Antes de estrenar en el Politeama un nuevo show, con producción de Juan José Campanella, el humorista político más convocante del país habló con LA NACION de su infancia, sus inicios en Santa Fe y sus miedos, en una charla en la que también se cuelan sus otras ‘voces’
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Estimada lectora, estimado lector: la confesión más suculenta de esta entrevista está, directamente, al principio. Ariel Tarico es tímido. Sí, leyó bien. El hombre que hace reír a cientos de miles -por radio, por TV, en YouTube, vía TikTok- con la titánica hazaña cotidiana de ponerle humor a la realidad argentina tiene vergüenza. “Bastante, bastante vergüenza”, refuerza él, con énfasis por partida doble.
Entonces recibe a LA NACION sobre las espléndidas escaleras rojas del Politeama, donde este sábado estrena junto con su coequiper David Rotemberg el espectáculo Tarico on the Rotemberg: sean de termos y Mabeles (los pormenores del nombre llegarán más adelante), como un anfitrión medido: la voz tenue, los hombros ligeramente hacia adelante, la mirada baja. En fin: gestos inequívocos de timidez.
Ya en la sala, también tan roja y todavía con ese inconfundible perfume a nuevo -el teatro reinauguró a mediados de 2022, de la mano de Juan José Campanella-, el humorista político número uno del país invita amablemente a tomar asiento entre la platea vacía y mira al escenario desierto como en busca de refugio, o de esa magia que, ya es sabido, acontece cada vez que un artista se posa allí. Pero la magia, esta tarde, ocurre de este lado del telón: cuando el grabador hace bip y la lucecita verde se enciende para indicar que ahora sí, oficialmente, comenzó la charla, y que el tímido Ariel y el histriónico Tarico tienen, juntos, una buena historia para contar.
–A menudo hablás del lugar donde naciste, la ciudad de Santa Fe. ¿Cómo fue tu infancia?
–Así es; “Santa Fe, ciudad cordial”, como le decían (sonríe). Yo nací en 1984 y esa Santa Fe de mi infancia vuelve ahora cada vez que voy a Montevideo, porque las siento parecidas. El Parque Rodó, por ejemplo, me recuerda un poco a la Santa Fe de los años 80. La peatonal San Martín, donde laburaba mi viejo en la zapatería Juliette, que olía a praliné, como le decimos allá a la garrapiñada… Había muchos personajes en la peatonal y el negocio donde trabajaba mi papá era el punto de encuentro. Ahí al lado estaba el cotillón Cortopassi; después estaba Todo Musiquita, el local donde mi viejo iba a comprar cassettes de Dyango, de Sergio Denis, de Ginamaría Hidalgo, de [José Luis] Perales… Después los traía a casa y, a algunos de esos cantantes, se animaba a imitarlos.
–Es decir que esto viene de familia. ¿Tu padre era imitador o solo lo hacía “de entrecasa”?
–Mi viejo era locutor y le gustaba conducir eventos. Cada tanto conducía algún festival de la cerveza en Santa Fe; le gustaba despuntar el vicio grabando publicidades… Le gustaba también la gráfica, la caricatura, el diseño. Por ejemplo, él diseñaba las bolsas del negocio donde trabajaba…
–¿La zapatería era de tu familia?
–No, él siempre fue empleado ahí. Tenía el sueño de independizarse, pero, bueno (silencio…). A los 39 años murió, en el año 90.
–Es decir que te quedaste sin tu padre a los seis años…
–Sí, sí. Ahí quedó mi vieja, a cargo. Ella era comerciante y también docente. Y, bueno, mis tíos se encargaron de criarme, también (pausa). Fue una una crianza muy linda, en cierto modo, porque me permitió compartir consumos culturales con esos mayores. Era una época en la que la televisión se veía en familia, las revistas también se leían en familia; la radio sonaba en toda la casa… Hoy eso cambió totalmente. Con mi mujer, Ana, vamos en el auto escuchando una radio y mis hijos preadolescentes, mientras tanto, en el asiento de atrás, están escuchando otra música o viendo TikTok. Muy de vez en cuando miran televisión con nosotros. Pero no es lo que me pasaba a mí de chico. Yo tengo recuerdos vívidos desde muy chiquito, de ver primero tele en blanco y negro, y después ya a color, y quedar completamente fascinado.
