionaron y lo sostuvieron en el aire. Era Bob LuPone.
El mismo Romay se ocupó de la adaptación del libro y, además de sostener el respeto por el original, aseguraba a los sectores recelosos que ninguna escena ofendería la moral de nadie. Sobre esta adaptación afirmaba: “No es una obra religiosa. Es una pieza auténticamente política. El espectador desprevenido puede creer que es un trabajo ideológico. He tomado a mi cargo, personalmente, la adaptación y no he permitido que nadie intervenga en las expresiones que van a cantar los personajes. Judas y Simón son dos hombres auténticamente argentinos que serán fácilmente reconocidos. Uno es el clásico político que juega a cuatro bandas y solo intenta preservar su prestigio, aún en el momento de la traición y más allá de ella. Simón Zelaotes es el guerrillero. Quiere el poder temporal: exige ‘aquí y ahora tomar el poder para lograr la liberación’. Jesús es el principio humanista, la unidad, el futuro; acompaña el movimiento con su presencia y va sembrando con su verbo su pensamiento filosófico”.
Las presiones eran muchas, desde amenazas directas a intimidaciones telefónicas o quejas de distintos organismos y organizaciones. Unos días antes del estreno, muchos afiches con la imagen de Cristo aparecieron en las paredes de las calles porteñas. Su título decía: “Desagravio” y en su texto convocaban a un Vía Crucis a la iglesia de San Ignacio “por la grave ofensa que se hará a Cristo Rey al presentar la infame obra teatral Jesucristo Superstar”. A su vez, un grupo de feligreses se dirigió por nota al arzobispo Juan Carlos Aramburu para solicitar que intervenga ante las autoridades públicas a fin de lograr que se prohíba la representación de la obra, ya que entre otras consideraciones, “su solo título representa una grosera blasfemia”. El día del mencionado Vía Crucis, luego de la homilía de monseñor Aramburu en la Catedral, un grupo de manifestantes levantaron carteles con leyendas que condenaban el estreno. Algunos reaccionaron en contra y hubo trompadas en la puerta del templo. El mismo arzobispo afirmó que “los católicos no podemos aceptar que se presente la figura de Jesús con dudas”. Los representantes de la organización ultracatólica identificada con la sigla ORCI publicaron una solicitada en LA NACION que pedía la intervención “de las más altas autoridades militares, eclesiásticas y civiles para evitar la representación teatral de la obra blasfema… El general San Martín mandaba a cortar la lengua a los blasfemos. Que el sable del general San Martín no sirva hoy para amparar la blasfemia”.
En el mundo también hubo permanentes reacciones en contra. La noche de su estreno en Broadway, grupos juveniles se dieron cita en la puerta del teatro Mark Hellinger y tacharon de los afiches la palabra “Superstar”, sustituyéndola por “Cordero de Dios”. A su vez, el American Jewish Committe sostenía en un folleto de 17 páginas que Jesucristo Superstar rivalizaba con la Pasión de Oberammergau en presentar con tintes sombríos a los hebreos y amenazaba las relaciones judeo-cristianas.
El 28 de abril de 1973, pocos días antes del estreno, Romay afirmaba en el programa Derecho a réplica, de su canal, que quería “quedar bien con todos los sectores”. A fines de abril de 1973, la obra ya estaba lista y Romay decidió hacer ocho funciones de preestreno, a las que acudirían además de público y amigos, sacerdotes y representantes de distintas agrupaciones. Durante esas funciones, algunos curas sugirieron cambiar algunas letras o movimientos. “Uno de ellos me dijo que no tenía que tocarle los pies a Jesús cuando se los lavaba. El director me recomendó que no le hiciera caso. ¿Cómo le iba a lavar los pies si no se los tocaba?”, recordó Susan Ferrer. “Consideraban hechos aberrantes situaciones comunes como tocarnos las manos. Ni que hablar lo que causó la escena en la que nos dábamos un beso en la boca con Greco. Quitaron frases, palabras, momentos de contacto físico mínimo. Teníamos que andar con cuidado porque nos amenazaban, nos escupían o nos insultaban. Un día que me tomé el colectivo para volver a mi casa estaba con mi esposa embarazada y me dejé las extensiones en el pelo. Imaginate todo lo que me gritaron porque Jesucristo estaba con una mujer embarazada. Así se vivía”, rememoró Wibratt en Historia del teatro musical en Buenos Aires. Carlos Wibratt trabajó luego en The Rocky Horror Show, y se convirtió en una figura joven del pop nacional. Primero fue contratado por el sello EMI Odeón como Montecristo y vendió 60.000 placas en una semana con el tema “Un gran día de sol”. Luego cambió su nombre artístico como Leónidas. Al poco tiempo perdió la audición casi por completo. Se decía que a causa de su trabajo con el torno mecánico, aunque un médico le diagnosticó otosclerosis. Lo operó una eminencia en otorrinolaringología y pudo recuperar un oído como para regresar a la música en los años 80, aunque por poco tiempo.
