Apuesta al esperpento
Todas las cosas del mundo / Libro: Diego Manso / Intérpretes: Ingrid Pelicori, Horacio Acosta, Iván Moschner, Paloma Contreras, Fabiana Falcón y Juan Santiago / Diseño sonoro: Bárbara Togander / Vestuario y escenografía: Jorge Ferrari / Iluminación: Gonzalo Córdova / Dirección: Rubén Szuchmacher / Sala: Payró, San Martín 766 / Funciones: jueves, viernes y sábados a las 21, domingos a las 20,30 / Duración: 130 minutos / Nuestra opinión: Excelente.
Rubén Szuchmacher hace temblar los cimientos del viejo y querido Payró, restituyéndole aquel esplendor de otrora cuando -luego de asumir la dirección Jaime Kogan en 1968 tomaron su escenario altas expresiones artísticas, enfrentando graves riesgos en los 70. Ecos renovados de aquella grandeza, se pudieron percibir en las funciones de estreno de Todas las cosas del mundo: esa sensación deleitosa de ingresar en un mundo paralelo, en otro sistema temporal y dejarse cautivar a pleno.
Aunque genere muchas risas, el espectáculo que conduce RS está lejos de ser un mero y complaciente entretenimiento: apuesta fuerte al esperpento más bizarro, género que reutiliza rasgos del teatro popular. Es decir, esa invención de Valle-Inclán del siglo pasado, que Manso reescribe con audacia, talento propio y compromiso político -en el sentido amplio, y que el director exalta hasta el delirio absoluto, sin detenerse ante atrocidades o tabúes. Lo hace con la radicalidad de una puesta que logra evidenciar una poética de lo cruel, lo ruin, lo estúpido de la condición humana (aún en los seres que representarían alguna bondad, que es anulada implacablemente por la necedad de sus propias acciones). Abundan los referentes para estas deplorables andanzas de la pareja de cirqueros decadentes junto a un cura de mala entraña, una chica freak explotada y un chico de los mandados más zonzo que el agua de los fideos (sin sal): Fellini, Arturo Ripstein, Almodóvar, cierta comedia italiana (Feos, sucios y malos), el Buñuel de Los olvidados, de Viridiana. Y desde luego, Freaks (1932), la obra maestra maldita de Tod Browning que remite a los shows de fenómenos que tuvieron vigencia hasta comienzos del siglo XX.
En el comienzo de Todas las cosas..., una fantástica escena que pone de cuajo en otra órbita al público -escenario de gran profundidad con tres niveles, horizonte minuciosamente pintado de pasto, árboles y cielo por los tres costados, césped en el piso, actuaciones y diálogos de llamativa grandilocuencia, la pareja protagónica y el cura recién llegado a un pueblito de la pampa están dando sepultura al Niño Jirafa. El penúltimo freak que queda de una serie que supo tener y exhibir el matrimonio, y que murió cuando intentaron cruzarlo con la Niña Foca, única sobreviviente en su jaula donde, al menos, ha ido armando una interesante biblioteca con libros robados a la biblioteca pública.
Como corresponde a un esperpento, aquí se chocan el lenguaje culto (y muy rebuscado, a veces) con el coloquial más crudo, innoble y vulgar; los atisbos de emoción son pulverizados por el cinismo y el ridículo. Un principio estructurador que lleva a que la obra se vaya autodestruyendo, a que el espectador vaya abandonando toda esperanza de redención. Aunque la pieza sucede en los años 90, los atributos de codicia insaciable, ausencia de compasión, degradación moral que se reparten el matrimonio y el cura pedófilo del Opus ciertamente no son patrimonio del "menemato" ni de la Argentina, si bien hay una impronta tremendamente argenta en estas peripecias alucinadas.
Los resultados son admirables en todos los rubros: la escenografía y el vestuario, despampanantes, quedarán en la retina del público; las perfección de las luces y las sombras; los sonidos del campo (incluidas aves rapaces...), y ese grupo de actores que no se achicó ante las exigencias de la dirección, las dificultades del texto. Pelicori llega más lejos que nunca en la creación de su Iberia, con una voz y una gestualidad irrisorias que dominan la escena; Moschner, especialista en tipos siniestros, se hace un picnic con su cura orgánicamente hipócrita; Acosta logra el arte del envilecimiento físico y moral; Contreras como la curtida Niña Foca, transmite el dolor y la soledad del monstruo, su rebelión interna; Santiago y Falcón dan una versión verosímil de los "normales" que ¿naturalmente? no son del todo trigo limpio.