–¿Qué programas te dejaban así de fascinado?
–Y… Badía y compañía, por ejemplo. Era la televisión ingenua de los 80, donde éramos todos felices y buenos… Era la TV de Berugo [Carámbula], de [Juan Alberto] Badía, de los conductores amables. El programa de Badía era eterno y yo lo miraba entero, pero me gustaba sobre todo la parte en la que aparecían los humoristas: Chasman y Chirolita, Paolo el Rockero, el Profesor Lambetain, de Esteban Mellino. En casa siempre estábamos atentos a la aparición de los cómicos.
–¿Además de las imitaciones de tu papá, en tu casa había humor?
–En general eran bastante serios. Creo que lo mío tiene más que ver con mi viejo y con mi tía Lala, que era como la Niní Marshall de la familia: se disfrazaba y parodiaba a Maya Plisetskaya en El lago de los cisnes (risas). Su hermana, que vivía en Buenos Aires, me abrió las puertas de su casa cuando yo me vine a vivir acá, a probar suerte.
–Entonces, aun con la muerte de tu padre, vos recordás una infancia linda…
–Yo aprendí de chico que la vida iba a ser dura. Desde chico supe que la vida tiene muchos sinsabores, mucho dolor, entonces el humor justamente está para revertir eso; para reírnos de eso, para transitarlo. Tuve la suerte de tener contención y también buenos maestros, tanto en la primaria como en la secundaria.
–¿Eras buen alumno o eras de los revoltosos?
–¡Para algunos, yo era el traga del curso! A mí me gustaba estudiar, pero aparte dibujaba y no me gustaba el fútbol, siempre fui pésimo en educación física, entonces era ‘el raro’. Cuando había algún acto o un campamento, ahí hacía alguna actuación y los hacía reír a todos, pero más que nada me expresaba a través del dibujo.
–Bueno, sos caricaturista…
–Sí, yo me sigo identificando con eso. Algunos dicen “yo me defino como un payaso, como un cómico”. A mí me gusta lo de ser caricaturista, porque la caricatura es una síntesis, con pocos rasgos tenés que definir a un personaje.
En la gran ciudad
–Hablaste de “probar suerte”. Concretamente, ¿qué fue lo que te motivó a mudarte a Buenos Aires?
–Se fue dando… Yo estaba en LT10, de Santa Fe, y transmitían algunos programas de Radio Rivadavia. Jorge Vaccaro, que era columnista de espectáculos para Héctor Larrea en Rapidísimo, salía como corresponsal para LT10 y, cada tanto, cuando él salía al aire, yo imitaba a algunos personajes, como Chiche Gelblung o Monseñor Laguna… Un día, le pasó el teléfono a Larrea para que me escuchara. A Héctor le gustó y me pidió un demo. Era una época en la que tenías que golpear puertas, preguntar: “Che, ¿a quién le puedo mandar un casete? Porque mandabas todo por correo y quizás te tiraban el sobre a la basura… Era difícil llegar. Pero a mí me gustaban los desafíos.
–Paradójicamente, “el caricaturista” empezó en la radio.
–Sí. Porque yo terminé el secundario y le dije a mi mamá que quería ser humorista. “Bueno, pero qué vas a estudiar y de qué vas a vivir”, me contestó. “Voy a ingresar al ISER de Santa Fe y voy a trabajar en la radio”. Y eso hice: di el examen, quedé, y empecé a trabajar en la radio a la mañana. En ese momento, 2002, el sueldo eran 200 pesos, ya devaluados (risas).
–Es decir que sos locutor nacional, además.
–Sí. Después terminé la carrera en Buenos Aires, en Éter. Tengo el carnet firmado por Julio Bárbaro, que era interventor del Comfer (risas). Toda una reliquia.
–Héctor Larrea es una suerte de padrino artístico, entonces.