El entusiasmo del grupo artístico no permitía que se empañase el cercano estreno, mientras que afuera del teatro, las “damas de beneficencia” repartían panfletos donde decían que en ese espectáculo, Jesús tenía “acercamientos obscenos” con María Magdalena. Al finalizar cada una de esas ocho funciones, el público común aplaudía de pie el espectáculo que, luego, Buenos Aires se perdió de ver.
El 2 de mayo iba a ser el estreno oficial. El día previo, los teléfonos de Romay sonaban y una voz le decía: “Bomba”. Antes había recibido una nota de un joven de apellido Ortiz que decía representar a un movimiento juvenil político y lo amenazaba con violencia. A su vez, varios actores recibieron amenazas. Por ejemplo, a Susan Ferrer le dijeron: “Si hacen la función, uno de los actores es boleta”.
En la mañana del estreno, los porteños se despertaron con una llamativa humareda que cubría el cielo del Centro, al tiempo que las noticias anunciaban un feroz incendio en el teatro Argentino. En sus oficinas del edificio contiguo, donde funcionaba La Guía de la Industria, Alejandro Romay lloraba desconsoladamente. Todo el amor y el empeño que había puesto en ese espectáculo, en el que trabajaban más de 200 personas, quedó reducido a cenizas. A las 7.45, cuando todavía el director, los productores y algunos operarios ultimaban algunos detalles técnicos, un comando de siete hombres armados irrumpió inesperadamente y, desde la bandeja alta de la sala, arrojaron 25 bombas molotov que no dejaron nada en pie. Los hombres buscaban al director para matarlo, pero los compañeros de Gray le pidieron que no hable para que su acento no lo delate. De ese modo fue que pudo salvar su vida. Del teatro Argentino solo quedaron las paredes laterales, absolutamente todo fue destruido.
Así relataba los hechos LA NACION: “Varios operarios trabajaban en distintas partes de la sala. En la cabina de luces, situada en la parte alta del costado derecho del escenario, había tres iluminadores y en el otro extremo, abajo, dos maquinistas. Gray ordenó: ‘Pie de luz 51-52′. Estaban en la mitad del segundo acto. En ese momento, penetró a la sala un sujeto joven, de cabellos negros, que llevaba un suéter gris cuello de tortuga. Se tapaba la mitad de la cara con el cuello levantado. Caminó por el pasillo central de la platea y gritó que nadie se moviera, que era un asalto. Gray, que no entiende muy bien el castellano, no le prestó atención y ni volvió la cabeza. El joven, según refieren los testigos, volvió a insistir: ‘¡Nadie se mueva! ¡Este es un comando!’. Juan Carlos Suárez, molesto, se volvió para preguntarle: ‘¿Es una cargada?’. El individuo prosiguió su marcha hacia el escenario y, desde allí, volvió a repetir la orden. En ese mismo momento, desde el pullman, cayó un artefacto que hizo impacto en las filas delanteras del sector izquierdo de la platea. Hubo un fogonazo y empezó el fuego. Instantes después, llovían desde el sector alto otros artefactos que, al estallar, ardían: evidentemente se trataba de bombas molotov. Gray intentó levantarse y algunos operarios desde la cabina de luz comenzaron a descender para apagar el fuego. Entonces, desde la puerta principal de acceso a la sala, un segundo sujeto realizó disparos al aire, ordenando que todos se quedaran quietos. Los asaltantes –los dos sujetos jóvenes que habían actuado en la platea y los cinco restantes que, desde lo alto, arrojaron las bombas incendiarias– salieron a la carrera del lugar. El fuego tomó incremento en pocos segundos y comenzaron a estallar los cristales de puertas y ventanas, debido a la alta temperatura por la combustión de todos los elementos de la construcción. La sala se llenó de humo y los acompañantes de Gray ganaron el vestíbulo principal. Varios operarios habían salido por otros accesos en busca de mangueras para dominar las llamas, mientras otros corrían para solicitar la concurrencia de los bomberos y de los propietarios del local. Algunas mangueras funcionaban ya, cuando Sánchez Sorondo se dirigió a la oficina administrativa en busca de los documentos de Gray. Entonces oyó unos golpes en la puerta del baño y pidió la ayuda de un iluminador. Este destrozó la puerta y hallaron dentro al jefe de producción, Carlos Kiodo. Este, en pocas palabras, les refirió que había sido reducido por dos sujetos, que lo encerraron en esa dependencia. A las 8 llegaron tres dotaciones de bomberos del cuartel central y, luego, varias unidades del Comando Radioeléctrico interrumpieron el tránsito por la zona aledaña. Sin embargo, el fuego no fue extinguido hasta cercano el mediodía. El teatro quedó reducido a un montón de escombros y su estructura corría peligro de derrumbarse en cualquier momento, por lo que fue necesario apuntalarlo”.
