Amitín dirige una imaginativa vuelta de tuerca sobre Gogol
"Rapsodia provinciana", versión libre, por David Amitín, de "El inspector", de Gogol. Intérpretes: Daniel Toppino, Jorge Ochoa, J. P. Reguerraz, Patricia Gilmour y otros. Escenografía y vestuario: María Julia Bertotto. Iluminación: Alfredo Morelli. Música: Martín Pavlovsky. En El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, viernes y sábados, a las 20.30.
Nuestra opinión: muy bueno.
Desde su estreno, el 19 de abril de 1836, "El inspector", de Nikolai Gogol (1809-1852), no ha cesado de representarse a través de los años y en todos los idiomas. Tan sólo en Buenos Aires, y en el lapso de un año y medio, han podido verse tres producciones: la muy aparatosa del San Martín, dirigida por Villanueva Cosse, la de Héctor Sandro y esta de Amitín.
Y se entiende: no es tan sólo una comedia costumbrista que satiriza los vicios de la burocracia rusa en tiempos de los zares (igual a cualquier otra burocracia, en todo tiempo y lugar), sino también de una aguda observación sobre la no menos perdurable naturaleza humana. Sus personajes son tan codiciosos, atolondrados y ridículos como cualquiera, a poco que el hombre pudiese verse con cierta objetividad; la mirada de Gogol (en cuyo haber figuran obras maestras como "Las almas muertas", "La nariz" y "El abrigo") no está, sin embargo, exenta de compasión, y en el fondo de sus ironías queda siempre el regusto melancólico de lo que pudo ser mejor y no cuajó, por desidia o por inercia. Baste saber que tras el estreno de "El inspector", frente a la airada reacción de los que se sintieron aludidos, Gogol debió exiliarse durante doce años en Roma, hasta 1848.
No es el caso de insistir nuevamente en la divertidísima anécdota del supuesto inspector enviado de San Petersburgo para investigar la conducta de los funcionarios en una pequeña ciudad de provincia, y que es en realidad un botarate y un pillo -para colmo, de vuelo muy bajo- que se aprovecha de las debilidades de otros pequeños canallas, iguales a él. O peores, porque supuestamente deberían estar al servicio de los ciudadanos, y no al revés.
Metáforas visuales
A lo largo de una distinguida carrera, David Amitín ha probado, reiteradamente, ser un director minucioso e imaginativo. Aquí vuelve a trabajar con la talentosa escenógrafa y vestuarista María Julia Bertotto y, tal como lo hicieron en la memorable versión de "Bartleby", ambos crean metáforas visuales de gran poder expresivo, como ese perchero que no sólo sirve de cobijo a los aterrados burócratas sino que también se convierte en un personaje participante en la acción, adquiriendo una entidad casi -aterradoramente- humana. Y basta la primera escena, con los funcionarios entregados a una eterna siesta (evocadora de una secuencia parecida, en la versión de Amitín, años atrás, de "Memorias del subsuelo" de Dostoievski), para señalar la habilidad con que el director ubica directamente al público dentro de la atmósfera de rutina y abulia, de tedio provinciano, también pintada, medio siglo después, por Chejov.
La dirección ha logrado, asimismo, algo que rara vez ocurre en un escenario porteño: la homogeneidad del elenco, en el que sería injusto destacar un trabajo sobre otro porque todos son de una notable calidad. Sometidos a un agotador torneo de destreza física y vocal, con implacable precisión en el ritmo exigido, los actores merecen, como el equipo todo, el aplauso entusiasta que los recompensa.
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