–Es quien me impulsó a venir a Buenos Aires. “Tenés que ver la manera de mudarte, pibe”, me decía siempre [desde luego, la frase suena no en la voz de Tarico sino de Larrea]. Fue quien me mostró cómo era acá la dinámica, el vértigo. “Cortito y con remate, pibe”, me pedía. “No me hagas una conversación larga”. Fue muy fuerte. Rolo Villar cuenta que, cuando él entró a Rapidísimo para un breve reemplazo de Carlitos Russo [fallecido en 2017], quedó impresionado por el ritmo y porque era, de golpe, estar con la gente a quien él admiraba. A mí me pasó lo mismo: cuando lo vi a Larrea, no lo podía creer. ¡Era el tipo que yo veía por tele en mi infancia! Era como un prócer… Y, sin embargo, esa vez no tuve tanta vergüenza, tanto miedo…
–¿Sos vergonzoso?
–Sí, sí (vuelve a mirar hacia abajo). Soy bastante, bastante tímido. Pero con él pude; salí airoso de esa prueba.
En el estudio contiguo
Un año después de “salir airoso de esa prueba” y viajar cada tanto a Buenos Aires en micro con pasajes conseguidos por canje, Tarico ganó un casting en Radio Mitre para sumarse a los ciclos de Magdalena Ruiz Guiñazú y Néstor Ibarra, en tiempos en que la emisora había quedado segunda en el encendido y quería a un humorista joven que desestructurara el aire, demasiado cargado de política. Cuando se incorporó, los conductores se tomaron tan en serio su trabajo que lo hacían salir al aire desde el estudio contiguo, para “imaginarse” en diálogo con los personajes reales. “Para mí”, reflexiona el humorista, “fue la universidad. Fue una gran universidad”.
–Antes de eso, ¿vos pensabas enfocarte en el humor político, o la Argentina y sus complejidades te fueron llevando hacia ahí?
–Creo que tiene que ver con haber leído de chico la revista Humor, que en casa compraban. Se me impregnó esa visión crítica de la realidad. Después, en mi adolescencia era muy fuerte Videomatch, por ejemplo. Pero a mí me gustaba lo que hacía Miguel Ángel Rodríguez, que salía desde el control siempre haciendo un personaje de actualidad. Me gustaba ese intercambio que tenía con Marcelo Tinelli, que era de mucha complicidad y sobre lo que pasaba en el día. Yo los miraba y pensaba: “Quiero hacer eso”.
–¿Qué es lo más difícil de hacer humor político?
–(piensa…) Mantenerse actualizado. Nos pasó en teatro con Vote 2023, que hicimos con David [Rotemberg] el año pasado, y todas las semanas cambiábamos el libreto. Acá es muy efímero todo.
–¿Pero, en lo personal, qué es lo más complejo? ¿Te han insultado por la calle, por ejemplo?
–Por la calle, no. Pero sí por las redes. Eso es inevitable porque el humor es como una piedra en el zapato, no del político, sino del que es muy fanático. El humor está ahí para incomodar o para hacer cosquillas, dar otra mirada. Los políticos, en general, se divierten, son cholulos y les encanta que los imiten. Pero para los fanáticos es muy difícil. Por eso el show se llama ahora Sean de termos y Mabeles. El “termo” es el termo; puede ser peronista, radical, mileísta o de Boca, pero el termo-termo es alguien que no admite una opinión distinta sobre el líder al que sigue. Y las “Mabeles” son una parte de nuestro público (sonríe). Son los votantes de Patricia Bullrich que después se tuvieron que tragar el sapo y votarlo a Milei, entonces le hacemos un homenaje a esos dos sectores (ríe).
–El homenaje a la grieta…
–Sí, claro. Creo que ha llegado el momento de que se normalice eso y que digamos: “Bueno, en una democracia tienen que estar todos representados; tiene que haber oficialismo y tiene que haber oposición. Y si pensamos distinto, perfecto”. Se tiene que normalizar la convivencia, que es lo que se rompió en estos años. El problema no es que estemos en veredas distintas; sería muy aburrido que pensáramos todos igual. El problema es eso que se rompió en estos años; es no soportar compartir un asado con vos porque pensás diferente.