Los autores del hecho dijeron pertenecer al Movimiento Nacional Argentino. Durante el incendio y su extinción, enfrente de la sala uno a uno llegaba cada uno de los integrantes de la compañía. Muchos de ellos lloraban desconsoladamente, otros simplemente no lo podían creer.
Alejandro Romay perdió más de 1000 millones de pesos a raíz del atentado (estaba asegurado por la puesta en escena, pero tenía vencido el seguro de las instalaciones). Había pedido un crédito a una institución bancaria para enfrentar esa enorme inversión con la que, algunos aseguran, podría haber construido un edificio. “Mis preocupaciones no eran económicas sino que apuntaban a mostrar al público argentino una pieza auténticamente política, un verdadero llamado de atención a la conciencia. Porque Jesucristo Superstar no era una obra religiosa, ni siquiera ideológica. Eso prefirieron ignorarlo aquellos que perpetraron el atentado, del mismo modo que desconocían el texto. Yo tuve a mi cargo, personalmente, la adaptación y en ningún momento hubiera permitido que nadie interviniera en las expresiones que deben decir los personajes. El mayor perjuicio no fue lo económico sino lo que significó este incendio para la cultura del país. Desapareció un teatro nacional, con todo lo que eso involucra”, recordó posteriormente Alejandro Romay.
Inmediatamente, el productor-empresario llamó a una conferencia de prensa, abrazado a los casi 200 operarios y artistas que se quedaban sin trabajo. “No tiene explicación al nivel de la cultura, del derecho y de la inteligencia argentina”, dijo. Un periodista le preguntó a quién creía que le importaba que no se estrene Jesucristo Superstar. Romay respondió: “El viernes último vi la obra con dignatarios de la Iglesia y ellos se formularon la misma pregunta. Vinieron los monseñores Quarracino, Collino, Villena, presidente de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social, y un numeroso grupo de sacerdotes y laicos que aplaudieron a rabiar en todos los actos. Constituiría un agravio a la Iglesia que alguien pensara que de ella pudiera venir este ataque”. A su vez, reconoció que los terroristas conocían al detalle los sitios estratégicos donde debían arrojarse las bombas, hasta el punto de que tiraron una en el foso de la orquesta, para que afectara el montaje preparado para la escena de la resurrección, instalado en el subsuelo del escenario. “Los mismos que quisieron quemar el teatro Argentino por Hair, finalmente se dieron el gusto con Jesucristo Superstar”, dijo Romay más adelante. “Tengan la seguridad de que esta obra se va a estrenar. La montaremos en el teatro que consigamos”, aseguró.
Lo pensó mucho y lo intentó, hasta que finalmente reunió al elenco y les comunicó la noticia de la desesperanza: Jesucristo Superstar nunca se iba a estrenar. Además de ser imposible remontar semejante producción, el peligro era inminente. De todos modos, unos meses antes del estreno de la película, en 1974, el empresario volvió a reunir a su compañía en El Nacional con la intención de adaptar la obra a otra puesta si el estreno argentino transcurría sin inconvenientes. Pero también hubo sucesivas amenazas de bombas y desistió de la idea.
Actualmente, donde estaba el teatro Argentino hay un edificio de oficinas, con un gran espacio que da a la calle Bartolomé Mitre que está destinado para un teatro, aunque todavía no encontró el empresario que pueda montarlo.
Fuentes: Libro Historia del teatro musical en Buenos Aires, tomo 1, de Pablo Gorlero (Editorial Emergentes); Diario La Prensa, 13 de agosto de 1973; Diario La Razón, 16 de agosto de 1973; Diario Clarín, noviembre de 1972; Diario Clarín, noviembre de 1972; Diario Clarín, noviembre de 1972; Diario La Opinión, 3 de mayo de 1973; Revista La Maga Colección – Homenaje al teatro, 22 de abril de 1994, nota de Gabriela Donato; Diario La Prensa, 3 de abril de 1973; LA NACION, 3 de mayo de 1973; Revista La Semana, 7 de mayo de 1980
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