–La ausencia de público visitante en el fútbol argentino…
–Exacto. Son medidas extremas que hablan muy mal de nosotros, aunque también es un fenómeno mundial. Ojo, yo creo que no hay que tenerle miedo al intercambio de ideas, a veces en términos fuertes. Lo peor es dejar de hablar con el otro, negar al otro por lo que piensa.
–¿Cómo manejas vos la violencia en redes?
–Trato de no engancharme mucho. Sé que no le puedo gustar a todo el mundo. Lo aprendí con el tiempo.
–¿Te angustiabas al principio?
–Sí. La mayoría de los artistas somos muy… No quiero decir “ególatras”, pero nos gusta que nos vean, que nos aplaudan. Antes la gente miraba Tiempo nuevo y lo puteaba a Bernardo Neustadt, pero él no se enteraba (risas). Bueno, ahora te enterás, en vivo y en directo.
–¿Cómo nace un personaje?
–Nace de la observación, de ser como una esponja. Se me van pegando los tonos… Primero mando un mensaje por WhatsApp al grupo de la tele que tenemos con Sebastián Meléndez y con el guionista Ezequiel Mesa. Tiro un primer audio y lo vamos construyendo. Hay veces en que los personajes tardan en instalarse.
–¿Cuál costó más?
–Varios… Ahora, en este show, hacemos a todos los presidentes de la democracia, por ejemplo. En ese sentido, el que más me costó siempre fue [Eduardo] Duhalde. Es una voz difícil y él, como personaje, también es muy gris, tirando a oscuro (ríe). En la radio le habíamos encontrado la vuelta: cada vez que hablaba, le poníamos de fondo la música de El padrino.
–¿Y el vínculo con ellos? Decías que, por general, al político le gusta que lo imiten.
–Sí, por ahí me mandan mensajes o nos cruzamos en el canal o en la radio. Pero trato de no charlar mucho con ellos.
–¿Como una forma de preservar tu arte?
–De que haya distancia: ellos son políticos, yo soy el cómico. Listo, ya está.
–¿Con el actual presidente, tuviste contacto?
–Compartimos hace cuatro años el programa Carna a la parrilla [con Jorge “Carna” Crivelli], en Canal 9. Él era invitado y yo humorista. ¡Está en YouTube!
–Nunca imaginaste que lo ibas a terminar imitando…
–Exacto. Dos años después, ocurrió. Ahí me mandó un mensaje, diciendo que le había gustado mucho la caricatura que hizo [el ilustrador] José Cerrudo y el personaje en sí. Después, nada más. ¡Lo loco que es este país…! De panelista a presidente.
Universos privados
En agosto de 2000, cuando se cumplieron 80 años de la radiofonía argentina y la fecha se celebró con varios especiales que emitieron en conjunto distintas emisoras, Tarico escuchó a Rolo Villar decir: “Yo no imito con la garganta, imito con la cabeza”. La frase le quedó grabada a ese Ariel de 16 años, que comprendió en plena dimensión la tarea que lo seducía incluso antes de ponerse frente a un micrófono; un proceso que implicaba, casi como un impostor, entrar en la psicología del otro, mudarse a su universo privado para poder, desde ahí, soltar respuestas disparatadas pero que sonaran factibles en boca del personaje.
–¿Y qué es lo más desafiante de imitar a Javier Milei?
–Al principio yo lo hacía muy gritón; después le fui encontrando los tonos.
–Pareciera que él también vive un proceso parecido.
–Sí, él también se está está metamorfoseando como presidente. Para mí tiene que ver con cómo se va asentando el personaje. Llega un momento en que los incorporo y es algo natural, como respirar. Me van saliendo y -ahora habla y mira y gesticula exactamente como Javier Milei- ya sé en el momento en que tengo que cambiar la mirada cuando lo hago a él, bueno, o sea, digamos… (risas. Vuelve la voz de Tarico). Lo desafiante es leer a autores a los que él cita, meterse en los textos de economía e informarme sobre la gente a quien él menciona.
–¿En qué gobierno te resultó más incómodo trabajar?
–Trabajé con todos. No tuve censura; siempre me sentí libre haciendo lo mío.
–Con Alberto Fernández te diste unos cuantos gustos, ¿no? Remarcaste especialmente la acefalía que se vivía durante su mandato…
–Sí, sí… (reflexiona). Fue muy loco porque tenía cierta impunidad el personaje. Por ahí, como decía el Turco Asís (de inmediato aparece la voz del escritor) “No es un tonto, es un perverso que dice tonterías” (risas). Es maravilloso que hoy siga hablando, tuiteando y dándole el abrazo de oso al peronismo.
–Fue otro personaje que mutó, porque comenzaste a imitarlo cuando él era jefe de Gabinete de Néstor Kirchner.
–Claro. En ese momento, con David hacíamos a “los Fernández”, Aníbal y Alberto. Y el que más se lucía era Aníbal, por su personalidad. Alberto no estaba claro. Hasta que se transformó en presidente y se volvió un meme universal, fue un presidente meme (risas). Yo creo que lo que más le duele al peronismo es admitir que militaron eso. Alberto Fernández fue el De la Rúa del peronismo. Alguien a quien designaron y que les hizo pasar vergüenza. Fueron cuatro años muy locos…
–Antes decías que el humor llegó a vos para ayudarte a transitar el dolor de tu propia vida. En este tiempo de la Argentina, ¿qué te cuenta de tu humor la gente que te cruza por la calle?
–Me dicen cosas como: “Cuando me voy a dormir, pongo algo tuyo en YouTube y termino mejor el día”, o “Estamos en el sanatorio con mi viejo y te vemos en la tele”. Son las cosas por las que digo: “Bueno, será que para esto vine al mundo”. Ahí le encuentro la justificación a todo, vuelvo al amor a la profesión.
–¿Y en qué momentos perdés el amor a la profesión?
–Cuando se hace como laburo a repetición; entrar a cierto horario, la espera para salir al aire. Ese tipo de cosas me intoxican bastante y tengo que salir. Me ha pasado. Esto primero me tiene que divertir a mí. Si la paso mal, no puedo divertir a la gente.
–¿Cómo ves el despunte de 2024?
–Lo bueno es que cambió la agenda. Milei nos trajo nuevas cosas para amar o para odiar. Corrió el foco. Lo loco es que, Domingo Cavallo, por ejemplo, hablaba de economía en un lenguaje técnico y no llegaba a la mayoría. Cambiemos o Juntos por el Cambio eran una especie de derecha edulcorada. Ahora, Milei habla en cadena nacional de déficit fiscal, de emisión monetaria, pero también tira el “No hay plata”. Todas esas capas edulcoradas volaron por el aire, y a él lo votó gente de todas las clases sociales. Como dijo Carlos Pagni, a Milei lo votó gente rota, que estaba enojada o con problemas que acarreaba de antes, y que vio en esto una forma de renacer. Gente que estaba fuera del sistema, no comprendida por el progresismo y no comprendida por el otro sector de la oposición.
Antes de terminar, Tarico hace un repaso por figuras del humor que lo marcaron. Entonces nombra a grandes provocadores, como Lenny Bruce y el contemporáneo Ricky Gervais -entre muchos, muchos otros-, humoristas que, como él apunta, “dicen una verdad terrible y así van corriendo los límites”. “El problema es que hoy el progresismo es una especie de moralismo, que apunta contra el humor, algo que antes hacían los sectores conservadores”, reflexiona. “Pero el humor no está para agradar a todo el mundo. Pongo un ejemplo sencillo: Luis Landriscina, a quien siempre se consideró como parte del “humor que no ofende”, hacía chistes sobre “el opa del pueblo”. Y sí, hay cuestiones que siguen causando gracia, porque si estuviéramos todo el tiempo dándonos latigazos por las cosas que nos pasan y no hacemos espacio para reírnos de eso, la vida no solo sería amarga, sería atroz”.
Ahora sí, es el cierre. Ariel Tarico se pone de pie, agradece y se despide con el mismo tono bajo y pausado con el que había empezado todo. Sabe que ahora llega el turno de la sesión de fotos. Y la timidez va a tener que huir de nuevo, al menos por otro rato.
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